Tag Archives: Magreb

Abou Leila

31 Ago

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Año: 2019.

Director: Amin Sidi-Boumédiène.

Reparto: Slimane Benouari, Lyès Salem, Azouz Abdelkader, Fouad Megiraga, Meriem Medjkrane, Hocine Mokhtar, Samir El Hakim.

Tráiler

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         En Abou Leila, lo entresoñado, o lo alucinado por una mente desquiciada, es más elocuente que una realidad que, como sostiene la narración, también se la han apropiado los locos que se abren las vísceras los unos a los otros en nombre de a saber qué peregrina razón. Y las evocaciones del protagonista, que brotan entre lisergias oníricas, le recuerdan que, para hacerse hombre, ha de cometer un sacrificio sangriento. Dios así lo quiere, Dios así lo manda.

         Estas escenas se constituyen como fugas que podrían arrojar pistas acerca del enigma que envuelve la obsesiva expedición hacia el desierto de dos amigos. Son policías de la Argel reventada por el terrorismo de la Década Negra argelina, un contexto cuya naturaleza ha quedado antes definida por medio de una magnífica escena introductoria, con un soberbio manejo de la tensión y en la que los continuos aunque suaves y coordinados movimientos de cámara introducían ya una leve sensación de irrealidad a un asesinato frío, cruel pero acaso torpe, en el cual el verdugo muestra asimismo una inopinada expresión de desolación, de pérdida, de culpa. Nadie sabe bien lo que hace.

Abou Leila navega entre géneros: la road movie delirante, la intriga policíaca, el drama psicológico. La información es inexistente o, de haberla, dudosa. Aunque es suficiente para proseguir el camino por la fuerza del hipnotismo.

         «Ha tenido suerte», espeta un curtido patrullero acerca de la muerte de un niño en un terrible accidente de tráfico, en mitad del sur perdido. Ni mil años de terrorismo igualarían la catástrofe en bucle que él testimonia cada día. Por el terrorismo, por la pobreza, por el desastre, Abou Leila se lamenta sobre generaciones enteras inmoladas en la irracionalidad, en el sinsentido. Es una de las etapas que atraviesan los amigos mientras persiguen un fantasma que se manifiesta a través de la tragedia omnipresente. Argelia está atestada de Abou Leilas. La atmósfera es espectral, febril, mortecina, hostil, luctuosa. Es así tanto por el estado mental de los personajes como por el estado político y social del país que habitan. La violencia se olisquea en el aire, está solapada, como concentrándose, a punto de estallar en cualquier momento.

         Cuando parece que por fin se ha dado con una pista cierta, el filme se muda por completo al punto de vista del hombre demenciado por el trauma y, con ello, se sumerge de lleno en el surrealismo alegórico, en ese territorio abstracto donde vaga un individuo que tan solo quiere reparar el mal con lo que está en su mano. Un sacrificio personal, un grito de inocencia en un país de culpables.

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Nota IMDB: 5,8.

Nota FilmAffinity: 6,2.

Nota del blog: 7,5.

Papicha, sueños de libertad

12 Ago

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Año: 2019.

Directora: Mounia Meddour.

Reparto: Lyna Khoudri, Shirine Boutella, Amira Hilda Douaouda, Zahra Manel Doumandji, Yasin Houicha, Marwan Zeghbib, Samir El Hakim, Amine Mentseur, Aida Ghechoud, Meriem Medjkrane, Nadia Kaci.

Tráiler

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         Dos amigas se escapan de un centro, saltando por una ventana y cortando la alambrada, mientras el almuecín llama la oración y se oye radiar un partido de fútbol. Desde su arranque, Papicha, sueños de libertad sirve la metáfora que resume el drama de Nedjma, una estudiante argelina que aspira a convertirse en diseñadora de moda en un momento, los años noventa, en el que el país magrebí amenaza con estallar en mil pedazos bajo el sangriento empuje del fundamentalismo islámico.

El símbolo obvio del muro será recurrente a lo largo de una película en la que Mounia Meddour, quien sufrió el exilio con su familia durante esta denominada Década negra y que debuta aquí en el largometraje de ficción, arde en voluntad de denuncia. Tanto que, asegurando inspirarse muy libremente en hechos reales, termina por formularla de manera artificiosa. De tan guapas, orgullosas, alocadas y valientes, las escenas que protagonizan Nedjma y sus amigas, en la plenitud de su inocencia y su pujanza adolescente, se transforman en anuncios o videoclips. El lirismo que trata de alcanzar los planos más íntimos, acariciando la piel de las chicas, suena algo sobado y convencional.

