Archivo | agosto, 2020

Abou Leila

31 Ago

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Año: 2019.

Director: Amin Sidi-Boumédiène.

Reparto: Slimane Benouari, Lyès Salem, Azouz Abdelkader, Fouad Megiraga, Meriem Medjkrane, Hocine Mokhtar, Samir El Hakim.

Tráiler

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         En Abou Leila, lo entresoñado, o lo alucinado por una mente desquiciada, es más elocuente que una realidad que, como sostiene la narración, también se la han apropiado los locos que se abren las vísceras los unos a los otros en nombre de a saber qué peregrina razón. Y las evocaciones del protagonista, que brotan entre lisergias oníricas, le recuerdan que, para hacerse hombre, ha de cometer un sacrificio sangriento. Dios así lo quiere, Dios así lo manda.

         Estas escenas se constituyen como fugas que podrían arrojar pistas acerca del enigma que envuelve la obsesiva expedición hacia el desierto de dos amigos. Son policías de la Argel reventada por el terrorismo de la Década Negra argelina, un contexto cuya naturaleza ha quedado antes definida por medio de una magnífica escena introductoria, con un soberbio manejo de la tensión y en la que los continuos aunque suaves y coordinados movimientos de cámara introducían ya una leve sensación de irrealidad a un asesinato frío, cruel pero acaso torpe, en el cual el verdugo muestra asimismo una inopinada expresión de desolación, de pérdida, de culpa. Nadie sabe bien lo que hace.

Abou Leila navega entre géneros: la road movie delirante, la intriga policíaca, el drama psicológico. La información es inexistente o, de haberla, dudosa. Aunque es suficiente para proseguir el camino por la fuerza del hipnotismo.

         «Ha tenido suerte», espeta un curtido patrullero acerca de la muerte de un niño en un terrible accidente de tráfico, en mitad del sur perdido. Ni mil años de terrorismo igualarían la catástrofe en bucle que él testimonia cada día. Por el terrorismo, por la pobreza, por el desastre, Abou Leila se lamenta sobre generaciones enteras inmoladas en la irracionalidad, en el sinsentido. Es una de las etapas que atraviesan los amigos mientras persiguen un fantasma que se manifiesta a través de la tragedia omnipresente. Argelia está atestada de Abou Leilas. La atmósfera es espectral, febril, mortecina, hostil, luctuosa. Es así tanto por el estado mental de los personajes como por el estado político y social del país que habitan. La violencia se olisquea en el aire, está solapada, como concentrándose, a punto de estallar en cualquier momento.

         Cuando parece que por fin se ha dado con una pista cierta, el filme se muda por completo al punto de vista del hombre demenciado por el trauma y, con ello, se sumerge de lleno en el surrealismo alegórico, en ese territorio abstracto donde vaga un individuo que tan solo quiere reparar el mal con lo que está en su mano. Un sacrificio personal, un grito de inocencia en un país de culpables.

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Nota IMDB: 5,8.

Nota FilmAffinity: 6,2.

Nota del blog: 7,5.

La vida de bohemia

27 Ago

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Año: 1992.

Director: Aki Kaurismäki.

Reparto: Matti Pellonpää, Evelyne Didi, André Wilms, Kari Väänänen, Christine Murillo, Jean-Pierre Léaud, Jean-Paul Wencel.

Tráiler

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          Podría trazarse un paralelismo entre el cine de Aki Kaurismäki y los cuadros del pintor albanés de La vida de bohemia, concebidos desde un estilo naif que rompe con las perspectivas y proporciones del realismo para crear retratos y escenas especiales, tiernos y cálidos, aunque también un tanto estrafalarios y patéticos en su deformación de la imagen.

Desde esta óptica tan particular como reconocible, el cineasta finlandés se adueña de las Escenas de la vida bohemia, de Henri Murger, para adentrarse en las aventuras de un pintoresco terceto de artistas -un escritor, un pintor y un músico- que comparten penurias y esperanzas en la París contemporánea mientras tratan de sacar adelante su arte. Las recogerá en un blanco y negro que, en determinados planos, llega a jugar con un expresionismo que confiere un toque tétrico a este escenario en el que no terminan nunca de desprenderse de la miseria.

