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Pinky

4 Mar

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Año: 1949.

Director: Elia Kazan.

Reparto: Jeanne Crain, Ethel Waters, Ethel Barrymore, William Lundigan, Evelyn Varden, Griff Barnett, Frederick O’Neal, Basil Ruysdael, Raymond Greenleaf, Dan Riss, Arthur Hunnicut, Kenny Washington.

Tráiler

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          Serie en la que Misha Green recupera los años cincuenta estadounidenses de las leyes Jim Crow para ponerlos, a través de un argumento fantástico, en diálogo con el presente del Black Lives Matter, en Territorio Lovecraft una mujer negra descubre que ha ingerido una poción que la metamorfiza en una mujer blanca, lo que le provoca un dilema entre la fidelidad a sí misma o el disfrute no solo de privilegios sociales, sino de derechos civiles básicos antes vedados por la fuerza del racismo. En Pinky, estrenada en 1949, una enfermera regresa al hogar, situado en un pueblecito de Alabama, y reconoce avergonzada ante su abuela, una limpiadora negra que se ha dejado la espalda lavando ropa para pagarle los estudios, que se ha aprovechado de la insólita palidez de su piel -de ahí su apodo, Pinky, literalmente «sonrosada»- para, por omisión, hacerse pasar por blanca. «He sido tratada como un ser humano, como una igual», alegará entre lágrimas para justificar sus motivos.

          La distancia de siete décadas entre ambas producciones habla de las dificultades del presunto país de la libertad a la hora de abordar y resolver las hondas disfunciones y desigualdades sociales que yacen en su seno, recrudecidas tras la revitalización y aceptación de una vía política ultraconservadora de esencia supremacista, xenófoba y machista. También descubre la valentía de una película que, en su momento, llegó a ser censurada en la localidad texana de Marshall por sus muestras de amor -e incluso de delictuoso deseo sexual, tanto daba- hacia una mujer negra. Curiosamente, ese mismo año también llega a las salas El color de la sangre, que lleva al cine la historia real de un doctor afroamericano y su familia que recurrieron a hacerse pasar por caucásicos en la Nueva Inglaterra de los años treinta y cuarenta para poder mejorar sus condiciones de vida.

No son las únicas obras que desarrollan una reflexión social a partir de esta ‘infiltración’ racial. Ahí está, diez años después, el caso de la joven mestiza de Imitación a la vida. El mismo 1959 en el que, desde el underground guerrillero e improvisado, John Cassavetes exponía las andanzas por un Nueva York jazzístico de tres hermanos afroamericanos, aunque de distintos todos de piel, en Sombras. A partir de esta premisa, Philip Roth continuaba examinando la médula moral de los Estados Unidos en La mancha humanacon posterior versión cinematográfica-. Otras, como la novela francesa Escupiré sobre vuestra tumbatambién adaptada a la gran pantalla– o The Black Klansman, desarrollan feroces ejercicios de violencia y venganza. Historias de conciliaciones imposibles como la que, desde Reino Unido, entregará Crimen al atardecer.

          Pinky no es especialmente optimista en este sentido, aunque es antimaniquea en la composición del paisaje humano de este villorrio que Elia Kazan -¿o quizás ese John Ford que miraba con lírica melancolía al viejo Sur y a quien había sustituido el cineasta grecoamericano después de que el todopoderoso Darryl F. Zanuck lo despidiera a la semana de comenzar el rodaje?- presenta, en primera instancia, como surgido de una ensoñación fantasmagórica, sumido en una suave fotografía que transmite cierto romanticimo ajado, colonizado por el musgo español, erizado con unos vallados que, afilados e irregulares, parecen propios de un cuento gótico. El escenario lo preside de fondo una mansión semirruinosa que, abandonada por los esclavos que la mantenían en pie, resume la decadencia de este viejo paraíso levantado desde el racismo y la reducción del ser humano a simple mercancía.