Es verdad que la cineasta lo emplea para lanzar su arsenal por contraposición -la alegría frente la opresión, la modernidad frente al arcaísmo, las imágenes luminosas frente a los oscuros hiyabs de ese grupo de asalto femenino que es hasta un poco ridículo en sus acciones, el contrapicado hacia el novio durante la discusión… la amistad absoluta frente a la desgarradora violencia, en definitiva-; aunque también lo hará por aplastamiento -a las imposiciones que intentan aplicar los integristas se le suma otras formas de opresión machista como el acoso callejero, los abusos sexuales, el maltrato, los matrimonios concertados…-, hasta conformar un agobiante asedio que cerca a la protagonista.

         La falta de finura y el talante discursivo, que ata demasiado a los personajes a lo que quiere decir el mensaje -si bien se compensa en parte con la convicción que le ponen las actrices-, puede restarle emoción a un tema que, sea como fuere, no deja de ser muy impactante, también por las implicaciones que sus imágenes trazan con el presente. Igualmente, hay citas al pasado, a la guerra anticolonialista contra Francia, que precisamente tiene una pieza de la vestimenta, el haik, como emblema de la lucha.

Desde la dirección y la escritura, Meddour dibuja una mirada doliente, que defiende su sentir nacional, tanto verbalizándolo como a través de elementos alegóricos, ya que el desfile que pretende realizar la joven contra viento y marea se basa en vestidos confeccionados con esa misma prenda tradicional. Asimismo, y sin perder la coherencia con la tragedia contra la que se rebela, lanza una mirada esperanzada al futuro, fundada sobre una sororidad por encima de todas las cosas y todas las atrocidades, oasis de humanidad frente a lo inhumano.

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Nota IMDB: 7.

Nota FilmAffinity: 7.

Nota del blog: 6,5.

Flesh Out (Il Corpo della Sposa)

19 Nov

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Año: 2019.

Directora: Michela Occhipinti.

Reparto: Verida Beitta Ahmed Deiche, Amal Saad Bouh Oumar, Sidi Mohamed Chinghaly, Aminetou Souleimane, Aichetou Abdallahi Najim.

Tráiler

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         A Verida la quieren gorda y con estrías, de ahí su obligación de hacer diez comidas al día. Documentalista italiana que estrena con Flesh Out su primer largometraje de ficción, Michela Occhipinti escoge la tradición mauritana del leblouh o gavage -la alimentación forzada de la futura esposa de un matrimonio concertado para que satisfaga los apetitos físicos de su marido- a fin de, por oposición, dar cuerpo a una denuncia de las servidumbres estéticas de la mujer. Es decir, una cuestión de belleza o de prestigio social que en Occidente puede identificarse, entre otros, con la delgadez -como también se le muestra a la protagonista en determinados elementos que aparecen en pantalla, como las muñecas o los reclamos publicitarios-, y que no es más que la manifestación autóctona y actual de un asunto universal, con sus rasgos particulares en cada lugar y cada tiempo -el corsé, los pies de loto, los cuellos de jirafa, el burka, el estrabismo, los lóbulos hiperextendidos…-.

         Flesh Out mira desde el comienzo a los ojos del espectador, a quien acerca literalmente a la cotidianeidad de Verida a través de planos cortos, instalados en sus espacios íntimos, en su expresión emocional. Este mismo recurso se adentra igualmente en las sensaciones que produce la comida que, constantemente, se le sirve a Verida. La insistencia de esos planos tan directos, tan físicos, con idéntica presencia del sonido, son útiles para sentir como propio el empacho de esa joven a la que atiborran sin piedad.

Occhipinti -que también coescribe el guion junto a Simona Coppini– traza un relato costumbrista en el cual, al mismo tiempo, trata de ser rigurosa alejándose de construcciones planas de personajes, juicios a priori y estereotipos propios de una mirada europea o, cuanto menos, condescenciente y paternalista -no por casualidad, la biografía de la directora la acredita como una persona de mundo por pleno derecho-. Dispuestas sobre este texto no excesivamente complejo o sorprendente pero sí solvente y honesto, son decisiones que le otorgan viveza y autenticidad al retrato femenino, logrando obtener una empatía natural sin recurrir a efectismos y manteniendo siempre de fondo, reconocible en su universalidad, ese conflicto entre hacerse aceptar y aceptase a uno mismo.