          Kaurismäki observa con cariño el devenir de sus criaturas, pero también ejerce de cruel titiritero sometiéndolos a las andanadas de una suerte esquiva y burlona. Siguiendo los cánones del autor, los personajes asumen su situación con un estoicismo fatalista que, desde la actuación, se plasma en una languidez expresiva que, de tan marcada, alcanza un entrañable punto cómico; el mismo que se emplea en determinadas sentencias que definen su relación con la sociedad, de la cual se hace un subrepticio y doliente comentario crítico.

De esta manera, el surrealismo se filtra a través del diálogo y de los detalles, los cuales acaban de dinamitar cualquier pretensión de naturalismo. Pero ello no es óbice para que, dentro de ese fino y melancólico talante irónico, el director componga fotogramas de fuerza pictórica o que establezca rimas argumentales mediante símbolos -los ramos de flores, por ejemplo- que dotan de lirismo a la narración. Al mismo tiempo, rinde pleitesía al arte, con cameos de Samuel Fuller y Louis Malle.

          Enredados en esta atmósfera, el relato dibuja el repentino ascenso e inevitable caída -sino del bohemio- de tres individuos que se asocian para capear las servidumbres de un mundo materialista e insensible, del que tratan de extraer todo el jugo mientras las cartas les vengan bien dadas -una comilona, un pequeño triunfo, la superación de unos apuros crematísticos que por fin les permita trabajar «en serio», un romance que dé motivación y sentido a la vida-.

          Casi dos décadas después, Kaurismäki se reencontrará con Marcel Marx en El Havre.

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Nota IMDB: 7,7.

Nota FilmAffinity: 7,6.

Nota del blog: 7,5.

Tabú

26 Ago

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Año: 1931.

Director: Friedrich Wilhelm Murnau.

Reparto: Matahi, Anne Chevalier, Hitu, Bill Bambridge, Ah Fong.

Filme

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         Robert Flaherty, el hombre que había consagrado el documental -género fundacional del cine- como un arte maduro e incluso rentable para los grandes estudios, había fracasado en su expedición en la Polinesia. Con Moana -encargada por la Paramount para comprobar las posibilidades de la fotografía pancromática- y Sombras blancas en los mares del sur chocaría con las imposiciones bien la productora, bien del codirector –W.S. van Dyke en el segundo caso-, lo que abarcará incluso la remodelación del filme en la sala de montaje. Después de no poder llevar a buen puerto un trabajo sobre los pueblos primigenios de Norteamerica, Flaherty conocería, a través de su hermano, a F. W. Murnau, quien, emigrado a Hollywood, venía de encadenar un par de pinchazos con Los cuatro diablos y El pan nuestro de cada día. Juntos, decidirían buscar la aventura en el paraíso: Bora Bora.

         Tabú tomó cuerpo a partir de la experiencia en la zona del documentalista, que junto al cineasta germano y al director de fotografía, Floyd Crosby, serían los únicos miembros occidentales y profesionales del equipo de rodaje en aras de recortar los costes de una producción que estaba resultando azarosa -de igual manera, se filmaría la obra en blanco y negro y no en color-. El resto serían lugareños, como explican los títulos de crédito para reivindicar la naturalidad del reparto. Así pues, Flaherty tomaría una leyenda local para dar cuerpo junto a Murnau al argumento de Tabú, un ejemplo tardío de cine mundo que el segundo desarrolla, como en El último, prácticamente sin intertítulos explicativos. Esta sería la primera derrota del documentalista, puesto que el relato quedaría, a su juicio, demasiado occidentalizado. La autoría de la película terminaría por pertenecer, casi por completo, a Murnau, que dominó la dirección arrinconando a su colaborador.

         Tabú narra una historia dividida en dos mitades: Paraíso y Paraíso perdido. La primera presenta la tragedia de dos jóvenes cuyo idilio se rompe por un amor prohibido a causa de las tradiciones seculares de la comunidad, mientras que la segunda describe su huida y adaptación a una isla ya sometida a la colonización del hombre blanco -si bien el principal malvado será chino, no europeo-. De esta manera, la tensión derivada de la lucha del ser humano contra una naturaleza sobrecogedora que empleaba Flaherty para dotar de dramatismo y romanticismo a su fundacional Nanuk, el esquimal, queda reemplazada en esta cinta, ambientada en un entorno benigno -uno de los elementos que precisamente habían restado pegada a Moana, localizada en Samoa-, por el enfrentamiento entre los deseos humanos y las imposiciones de la sociedad.