Sin renunciar a las vías de conciliación -la amistad entre la criada y la señora, producto de la convivencia y el entendimiento directo y sincero-, el relato aborda la pervivencia y sistematización de esta estructura social a través de situaciones donde la denuncia es descarnada y agresiva. Su virulencia se conserva vigente, y por eso es hoy todavía más terrible y potente. Con todo, tal vez se le pueda achacar cierto clasismo a su perspectiva: las principales actitudes de odio proceden de personajes vulgares -e incluso de aspecto desastrado, como el jefe de polícía, o vicioso, como los violadores alcoholizados-. En cambio, a excepción de la señorona litigante, chismosa y advenediza, aquellos que podrían considerarse como la élite social del lugar -la patrona, el médico, el abogado, el magistrado- no muestran una disposición negativa tan clara, si bien con determinados matices -el juez que duda de la palabra- que contribuyen a otorgarle profundidad a la mirada.

          En este sentido, Pinky trata de poner al espectador presuntamente desprejuiciado y progresista ante el espejo, utilizando para ello una figura ajena a este microsmos particular: el novio de la protagonista, un doctor bostoniano que descubre la ascendencia de su enamorada y pone a prueba sus sentimientos tanto desde el punto de vista emocional como racial. Una cuestión que, de hecho, podría girarse hacia el propio estudio, que había rechazado a candidatas como Lena Horne, afroamericana, para darle el papel a una actriz anglosajona, Jeanne Crain, a fin de rebajar inflamables polémicas como la que, aun así, terminaría estallando en Texas.

Sea como fuere, este conflicto orientado hacia la platea se combina con la tensión dramática que experimenta Pinky a raíz de su disyuntiva entre abrazar su problemática herencia o huir de ella hacia un futuro expedito. Hay un recorrido de aprendizaje, un tradicional viaje del héroe al que, sin embargo, Crain tampoco le extrae todo el jugo merced a una interpretación más bien convencionaleso sí, nominada al Óscar-, sobre todo en comparación con la conmovedora dignidad que transmite Ethel Waters –también postulada a la estatuilla en la categoría de actriz secundaria, compartiendo papeleta con otra compañera de reparto, Ethel Barrymore-.

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Nota IMDB: 7,2.

Nota FilmAffinity: 6,7.

Nota del blog: 9.

Rutas infernales

28 Oct

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Año: 1940.

Director: Bernard Vorhaus.

Reparto: John Wayne, Sigrid Gurie, Charles Coburn, Spencer Charters, Trevor Bardette, Russell Simpson, Roland Varno.

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           Se cuenta que, en 1936, rodando Dusty Ermine en la frontera alpina entre Austria y Alemania, Bernard Vorhaus y su equipo tuvieron un enfrentamiento con soldados germanos que, a tiro limpio, le exigieron que entregaran a su autoridad a unos guías que los acompañaban y a los que acusaban de actividades contrarias al régimen nazi. Aunque consiguieron salir bien parados del trance, el violento episodio impulsaría la convicción del director para embarcarse él mismo en círculos antifascistas. Rutas infernales puede considerarse parte de esta militancia.

           El filme se aproxima a la figura de un prestigioso podólogo vienés y su hija en su búsqueda de refugio político en los Estados Unidos, lo que les llevará a ejercer la medicina en un recóndito y abandonado pueblecito de Dakota del Norte. En su discurso, Rutas infernales hace un recordatorio de la historia del país como tierra de promisión para los exiliados de toda causa, iguala las circunstancias de los recién llegados con las de los pioneros que pasaron calamidades para conquistar su anhelada libertad y prosperidad, y advierte a los ciudadanos contemporáneos, aún ajenos a la guerra en marcha en Europa, de que esta es una situación que bien puede repetirse en cualquier momento debido a las vicisitudes políticas, económicas o cualquier otra adversidad imprevista.

En su camino, a pesar de romper con ironía la postal idealizada -las esperanzas traicionadas con el paisaje, el tren que nunca llega puntual, el revisor borrachín, la inhóspita bienvenida…-, Vorhaus también traza un retrato épico del país a partir de sus esforzados agricultores, recortados en contrapicado contra el cielo sudando la gota gorda u organizados en coreografías colectivas para tratar de someter bajo su arado a la tierra hostil. Porque, en realidad, los protagonistas huyen de una guerra solo para toparse con otra, esta vez librada contra la naturaleza salvaje, que se manifiesta en fenómenos tan aterradores como el Dust Bowl que inundó de polvo y miseria las grandes llanuras norteamericanas.