         Pero Occhipinti, más allá del realismo sobre el que se asienta la narración, cuida igualmente la elaboración de los fotogramas, lo que llega a su culmen en un fantástico plano de clausura donde la demostración de potencial estilístico permite a su vez rebajar el manido melodramatismo del desenlace.

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Nota IMDB: 6,9.

Nota FilmAffinity: -.

Nota del blog: 6,5.

Mercenarios sin gloria

9 May

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Año: 1969.

Director: André de Toth.

Reparto: Michael Caine, Nigel Davenport, Nigel Green, Harry Andrews, Aly Ben Ayed, Enrique Ávila, Takis Emmanuel, Scott Miller, Mohsen Ben Abdallah, Mohamed Kouka, Bridget Speet.

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         Tanto el original Play Dirty («juega sucio») como el adaptado Mercenarios sin gloria son dos excelentes títulos para el último filme en el que el director André de Toth aparecería acreditado. Aunque el primero de ellos lo impugne el coprotagonista, que sostiene que él solo «juega seguro».

Mercenarios sin gloria es una cinta que se sitúa en el bélico sucio y desmitificado de Doce del patíbulo o Los violentos de Kelly, ese que transforma la guerra -y uno una cualquiera, sino la Segunda Guerra Mundial, de las pocas con un villano histórico manifiestamente explícito- en cine criminal. En prácticamente una heist film protagonizada por gángsters, que es precisamente como el resto de regimientos denomina a los soldados del coronel Masters, empeñados en una misión suicida para dinamitar las reservas de petróleo del mariscal Rommel en mitad del Sáhara. Aunque, en realidad, como apunta certero el propio Masters, su catadura moral no es sino la representación de la esencia misma de la guerra.

         De principio, el proyecto iba a estar realizado por el francés René Clément, que se bajaría finalmente de la silla de director a causa del abandono de Richard Harris, que por su parte pegaría el portazo bien tras un encontronazo con el productor, Harry Saltzman, bien tras no aceptar someterse a un corte de pelo de estilo militar, según quien lo cuente. El asunto es que De Toth -que por entonces estaba sufragando su vejez a golpe de péplum italiano- recogería las riendas de un rodaje que, en cualquier caso, se ajustaba a la perfección a su temperamental desencanto, a su independencia marginal, a su interés profundo por los perdedores y a su tendencia a la subversión de los géneros cinematográficos. “Todo el mundo juega sucio alguna vez en su vida, así que ¿por qué no reconocerlo?”, declararía en cierta ocasión, como jugando con el rótulo de esta película.

         La forma en que el cineasta húngaro trata el relato es análoga a la del personaje que iba a interpretar Harris y que acabaría recogiendo la mirada leonina de Nigel Davenport. La perspectiva que aplica se sobrepone al horror dándolo por sentado, con una expresión de la violencia concisa y sin regodeos, distante pero contundente, como experto que era en el cine de acción.

Muestra de ello es, por ejemplo, el funcionarial montaje con el que despacha el entierro de unos soldados o la crudeza en el retrato del escuadrón que se lanza a la misión suicida, una banda de filibusteros, ladrones y violadores a los que, no obstante, tampoco se les concede el beneficio de la simpatía, más allá del carisma que pueda tener el líder oficioso de este grupo salvaje, quien actúa movido por un cinismo nacido de su análisis del comportamiento humano y que simplemente pretende sobrevivir en la locura -si acaso con unas libras extra en el bolsillo-. La escena de la tentativa de violación es otra evidencia de este descarnamiento que, de forma insólita, ofrece cierto contrapunto de humor patético a través de una elipsis que recuerda a las que posteriormente empleará Takeshi Kitano -muchas veces también con un trasfondo violento o cruel-.

Hay sarcasmo en el material la obra -el cambio del oponente contra el que combaten, el caricaturesco retrato de los mandos…-, y De Toth lo aplica sin contemplaciones y sin concesiones hacia nadie. De hecho, este tono antibelicista, falsamente ligero o irónico, tremendamente escamoso y violento en realidad, se mantiene en sus trece hasta el desenlace. Esperable, sí, pero por completo consecuente y, además, expresado de nuevo con una acertada sequedad. El paisaje, áspero y hostil, es buena metáfora de este estilo visual y su correspondiente lectura ideológica.

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Nota IMDB: 6,2.

Nota FilmAffinity: 6,8

Nota del blog: 7,5.

Mando perdido (Los centuriones)

12 Mar

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Año: 1966.