         El filme arranca mostrando a los nativos con planos heroicos, como si se tratara de héroes olímpicos que habitan el Edén sobre la Tierra, disfrutando de la abundancia de los mares, de la calidez del clima, del frescor de las cascadas. En camaradería, con el amor a flor de piel. Hasta con toques de comedia, como la riña entre muchachas celosas. La música de Hugo Riesenfeld redondea la excitación de la pesca o, adaptando a las imágenes el poema sinfónico de Bedřich Smetana sobre el río Moldava, otorga una fastuosidad romántica a los remeros polinesios. De ese bucolismo parte la contraposición trágica de un honor -el nombramiento de la chica como doncella sagrada de los dioses- que es al mismo tiempo condena.

Luego, el infortunio de los amantes a la fuga no alcanza tantas revoluciones por parte de la atmósfera, aunque medien desafíos como la corrupción de la inocencia del buen salvaje, las apariciones fantasmagóricas del perseguidor o el acecho de un tiburón como simbólico castigo divino. No obstante, destaca el contraste que se forma en la resolución de Tabú, entre el ímpetu desesperado del protagonista y la sencillez con la que, en un suave movimiento, se sella el destino de los enamorados, tremendamente conmovedor en la delicadeza con la que se expresa.

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Nota IMDB: 7,5.

Nota FilmAffinity: 7,8.

Nota del blog: 7,5.

Stromboli, tierra de Dios

25 Ago

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Año: 1950.

Director: Roberto Rossellini.

Reparto: Ingrid Bergman, Mario Vitale, Renzo Cesana, Mario Sponzo.

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         El Neorrealismo ya había explorado las comunidades de pescadores de la Sicilia remota. En La tierra tiembla, Luchino Visconti se adentraba en su vida cotidiana para formular, desde un talante documental, un manifiesto sociopolítico que, en mitad de un escenario sobrecogedor, enfrentaba con cierto aliento épico a explotados y explotadores. Stromboli, tierra de Dios también recoge desde el rigor documental las artes de pesca de los lugareños, pero Roberto Rossellini plasma ‘la mattanza‘, la tradicional almadraba de los atunes, como si de una liturgia se tratase, con sus cánticos ceremoniales, sus ritos propiciatorios y, como remate, con una oración de agradecimiento. Es decir, otra -y poderosa, por violenta y fascinante- vuelta de tuerca a los principios neorrealistas por parte de una película que concluye con el ruego a Dios de una mujer que choca de frente con lo sublime, contra esa belleza portentosa que es tan maravillosa como terrible.

         Al igual que La tierra tiembla, Stromboli es un filme situado a la altura de las personas que pueblan el extraordinario escenario natural que ofrece la isla eolia, coronada por la presencia turbadora del volcán que le da nombre. Así pues, siguiendo los preceptos de la corriente cinematográfica, la mayor parte del reparto la conforman actores no profesionales que emplean el dialecto local y que recrean sus usos y costumbres delante de la cámara, ataviados con su raído vestuario, sus toscos aperos y sus austeras viviendas.

Pero, como se decía anteriormente, hay un sesgo espiritual en las imágenes y en el drama que compone Rossellini, que, como en Alemania, año cero, sigue escarbando en las ruinas dejadas por la Segunda Guerra Mundial. A partir del azaroso matrimonio entre una refugiada lituana y un pescador siciliano, prisionero de guerra, el cineasta traza una reflexión acerca de las distintas prisiones que se habitan en vida, de la crueldad misma de la existencia, que bien puede expresarse a través de la lucha a muerte entre un hurón y un conejo.

         El autor romano retrata la isla desde esa sobriedad espartana, estoica, que promulgan las mujeres de Stromboli. Su aspereza, su esterilidad. El viento que azota sin piedad. La magnificiencia del volcán que todo lo somete, con un tiránico simbolismo fatalista. Por asimilación con el paisaje, las emociones de los personajes son igualmente arduas e inestables, amenazadas por una volatilidad que revela la fragilidad de la existencia, de los sentimientos y de los anhelos.