           En línea con su fondo, Rutas infernales recupera el tema esencial del western como relato en el que el ser humano se impone sobre el territorio indómito. De hecho, llegará a equipararse la columna de automóviles, emulación modernizada de las caravanas de carretas que antes que ellos se abrieron paso por el Oregon Trail, con los movimientos de un ejército. Pero este ejército tan solo pretende proporcionar un lugar donde vivir a unas familias de expatriados en su propio país, liderados por un tipo comprometido en lograr el bien común. Un contexto social, argumental y geográfico que serviría para emparentar la cinta con una obra maestra estrenada ese 1940, Las uvas de la ira -a lo que cabe añadir además la presencia en el reparto de un fordiano actor de carácter como Russell Simpson-.

Dentro de su concienciado mensaje, toda la historia de Rutas infernales, con sus constantes reveses del destino cruel, posee un aire folletinesco que resta relieve a los personajes, en especial al de la joven. Por momentos, sus intensas pasiones parecen trasladarse a los arrebatos de la naturaleza, lo que, en el caso de las tormentas de arena, remite a la magnífica El viento, de Victor Sjöström. Con todo, la dignidad que transmite Charles Coburn desde su personaje, y lo certero de sus diagnósticos acerca de la ideología del odio, hacen buenas las intenciones.

           Pero Vorhaus no sería tan visionario como el viejo doctor. El advenimiento del mccarthismo terminaría dando con su nombre entre las listas negras de Hollywood como sospechoso de afiliaciones comunistas. Efectivamente, el destino podía ser cruel y sarcástico. El cineasta habría de exiliarse a Reino Unido, donde podría prolongar su carrera en el cine.

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Nota IMDB: 6,3.

Nota FilmAffinity: 5,8.

Nota del blog: 6,5.

Encuentros en la tercera fase

19 Oct

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Año: 1977.

Director: Steven Spielberg.

Reparto: Richard Dreyfuss, Melinda Dillon, François Truffaut, Cary Guffey, Teri Garr, Bob Balaban, Roberts Blossom, Warren J. Kemmerling, J. Patrick McNamara, Lance Henriksen, Shawn Bishop, Justin Dreyfuss, Adrienne Campbell.

Tráiler

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         La obsesión del protagonista de Encuentros en la tercera fase tiene algo de experiencia religiosa. No creo que sea casual que, justo antes de ser literalmente iluminado desde el cielo por una nave alienígena, estuviese viendo en su casa Los diez mandamientos, ya que él, al igual que Moisés, deberá adentrarse en la montaña para hallar respuestas a sus inquietudes. Roy Neary se somete a una prueba de fe que desafía las convenciones de los incrédulos, de quienes no han sido ungidos y dotados con el don de la visión. Las escenas en el norte de la India muestran a multitudes entregadas a la plegaria; en México un anciano explica que el Sol, elemento divino desde el nacimiento de la humanidad, salió en plena noche y le cantó en privado. «Simplemente lo sé», responde este técnico de líneas eléctricas cuando debe argumentar el porqué de lo que condiciona sus actos, aparentemente irracionales. «Esto significa algo, es importante», cavila obcecado con el misterio.

         Desde este punto de vista, siento curiosidad sobre qué podría haber contenido y cuánto sobrevive del primer libreto de Paul Schrader, experto en tormentos íntimos con la influencia religiosa como clave de la encrucijada. No obstante, Steven Spielberg terminaría cambiando tanto la historia que este renunciaría a firmar cualquier acreditación como guionista. El de los seres de otro planeta era un asunto que a Spielberg le interesaba de siempre, como demuestra esa obra de adolescencia, Firelight, en la que, al igual que aquí, mostraba su presencia a través de unas inquietantes e intensas luces que, en cambio, revelaban unas intenciones amenazadoras. Sin embargo, el relato de Encuentros en la tercera fase ofrece un contrapunto curioso dentro de su corpus, puesto que, en lugar de esa ausencia paterna que marcará muchas de sus obras, en este caso es la familia la que deserta y él quien ha de emprender la aventura en solitario. Una aventura que, en este caso, busca algo que trasciende la simple realidad cotidiana de un operario que vive una vida corriente, con su casa de vallas blancas, su esposa y sus tres hijos que hacen deberes de matemáticas, rompen juguetes, protestan por las verduras y corren hacia adelante tratando de hacerse adultos sin fantasía antes de tiempo.

