«Al nacer, lloramos porque entramos en este vasto manicomio.»
William Shakespeare
La hora 25
Año: 1967.
Director: Henri Verneuil.
Reparto: Anthony Quinn, Virna Lisi, Marcel Dalio, Grégoire Aslan, Liam Redmond, Serge Reggiani, Michael Redgrave.
Lo advirtió Franz Kafka durante el primer cuarto de siglo y nadie le hizo caso. El hombre había perdido el rumbo. Los grandes logros de la civilización se habían deformado y descompuesto hasta tal punto que, ya irreconocibles en su enormidad, carentes de todo sentido lógico o humano, condenaban al individuo a la alienación y la nada. Sumido en el caos más aterrador, aquel que disimula sus formas bajo una apariencia de total racionalidad, el hombre, reducido a su mínima expresión –una cifra, una etiqueta, un papel-, había agotado su tiempo, vivía horas prestadas. Quedaba el golpe de gracia, la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto, la eliminación del hombre convertida en una industria de precisión.
La sensación de escalofriante desamparo que transmiten las ficciones del escritor checo surge de la identificación del lector con el protagonista, devorado metódicamente, con paciencia sádica, por los instrumentos de un sistema leviatánico y atroz. Al igual que el Gregor Samsa de La metamorfosis o el Joseph K. de El proceso, el lector se encuentra tan confuso, desprotegido e intimidado como el personaje.
En La hora 25, basada en la novela del rumano C. Virgil Gheorghiu, la crueldad es mayor si cabe, ya que, en su bendita ignorancia, Johann Moritz (Anthony Quinn), un labriego humilde, afable y bondadoso, nunca es consciente del horror que lo rodea, zarandeado por un absurdo que desde su sencilla razón (y por ello aún diáfana e inmaculada) es incapaz de comprender. En cambio, el espectador sí es consciente de que las fauces del monstruo se ciernen sobre un completo inocente.
Moritz es el mártir de un grotesco tour de force en el que el individuo no es víctima del Estado voraz, sino que recorre y documenta desde su límpido punto de vista los campos de concentración nazis, los campos de trabajo de voluntarios, las filas de las SS y campos de prisioneros aliados, siempre en el momento, el lugar y el bando equivocado, y todo ello a causa de mezquindades abyectas y patéticas, infames trampas burocráticas o estupideces supinas, frutos podridos de un mundo y una especie enajenados.
Quizás se pueda establecer también cierto parentesco con Las aventuras del buen soldado Švejk, del también praguense Jaroslav Hašek, como una versión, eso sí, en el que la broma ácida de la novela aquí no tiene ya ni puta gracia. Al fin y al cabo, es ese mencionado absurdo el elemento que sirve para hilar las amargas desventuras de Moritz, un continuo dolor de estómago para el espectador en el que la imagen del ser humano queda, salvo casos puntuales, tirada por el más despreciable de los lodos.
La humanidad y lucidez de la mirada del noble labriego -en cuyas carnes Anthony Quinn, perfecto a la hora de reflejar la tosquedad, dulzura, desconcierto y rabia de su personaje regala una de las mejores interpretaciones de su carrera-, un recuerdo de tiempos perdidos irremediablemente para el ser humano, desnuda y señala la vergüenza más absoluta, haciendo todavía más amarga la experiencia; una cadena inmisericorde de puñetazos asestados desde la víscera, pero con disciplinada sencillez, por Henri Verneuil, cuya familia, de origen armenio, había experimentado otra persecución genocida en su propio seno.
Y todavía en el colofón, de brutal impacto emocional -y que, pese a que no tiene lugar siquiera en tiempos de guerra (quizás a causa de ello), conforma uno de los puntos de mayor ferocidad del filme-, el monstruo continúa con su burla cruel.
La misma pavorosa sinrazón en el que a día de hoy aún naufraga, inconsciente, el orgulloso ser humano.
Nota IMDB: 7.
Nota FilmAffinity: 7,1.
Nota del blog: 9.
Contracrítica