Llegada a una tierra dura y aislada que la recibe con el mismo desprecio que la mujer muestra hacia ella, Karin aparece encerrada en la isla, en las laberínticas callejuelas del poblacho donde ha ido a parar por desesperación, entre las miradas de unos nativos que constituyen una comunidad fuertemente conservadora y represiva. Hasta las puertas de la casa oponen resistencia. Por su parte, ella, superviviente del horror, también carga con unas heridas y unos pecados que la han convertido en una experta en la mentira, en una manipuladora que trata de abrirse camino pasando por encima de los demás, en este caso una gente vapuleada por una batalla eterna en la miseria y aun así resistente hasta lo heroico.

Hay un juego con la identificación del espectador con los personajes. No sería exagerado decir que en otra película, con otro punto de vista, a la desdichada Karin podrían meterla en el vestido de la femme fatale. El hecho de que la encarne Ingrid Bergman, una estrella internacional en medio de actores amateurs, refuerza esa naturaleza de cuerpo extraño, de colisión entre dos mundos por completo diferentes.

         Aunque los cruces entre obra y realidad no terminan ahí. Exponente del diálogo del cine con la sociedad, la propia actriz experimentaría en sus carnes la fuerza de la censura colectiva a raíz del escándalo de su romance extramatrimonial con Rossellini, que entre otras cuestiones le costaría la condena de la iglesia luterana en Suecia y de la católica; la declaración de persona non grata en Estados Unidos y la consecuente interrupción de su carrera en Hollywood, así como la desfavorable recepción del filme, con proclamas públicas en su contra incluidas.

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Nota IMDB: 7,3.

Nota FilmAffinity: 7,5.

Nota del blog: 7,5.

El nadador

19 Ago

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Año: 1968.

Director: Frank Perry.

Reparto: Burt Lancaster, Janice Rule, Janet Landgard, Tony Bickley, Marge Champion, Bill Fiore, Kim Hunter, Nancy Cushman, Joan Rivers.

Tráiler

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         «¡Qué maravilloso día!», se regocija el señor Merril, acariciado por el sol de verano, refrescado por las aguas límpidas, deslumbrado por el colorido de una vida festiva, mientras alumbra la fantasía de regresar a casa atravesando el condado de piscina y piscina. El cuerpo atlético, magnífico; la sonrisa de porcelana coronando una mandíbula orgullosa.

El nadador es una alegoría sugerida desde la atmósfera, donde el escenario es en realidad una traslación del estado interior del personaje principal. Esta idea pletórica de un satisfecho habitante de los suburbios estadounidenses es la que predomina durante la mayor parte del metraje, pero contrasta abruptamente con la introducción que se deslizaba durante los títulos de créditos. Porque, ¿de dónde demonios viene este hombre en bañador? Los fotogramas se abren en una naturaleza otoñal y enmarañada, donde la paz se rompe al paso de este individuo enigmático, al que se oculta en este primer instante. Las notas iniciales de la banda sonora suenan incluso siniestras, y pasan a ser melancólicas hasta que prorrumpe el primer chapuzón, que da pie a música de cóctel y a un amistoso martini al final del largo.

         El nadador es un viaje sobriamente delirante en una época donde el cine muestra a un país que, atormentado por las dudas acerca de sus valores idiosincráticos, emprendía su propio viaje existencialista en busca de su esencia, de su destino, de su alma. En este sentido, el río que simboliza la línea de la vida queda encofrado en forma de piscinas. La artificialidad de este American Way of Life y sus nociones fundamentales -el éxito por el materialismo, el clasismo, la egolatría…- es uno de los ejes centrales de El nadador, que emplea el misterio del protagonista, dosificado a través de encuentros, encontronazos, confesiones y gestos, como ariete con el que arremeter contra las idílicas vallas de estas ostentosas residencias donde se atrinchera, sepultada tras un estupor etílico, una miríada de criaturas frívolas. Un autoproclamado explorador que redescubre una nación deformada hasta lo irreconocible; una existencia desarraigada, alienada y frustrada hasta el absurdo, el vacío, el terror. El sueño y la pesadilla.