En el fondo, Spielberg hace que la aparición de naves espaciales no desentone con el mundo que retrata. La furgoneta del protagonista, perdida en mitad de la noche, la niebla y el vastísimo territorio rural de los Estados Unidos -corazón del país en el que también aterrizará E.T. pocos años después-, circulaba como si fuese un platillo volante en las profundidades de un espacio que es cercano y extraño al mismo tiempo. El manejo del paisaje es una de las muestras del soberbio trabajo que se realiza con la iluminación y la fotografía, que entrega imágenes de gran fuerza estética. Lo mismo ocurre con los vehículos que se cruza en el camino hasta que uno de ellos, en efecto, es un ovni. En paralelo, la irrupción de helicópteros y todoterrenos en el desierto de Gobi está planteada también como si se tratase de una aparición extraterrestre, de tan repentina y extraña. No digamos ya los helicópteros militares que, actuando como auténticos invasores, acosan a los acampados a la espera de un nuevo encuentro con lo desconocido.

         Frente a esta hostilidad que puede corresponderse con tiempos de Guerra Fría, y a diferencia de los parámetros generales de la ciencia ficción -que no obstante también se habían deslizado antes, dejando tras de sí una inquietante ambigüedad, en la poderosa escena de abducción-, el contacto definitivo con los alienígenas se revela como una secuencia en la que los puntuales momentos de inquietud dejan paso a una sensación de armonía y concordia. De hecho es, en cierta manera, un reencuentro. Dentro de este trasfondo místico, avanza una noción de entendimiento, de aceptación de lo extraño, de plenitud fraternal. De emoción casi eufórica. La idea la ha ido sembrando un mito, François Truffaut, que aceptó interpretar al ufólogo francés que lidera las investigaciones, llevadas a cabo por un grupo de gente que parecen críos jugando con el entusiasmo desatado. El sistema de luz y sonido con el que tratan de comunicarse con los extraterrestres no deja de asemejarse al xilófono de colores que utilizaba antes un niño pequeño que, precisamente, nos presentaba a los visitantes a través de su sonrisa.

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Nota IMDB: 7,6.

Nota FilmAffinity: 7,3.

Nota del blog: 7.

El bosque animado

25 Sep

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Año: 1987.

Director: José Luis Cuerda.

Reparto: Alfredo Landa, Tito Valverde, Alejandra Grepi, Miguel Rellán, Fernando Rey, Encarna Paso, Laura Cisneros, José Esteban Alenda, Luma Gómez, Amparo Baró, Alicia Hermida, María Isbert, Paca Gabaldón, Manuel Alexandre, Luis Ciges, Antonio Gamero.

Tráiler

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          Galicia es probablemente una de las regiones españolas que más se presta a la proximidad a cierto realismo mágico, el cual conectaría con unas raíces paganas fuertemente vinculadas a una naturaleza exhuberante y a unos modos de vida rurales vinculados a ella; a una concepción de ‘terra meiga’ apreciada como elemento definidor del «sitio distinto», como identidad propia en un mundo globalizado; pero también explotada desde el tópico amable e inocuo o incluso paternalista.

Sea como fuere, es una huella que puede apreciarse en la obra literaria de autores como Álvaro Cunqueiro o Wenceslao Fernández Flórez. En El bosque animado, este último plasmaba con sentido lírico, profunda ternura y melancólico humor ese sentimiento de un mundo que se agota, acorralado por el predatorio avance de la sociedad moderna. Las fragas de Cecebre se transformaban así en un microcosmos donde un grupo de personajes ponen en común sus quehaceres, preocupaciones y esperanzas cotidianos, participantes de un ciclo eterno donde la vida y la muerte se encuentran en fluida comunicación, con la naturaleza como hilo conductor.

          La adaptación de José Luis Cuerda y Rafael Azcona de El bosque animado comienza dedicándole varios minuto de metraje, en solemne y recogido tributo, al bosque atlántico que encuentra cerca del Cecebre original, en Sobrado dos Monxes. La localización, que ha de esmerarse en hallar un espacio libre de plantaciones de eucaliptos invasores, es en sí una muestra de estos apesadumbrados temores que, bajo la forma de un poste de la luz, expresaba Fernández Flórez, probablemente compartidos por dos cineastas de opuesto prisma político pero fuerte talante crítico contra los atropellos del mundo contemporáneo, algunos de ellos presentes en este rincón apartado en el que, como ocurre en todas partes, chocan los que se aprovechan contra los que solo les queda soñar -con la chica, con convertirse en un temible bandido capaz de asaltar la casa del cura, con dejar atrás el hambre-.