Director: Mark Robson.

Reparto: Anthony Quinn, Alain Delon, George Segal, Maurice Ronet, Claudia Cardinale, Michèle Morgan.

Tráiler

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          Mientras en la realidad exterior el Vietcong comenzaba a torcer a su favor la iniciativa de la Guerra de Vietnam, Mando perdido buceaba en los errores, las atrocidades y la inexorable derrota de los conflictos que recientemente, y aún por aquel entonces, los caducos imperios de la vieja Europa luchaban en unos territorios de ultramar inflamados de ardor anticolonialista.

Con el foco puesto en las cuitas de Francia en Indochina y Argelia, Mando perdido empotra además a un militar-historiador para proporcionar al espectador el juicio de la Historia, que es poco favorable para con el imperialismo occidental. Aunque, en una decisión que rebaja la tensión historicopolítica de la trama, el argumento traslada y resuelve estos asuntos desde una esfera individual, en un drama en el que quedan aprisionados un teniente coronel que afronta la última oportunidad de su carrera, el historiador que contempla con distancia crítica los acontecimientos y la tropa que, sin mayores consideraciones, se entrega a aquello que demanda sus vísceras.

          A partir de ahí, Mando perdido compone un escenario despedazado por múltiples e irreconciliables fracturas: la oposición entre colonizadores y colonizados -los antiguos hermanos de armas ahora enfrentados-, la imposibilidad de quebrantar los estamentos sociales -el hábil oficial de trinchera que se mueve como un pulpo en un garaje en los salones palaciegos-, la discusión entre el éxito marcial y el sentido de humanidad -las vistas gordas y los sapos por tragar en aras del cumplimiento de la misión-…

A medida que avanza la trama, la visión desencantada se cierne sobre el teniente coronel que encarna Anthony Quinn, contaminándolo de una ambigüedad sufriente y desesperada que es acorde a sus facciones, tan bastas como sensibles. Encarnación de la deriva de la guerra en barbarie, el relato lo aleja del hogar, de su naturaleza -la presentación bucólica y eufórica de la casa familiar; la destrucción del bastón-. Bajo la sombra de otros imperios perdidos y olvidados -la noción del Ozymandias de Percy Shelley que transmiten las ruinas romanas-, la suerte de los contendientes se dirime, pues, desde este punto de vista individual.

          El planteamiento es sugerente, aunque el drama no alcanza la debida potencia, en exceso rígido y con los dilemas del teniente coronel finalmente diluidos por la vorágine de esos mismos acontecimientos que condicionan su posición, paulatinamente relegado asimismo en favor del personaje de Alain Delon, más artificial.

El filme queda lastrado también por la falta de brío de sus escenas bélicas. El envejecimiento de su formulación queda en evidencia ante su comparación con ejemplos coetáneos como la furibunda La batalla de Argel, cuya fiereza queda enardecida, cabe reconocer, por las pavorosas resonancias contemporáneas de sus imágenes.

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Nota IMDB: 6,6.

Nota FilmAffinity: 5,9.

Nota del blog: 6.

Casablanca

2 Ago

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Año: 1942.

Director: Michael Curtiz.

Reparto: Humphrey Bogart, Ingrid Bergman, Claude Rains, Paul Henreid, Conrad Veidt, Sydney Greenstreet, S.Z. Sakall, Joy Page, Peter Lorre, Doodley Wilson.

Tráiler

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          Probablemente no haya película más socorrida que Casablanca cuando se pretende exponer un ejemplo del cine del Hollywood clásico. Casablanca es un pedazo aún vibrante del glamour del séptimo arte, de su capacidad para esculpir relatos, sentimientos y frases en la memoria colectiva, aunque sea para citarlas mal -ya saben, el célebre «tócala otra vez, Sam» que nunca se dijo-. Casablanca es el epítome del romanticismo de la fábrica de sueños, entendido tanto en su acepción amorosa, como en la estética, como en la idealista; valores absolutos, inspiradores e imperecederos, que perviven a través del paso del tiempo y de las generaciones. De hecho, su historia es la de un idealista descreído que recupera los rescoldos de la ilusión, de la esperanza en la humanidad y especialmente en sí mismo, gracias al amor. Cualquiera, en alguna fase de su existencia, ha compartido esa especie de autoexilio doliente que el cine localiza aquí en un escenario exótico el cual se convierte mágicamente en un purgatorio donde se reproduce el mundo en miniatura, encajonado entre la espada cada vez más próxima del nazismo y la promesa de libertad cada vez más lejana y más cara de los Estados Unidos, visado a Lisboa mediante. Un purgatorio dotado además de un oasis neutral en el que el placer se entremezcla sin solución de continuidad con la temible tensión del momento: el café de Rick.