El presunto realismo con el que se retrata este ambiente social está tiznado no obstante de un inquietante surrealismo que nace desde esa extraña introducción y que, visualmente, queda de manifiesto en la textura onírica que impregna algunos tramos del camino del señor Merril, en especial el que comparte en compañía de una joven que sirve para trazar la metáfora del lacerante y desesperado final de su juventud. La alegoría de El nadador no es sutil en muchas ocasiones, pero, en cualquier caso, el sentido del patetismo con el que la expresa posee una fuerza aniquiladora.

         El pasado del señor Merril se filtra y gotea a través de fragmentos del pasado y de alusiones veladas a su presente. Su acumulación va trazando un crescendo amenazador. Los primeros planos sobre las emociones que encarna Burt Lancaster, idóneo para el papel, son insistentes -como lo será especialmente una última escena excesiva en su regodeo con las conclusiones- para mostrar su progresivo desconcierto, así como los interrogantes que embargan su carácter, esa tragedia que acecha. Su transitar entre propiedades y piscinas se refleja en imágenes cada vez más frías, con más sombras, que dejan al personaje lejano en el plano; solo, cojitranco, desorientado.

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Nota IMDB: 7,7.

Nota FilmAffinity: 7,1.

Nota del blog: 8.

El señor de los anillos: El retorno del rey

16 Ago

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Año: 2003.

Director: Peter Jackson.

Reparto: Elijah Wood, Viggo Mortensen, Ian McKellen, Sean Astin, Andy Serkis, John Rhys-Davies, Orlando Bloom, Miranda Otto, John Noble, David Wenham, Bernard Hill, Dominic Monaghan, Billy Boyd, Liv Tyler, Karl Urban, Hugo Weaving, Cate Blanchett, Ian Holm.

Tráiler

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          En especial a partir de la consolidación de las plataformas de visionado en streaming, se ha acuñado una expresión, el ‘binge-watching’, para hacer referencia al consumo -aquí es un término apropiado- compulsivo de una serie. Un atracón de capítulos, literalmente, semejante al que mueve el alcohol o la comida rápida. Tengo la percepción personal de que en el entorno del cambio de siglo se despierta una fiebre comercial en el cine por la trilogía como elemento de prestigio que, posteriormente, con la evolución paralela del espectador y sus gustos, ha ido mutando en la construcción de sagas que van incluso más allá. Hacia un cine serializado, con sus etapas de presentación, de trámite entre historias e incluso de anuncios infiltrados de próximas entregas, como acostumbra a hacer Marvel.

El señor de los anillos: Las dos torres era, en sí mismo, un nudo medio disimulado por una batalla épica final y al que se trataba de otorgar entidad propia, justificación como cinta de estreno, a través de un exagerado minutaje, hasta el punto de que solo le faltaba el cartel de «continuará» para perder definitivamente su categoría de película autónoma. Es decir, que tal y como está organizada narrativamente la trilogía cinematográfica, esta puede plantearse como un único filme troceado en tres partes que, en consecuencia, puede -o en el fondo debe- disfrutarse de una sentada, de igual manera que cualquier otro de hora y media. Y, habiendo vuelto a ver las tres películas espaciando un capítulo por día, no tengo claro que esta concepción le beneficie; más bien lo contrario. La espera impaciente de un año, el deseo de alcanzar la apoteosis en el enfrentamiento definitivo contra el mal, probablemente sea imprescindible para mantener alto el interés y los estímulos de ese espectador que, en muchos casos, era un fan con la incondicionalidad que por entonces, debido a la ausencia de las grandes redes sociales de microblogging, se daba casi por sobreentendida -si bien sucesos como las movilizaciones a finales de los ochenta por la elección de Michael Keaton como Batman ponen en tela de juicio esta idea-.

          El señor de los anillos: El retorno del rey culmina la trilogía con una orgía de millones y de óscares, a la altura de la pretendida espectacularidad, desbordada por hipertrofiadas imágenes de una fantasía reconstruida al peso, con la que Peter Jackson abordaba la obra de J.R.R. Tolkien. Y después de todo este camino, aunque este epílogo tiene escenas en las que vuelve a aguijonear la tensión -sobre todo si se padece aracnofobia-, se alcanza ya el empacho de ciudades construidas sobre la insípida nada del chroma ante las cuales las batallas de ejércitos empiezan a ser reiterativos en concepción y efectos, por más que varíen las criaturas implicadas -los olifantes aún tienen un pase-.