          Centrado el filme en los pasajes protagonizados por humanos, el cariño con el que el literato juntaba a sus personajes -casi nunca ejemplares- comparece aquí intacto, reforzado por el carisma que les imprimen actores como Alfredo Landa o Miguel Rellán. Y pueblan un escenario donde, dentro de esta atmósfera por momentos bucólica -el sol entre las ramas, el perenne canto de los pájaros- y misteriosa -la bruma que se extiende en las noches donde vagan las ánimas en pena-, las imágenes tampoco se recrean en un pintoresquismo de postal, una poesía de nostálgico sentimentalismo o un artificioso esoterismo folclórico, sino que todo está integrado con modesta, delicada y coherente naturalidad.

La escena del entierro, que es terrible pero a la vez dulce e incluso cómica, resume a la perfección el espíritu de esta obra y el complejo equilibrio que consigue el tono narrativo -cuyo camino, no obstante, es menos oscuro que a donde lo conducía el escritor-. No se comparte, por tanto, la mirada ignorante y espantada de las señoras de Madrid que buscan en la recóndita Galicia un remedio a sus problemas de nervios. Y esa misma naturalidad y coherencia se aprecia en la solidez y fluidez con la que Azcona condensa los relatos dentro de esa canción en la que se cantan las alegrías y las miserias de un rincón que es, a la par, particular y universal.

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Nota IMDB: 7,4.

Nota FilmAffinity: 7,4.

Nota del blog: 7,5.

La isla de las mentiras

18 Sep

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Año: 2020.

Directora: Paula Cons.

Reparto: Nerea Barros, Darío Grandinetti, Aitor Luna, Victoria Teijeiro, Ana Oca, María Costas, Milo Taboada, Javier Tolosa, Leyre Berrocal, Celso Bugallo.

Tráiler

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         De formación y orígenes profesionales en el periodismo, la incipiente trayectoria de Paula Cons como guionista, directora o desde el equipo de producción muestra una querencia a explorar la historia reciente -e incluso inmediata- de Galicia como contenido para sus proyectos, sean en formato documental, docudrama o ficción: la biografía de personalidades (Eduardo Barreiros, el Henry Ford español), el papel de la explotación del wolframio en la Segunda Guerra Mundial (Lobos sucios, La batalla desconocida) e incluso la crónica negra (El caso Diana Quer, 500 días). En coherencia con este recorrido, en La isla de las mentiras la coruñesa encuentra inspiración en el naufragio frente a la isla de Sálvora el 2 de enero de 1921 del buque correo de vapor Santa Isabel, en el que perdieron la vida 213 personas de las 268 que viajaban a bordo.

         Articulándolo desde el punto de vista -el de María Fernández Oujo, una de las cuatro mujeres condecoradas por su participación en el salvamento de las víctimas-, Cons encadena la tragedia náutica con la de las protagonistas isleñas hasta conformar una sola -el clasismo y la implacable depredación de los humildes, retrato de todo un país-. Para ello, las entreteje y retroalimenta mediante símbolos visuales -las luces de las antorchas, los apretones de manos, el calzado o la ausencia del mismo- y, en especial, por las contradicciones y turbulencias internas que dibujan el perfil de María -rebelde, testaruda e impetuosa, con unas miradas de una intensidad que roza lo obsesivo-. Está interpretada por una Nerea Barros cuya reconcentración, quizás un punto exagerada, en línea con algunas exigencias del tono que se le da a la historia -ese amor asilvestrado-, tampoco riñe por completo con la naturalidad y la esencia del personaje.

         Así pues, esta insinuada ambigüedad forma parte de la intriga -criminal, social e íntima- que se siembra sobre una isla dura, que recibe al espectador con un portentoso paisaje nublado, encerrado en rocas, barrido por el viento y el oleaje que aturden el oído, con un aura física y fantástica al mismo tiempo. Para dar consistencia a las tensiones que se entrecruzan en este grupo humano literalmente aislado, desconectado del mundo -la represión, la desconfianza, el fatalismo impreso en una existencia que es supervivencia-, La isla de las mentiras recurre a una atinada selección de cásting, con rostros curtidos y expresivos -otro elocuente paisaje-, que lleva a buen puerto el cuidado en la composición de caracteres y que tiene su cumbre en la estampa anacrónica de Victoria Teijeiro, un gran hallazgo.