Las casbas magrebíes habían demostrado su enorme potencial como refugio para marginales románticos en Pépé le Moko y su remake Argel -la relación de amistad y enfrentamiento entre el ladrón protagonista y el detective Slimane, sibilino e inteligente, es muy semejante a la que aquí desarrollan Rick Blaine y el prefecto de policía Renault-. Asimismo, un año antes del estreno del filme, esta ciudad del protectorado francés de Marruecos había sido el punto de desembarco de los aliados para enfrentarse al legendario general Erwin Rommel en el norte de África y punto de encuentro entre Winston Churchill y Franklin Delano Roosevelt para analizar la evolución de la guerra. Campo abonado, pues, para alimentar la apetencia de fantasía y aventura entre el público.

          Casablanca adaptaba una obra de teatro que había sido rechazada por Broadway y que, bajo el mando del productor de la Warner Brothers Hal B. Wallis, había sido trabajada por los guionistas Julius y Philip Epstein -luego reclamados por Frank Capra para participar con él en documentales de propaganda bélica-, y luego por Howard Koch, quien potenciaría el factor moral del conflicto, situado en un periodo en el que la vida humana está en venta, si es que acaso tiene algún valor. Se pueden trazar numerosos paralelismos entre la actitud individualista de Blaine y la tradicional tendencia aislacionista en asuntos internacionales de su país de origen, los Estados Unidos -en la realidad exterior ya traumáticamente volatilizada por el ataque a Pearl Harbor, pero aún vigente en el tiempo de la acción dramática, 1941-. «Yo no arriesgo el cuello por nadie», insiste en espetar el antiguo luchador de causas perdidas reconvertido en agrio hostelero. «Es una inteligente política exterior», le replica Renault con su habitual ironía, evidenciando el guiño.

A pesar de las numerosas manos que trataron el texto, modificado en buena medida sobre la marcha del rodaje -gran parte del mérito de componer una función coherente e intrigante se le atribuye al montador Owen Marks-, el guion de Casablanca enriquece una historia de dilemas emocionales y morales con unos diálogos punzantes, de colosal ingenio y capacidad expresiva, donde el cinismo de las sentencias lapidarias insufla la astucia viperina, la sensibilidad extenuada y el profundo desencanto que embarga, esencialmente, a los personajes que dominan el relato, Blaine y Renault, ensalzados por Humphrey Bogart y Claude Rains, respectivamente.

Su constante duelo psicológico, entre dobles sentidos, amenazas veladas y respeto manifiesto, es la sal que adereza -por lo general de una manera que supera lo simplemente complementario- el argumento romántico de Casablanca, punto de inflexión que dinamita el limbo en el que Blaine expía los demonios de su pasado, siempre ocultos, siempre misteriosos, siempre intuidos y comprensibles. De ahí que, en comparación, el flashback parisino que describe un amor entre cañonazos, arrasado por la inhumana vorágine del momento, sea menos convincente y parezca más acartonado. Igualmente, pese a lo recordado de su belleza triste, perfectamente contextualizada con el drama, uno encuentra a Ingrid Bergman un tanto fría, o quizás solo un poco desorientada por el atropellado devenir de la filmación.

        Rasgo fundamental del cine estadounidense, la mirada es un elemento expresivo de primer orden, perfectamente enmarcada por la labor de dirección de Michael Curtiz, amoldada a la narración aunque con sensibilidad en su composición, densa en atmósfera y visualmente elocuente, ejemplo del artesano talentoso al servicio de los estudios. Por medio de la mirada de los personajes, la representación de la esperanza -el avión que parte- es prácticamente equivalente a la representación de otro deseo desesperado -la presentación de Ilsa Lund-. De igual manera, tras la lengua ágil y venenosa de Blaine, los ojos llorosos de Bogart revelan una ternura que anhela aflorar de nuevo. Porque el relato moral de Casablanca apunta a un concepto de redención y dignidad al que se pretende llegar desde posiciones de una tremenda mezquindad, a veces tan humana -la negativa del antihéroe Blaine a proporcionar un pasaporte al heroico Victor Lazlo, la satrapía sexual que tiene montada Renault en el protectorado-, atravesando un deshielo que se potencia con notas musicales -el As Times Goes By, una de las canciones más conocidas de la historia del cine; la conmovedora Marsellesa que se impone al alarido marcial de los alemanes-, filantrópicas -el amaño del casino- y afectivas -la ‘reconquista’ de París-.