De la misma forma que se puede sentir el vacío sobre el que se asientan los decorados, por el trayecto se ha perdido también la emoción y el sentimiento -e incluso la pasión de Jackson como contador de historias- que brotaban incipientes en La comunidad del anillo. Sustentadas sobre personajes planos que declaman con estilo engoladamente literario, dramas como los anhelos románticos de Eowyn o los conflictos paternofiliales del senescal de Gondor terminan por ser poco menos que postizos prescindibles, mientras que elementos fundamentales del relato, como la amistad y fidelidad de Sam y Frodo hasta las últimas consecuencias, el pulso enfermizo de este último con el lado oscuro o la tragedia de Gollum -a la que se le confiere especial interés de la mano de la introducción-, son más redundantes que profundas o, desde luego, complejas.

          Obviamente conviene guardar las debidas distancias por las diferencias de formato y espacios, pero regresando a ese mundillo paralelo de las series y el ‘binge-watching’, otra fantasía medieval tan popular e influyente como esta, Juego de tronos, precisamente jugaba muy bien sus cartas, espoleando incluso su aliento épico, a partir de un retrato de caracteres en el que los encuentros entre contrarios, organizados como ‘buddie movies’ itinerantes, adquirían una importancia crucial. La relevancia de que los personajes importen porque, dentro de la lógica que rige su universo, se les percibe auténticos, vivos y sintientes.

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Nota IMDB: 8,9.

Nota FilmAffinity: 8,2.

Nota del blog: 6.

El señor de los anillos: Las dos torres

15 Ago

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Año: 2002.

Director: Peter Jackson.

Reparto: Elijah Wood, Viggo Mortensen, Ian McKellen, Sean Astin, Andy Serkis, John Rhys-Davies, Orlando Bloom, Bernard Hill, Miranda Otto, David Wenham, Dominic Monaghan, Billy Boyd, Christopher Lee, Liv Tyler, Karl Urban, Brad Dourif, Hugo Weaving, Cate Blanchett, Craig Parker.

Tráiler

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        La falta de autonomía entre las tres partes en las que Peter Jackson repartió El señor de los anillos damnificó particularmente a Las dos torres, que dentro de que evoluciona hacia un desenlace apoteósico -la batalla del Abismo de Helm- no deja de traslucir cierta naturaleza de episodio de transición entre el descubrimiento de este mundo fantástico de la Tierra Media y la resolución épica de su argumento.

        Con la disolución de la comunidad del anillo, el relato de Las dos torres segmenta sus puntos de vista -el peso de la responsabilidad de Frodo y Sam; la redención de los hombres de Aragorn, Legolas y Gimli; la reivindicación de Merry y Pipin- preparando su confluencia final en El retorno del rey. Y, entretanto, incluso la trama que concentra un mayor grado de acción, la de Rohan, no consigue desprenderse del todo de ese carácter de calentamiento, de que, si el original se hubiera sintetizado en menos metraje, podría haberse prescindido prácticamente de toda ella. En este sentido dramático, Las dos torres se beneficia de la irrupción de uno de los personajes más carismáticos de la obra, Gollum, si bien su desarrollo, como ocurre con el resto de los personajes, es de una sencillez elemental que, en definitiva, desaprovecha en buena medida su tragedia.

        A pesar de esa alternancia entre aventuras paralelas, la narración es más lánguida y por momentos espesa, en parte porque la ampulosidad visual que despliega Jackson, quizás como único o cuanto menos como principal rasgo de identidad estilística, comienza a pasar factura en su sobrevuelo de escenarios digitales que, cerca de dos décadas después, han perdido su capacidad para impresionar. No hay más que compararlos con las montañas neozelandesas que, en determinados planos, llega a minimizar a semejantes personajes. El guion trata de hacer acopio de sentencias de rimbombancia literaria que resuenan tan forzadas e incluso absurdas como su contraste: esas incursiones de humor de saldo que ya incordiaban en la entrega inaugural, aquí concentradas en el enano.

Por todo ello, da la impresión de que Jackson trata de alcanzar la importancia mediante la acumulación. Una acumulación que, además, como ejemplifican los movimientos de masas, está hipertrofiada digitalmente, que en realidad es nada.

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Nota IMDB: 8,7.

Nota FilmAffinity: 8.

Nota del blog: 5,5.