En este entorno, el faro -con relevancia argumental y metafórica en la trama-, se erige por su estética y tecnología como un elemento tan desubicado como el maestro que lo ocupa mientras enseña a los lugareños conocimientos tan alejados de la realidad de la tierra -la fauna de la sabana africana- como lo está él mismo -su ignorancia y desorientación durante la organización del rescate-.

         Aunque en alguna ocasión el encadenado de planos no es del todo limpio, Cons sabe dosificar este suspense de múltiples aristas y termina resolviendo con relativa solvencia las estrecheces de la producción -la niebla como componente casi sobrenatural durante el socorro y del que surge un coro infernal, posteriormente replicado en otra de las rimas visuales que emplea la directora-, además de ofrecer imágenes de belleza pictórica como el abrazo final.

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Nota IMDB: 5,7.

Nota FilmAffinity: 5,8.

Nota del blog: 7.

Stromboli, tierra de Dios

25 Ago

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Año: 1950.

Director: Roberto Rossellini.

Reparto: Ingrid Bergman, Mario Vitale, Renzo Cesana, Mario Sponzo.

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         El Neorrealismo ya había explorado las comunidades de pescadores de la Sicilia remota. En La tierra tiembla, Luchino Visconti se adentraba en su vida cotidiana para formular, desde un talante documental, un manifiesto sociopolítico que, en mitad de un escenario sobrecogedor, enfrentaba con cierto aliento épico a explotados y explotadores. Stromboli, tierra de Dios también recoge desde el rigor documental las artes de pesca de los lugareños, pero Roberto Rossellini plasma ‘la mattanza‘, la tradicional almadraba de los atunes, como si de una liturgia se tratase, con sus cánticos ceremoniales, sus ritos propiciatorios y, como remate, con una oración de agradecimiento. Es decir, otra -y poderosa, por violenta y fascinante- vuelta de tuerca a los principios neorrealistas por parte de una película que concluye con el ruego a Dios de una mujer que choca de frente con lo sublime, contra esa belleza portentosa que es tan maravillosa como terrible.

         Al igual que La tierra tiembla, Stromboli es un filme situado a la altura de las personas que pueblan el extraordinario escenario natural que ofrece la isla eolia, coronada por la presencia turbadora del volcán que le da nombre. Así pues, siguiendo los preceptos de la corriente cinematográfica, la mayor parte del reparto la conforman actores no profesionales que emplean el dialecto local y que recrean sus usos y costumbres delante de la cámara, ataviados con su raído vestuario, sus toscos aperos y sus austeras viviendas.

Pero, como se decía anteriormente, hay un sesgo espiritual en las imágenes y en el drama que compone Rossellini, que, como en Alemania, año cero, sigue escarbando en las ruinas dejadas por la Segunda Guerra Mundial. A partir del azaroso matrimonio entre una refugiada lituana y un pescador siciliano, prisionero de guerra, el cineasta traza una reflexión acerca de las distintas prisiones que se habitan en vida, de la crueldad misma de la existencia, que bien puede expresarse a través de la lucha a muerte entre un hurón y un conejo.

         El autor romano retrata la isla desde esa sobriedad espartana, estoica, que promulgan las mujeres de Stromboli. Su aspereza, su esterilidad. El viento que azota sin piedad. La magnificiencia del volcán que todo lo somete, con un tiránico simbolismo fatalista. Por asimilación con el paisaje, las emociones de los personajes son igualmente arduas e inestables, amenazadas por una volatilidad que revela la fragilidad de la existencia, de los sentimientos y de los anhelos.

Llegada a una tierra dura y aislada que la recibe con el mismo desprecio que la mujer muestra hacia ella, Karin aparece encerrada en la isla, en las laberínticas callejuelas del poblacho donde ha ido a parar por desesperación, entre las miradas de unos nativos que constituyen una comunidad fuertemente conservadora y represiva. Hasta las puertas de la casa oponen resistencia. Por su parte, ella, superviviente del horror, también carga con unas heridas y unos pecados que la han convertido en una experta en la mentira, en una manipuladora que trata de abrirse camino pasando por encima de los demás, en este caso una gente vapuleada por una batalla eterna en la miseria y aun así resistente hasta lo heroico.