        «Debajo de ese caparazón de cinismo se esconde un sentimental», concluye Renault, experto observador del alma humana -y acaso por ello feroz oportunista adaptado al signo de los tiempos-, antes del comienzo de una hermosa amistad.

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Nota IMDB: 8,5.

Nota FilmAffinity: 8,4.

Nota del blog: 9.

La Atlántida

7 Jun

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Año: 1932.

Director: Georg Wilhelm Pabst.

Reparto (Versión en francés): Brigitte Helm, Pierre Blanchar, Jean Angelo, Tela Tchaï, Vladimir Sokoloff, Mathias Wieman.

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           La llegada del sonido al cine desencadenaría la que probablemente sea la primera gran ola de remakes del por entonces joven arte, que pretendía aprovechar este avance técnico para modernizar historias ya narradas en primera instancia. La Atlántida, adaptación de la novela de Pierre Benoit que ya había sido llevada al cine en 1921 por Jacques Feyder, es uno de estos casos, que además presenta otro de los rasgos recurrentes de este salto al sonoro: el rodaje simultáneo en diferentes idiomas -aquí francés, inglés y alemán- para adaptarse a las pantallas internacionales, ya que el lenguaje universal del silente, basado en la imagen y que tan solo exigía cambiar los carteles de los intertítulos, queda ahora reemplazado en buena medida por el poder expresivo de la palabra.

Con todo, después de que el propio Feyder descartase rehacer la obra, Georg Wilhelm Pabst, que asumiría las riendas del proyecto, despliega una estética que aún conserva notables reminiscencias del cine mudo, atento al rostro, a la gestualidad y a la capacidad atmosférica y sugestiva del fotograma. Aunque la sensación no es constante a lo largo del metraje, La Atlántida parece un ‘traum-film’, emparentado con la tradición fantástica centroeuropea, donde el relato se adentra en el terreno de lo soñado, en un universo fabuloso dominado por el influjo del eros y del tanatos.

La partida de ajedrez que diputan la reina-diosa Antinea (la icónica Brigitte Helm en las tres versiones) y el teniente Saint-Avit es pura sexualidad, amenizada por un coro de bailarinas eróticas que danzan al son de una música penetrante, ‘in crescendo’, acorde a los movimientos cada vez más rápidos de las piezas, del acoso de jaques de la mujer sobre el hombre, al que hechiza, somete y, metafóricamente, castra, domándolo como al guepardo que camina por su palacio. El episodio especialmente llamativo debido a la anticlimática ausencia de música que, en cambio, se producida en escenas pretéritas -el ataque de Tosterson-.

           En paralelo, también permanece siempre presente la ascendencia de los recuerdos y las admoniciones de una perdición inexorable, incluso heredada o predestinada de acuerdo con conexiones surrealistas -el cancán en el gramófono y en el teatro, los reflejos deformados, la sucesión de objetos tras la muerte-.

           Un triángulo amoroso, con la vampirización en uno de sus vértices y su dominación y rechazo respectivo -lo que deriva por su parte en otro hechizo a la inversa-, es el tema que se encuentra en el fondo de la aventura de La Atlántida, la cual se escenifica en un territorio legendario -o no-, oculto bajo las dunas del Sáhara -los últimos rincones del planeta inexplorados por el hombre blanco en un tiempo de inminente decadencia colonial, inmunes a su insaciable empuje conquistador-.

           Con independencia de la plasmación onírica o febril del relato -donde se admiten las abruptas elipsis, algunas de ellas subyugantes-, esta idea, al igual que el desarrollo argumental del filme en general, está construida de forma atropellada desde el guion, lo que le confiere a la película cierta irregularidad y hasta confusión narrativa. Su potencia, por tanto, procede de su inmersión en un cosmos alucinado -el carácter ambiguo y etéreo de Antinea y todo lo que se encuentra bajo su reino- y físico -la sed del desierto, la amenaza del bereber, la supervivencia, el deseo-; igualmente poético y tenebroso. El mitológico palacio de Antinea está recorrido por pasillos oscuros, todo ello dominado por su efigie omnipresente.

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Nota IMDB: 5,2.

Nota FilmAffinity: 6,2.

Nota del blog: 7.

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