Hay un juego con la identificación del espectador con los personajes. No sería exagerado decir que en otra película, con otro punto de vista, a la desdichada Karin podrían meterla en el vestido de la femme fatale. El hecho de que la encarne Ingrid Bergman, una estrella internacional en medio de actores amateurs, refuerza esa naturaleza de cuerpo extraño, de colisión entre dos mundos por completo diferentes.

         Aunque los cruces entre obra y realidad no terminan ahí. Exponente del diálogo del cine con la sociedad, la propia actriz experimentaría en sus carnes la fuerza de la censura colectiva a raíz del escándalo de su romance extramatrimonial con Rossellini, que entre otras cuestiones le costaría la condena de la iglesia luterana en Suecia y de la católica; la declaración de persona non grata en Estados Unidos y la consecuente interrupción de su carrera en Hollywood, así como la desfavorable recepción del filme, con proclamas públicas en su contra incluidas.

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Nota IMDB: 7,3.

Nota FilmAffinity: 7,5.

Nota del blog: 7,5.

El viaje a ninguna parte

26 Jun

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Año: 1986.

Director: Fernando Fernán Gómez.

Reparto: José Sacristán, Fernando Fernán Gómez, Juan Diego, Gabino Diego, Laura del Sol, Nuria Gallardo, María Luisa Ponte, Simón Andreu, Miguel Rellán, Emma Cohen, Agustín González, Carmelo Gómez.

Tráiler

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          El viaje a ninguna parte es el crepúsculo del hijo de un semidiós menor y olvidado. «¡Hay que recordar!», sentencia el hombre abatido, mientras Los Panchos le aconsejan que es preferible olvidar que se sufrió. El viaje a ninguna parte es un acto de amor a un oficio, engastado en una historia que, como las piezas que representan los actores, es tan auténtica como fantasiosa. «Una de esas comedias que hacen llorar», se deja caer en cierta escena. La representación como sublimación de una realidad hostil y despiadada. La función de la vida. «El único error de Dios fue no haber dotado al hombre de dos vidas: una para ensayar y otra para actuar», que lamentaba Vittorio Gassman. Las mejores interpretaciones que evoca el histrión se sitúan fuera de ese escenario montado con cuatro sillas y un decorado roído sobre las tablas de cualquier bar, cualquier círculo de villorrio, cualquier cuadra.

          El viaje a ninguna parte recorre unas memorias tan sentimentales como poco fiables. Fernando Fernán Gómez, autor del serial radiofónico original, de la novela posterior, del guion adaptado y de la dirección de la película, amén de secundario destacado y líder espiritual de un reparto sabio y preciso -a excepción del bisoño y disonante Gabino Diego-, expresa este desconcierto y contradicción mental mediante caótica música jazz. Su estridencia se contrapone con esos recuerdos plasmados en fotogramas crepusculares, de ocres suaves y apagados; tan mortecinos como los pueblos castellanos que transita, casi vagabundea, una troupe de actores itinerantes que es tan compañía artística como familia literal, tan pobre como esa tierra agotada y mezquina de posguerra. Y hablan de la miseria con cierta melancolía, con el inevitable dolor por un pasado que se fue. La voz de la sangre apagada a hambre y palos, desterrada por otros entretenimientos quizás superiores técnicamente, pero menos humanos, menos personales en su disfrute. «¡Me cago en el padre de los hermanos Lumière!», se maldice frente al rival, que luce sobrenombre de archivillano de folletín: El Peliculero.

          Hay una empatía elemental en su relato tierno, doliente y agónico. Carlos Galván, hijo y nieto de Galvanes, es, como mucho, un extra supernumerario dentro de la gran obra del mundo. Los protagonistas de esta se cuentan con los dedos de las manos, y son divas también desbordadas por sus propias flaquezas humanas. «¿Por qué no sueñas, no tienes ilusiones?», le reprocha sorprendido a su amante. El único refugio es mentir, fabular, interpretar, frente a una realidad que amenaza con aplastarnos. Todos emprendemos un viaje a ninguna parte, pues la existencia, como reflexionaba Hamlet -a quien Galván nunca encarnó-, no es más que un cuento contado por un necio, lleno de ruido y de furia, que no significa nada.

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Nota IMDB: 7,6.

Nota FilmAffinity: 7,7.

Nota del blog: 8.

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