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Signos de vida

11 Mar

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Año: 1968.

Director: Werner Herzog.

Reparto: Peter Brogle, Wolfgang Reichmann, Wolfgang von Ungern-Sternberg, Athina Zacharopoulou, Wolfgang Stumpf, Henry van Lyck, Julio Pinheiro, Florian Fricke.

Filme

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           La filmografía de Werner Herzog, personalidad disidente y marginal, nacía entregada a personajes disidentes y marginales. En su tercer cortometraje, The Unprecedented Defense of the Fortress Deutschkreutz, se encerraba en un viejo castillo junto a cuatro soldados a los que el constante estado de alarma, frustrado por una guerra que no llega nunca, conduce al absurdo de invadir un campo de trigo. Dos años después, Signos de vida, su debut en el largometraje, recoge estas pulsiones para trasladarlas a una isla del Dodecaneso a donde mandan de retiro temporal a un paracaidista alemán que esquivó la muerte durante un alto el fuego, aunque quedando gravemente herido.

Como sus antecesores, Stroszek vaga por la fortaleza de Kos acompañado de dos compañeros de ruinas y una muchacha griega con la que está prometido. Pescan, pintan puertas, hipnotizan gallinas, tratan de descifrar escrituras antiguas, ingenian trampas para cucarachas, descansan al tórrido sol del Mediterráneo… a la espera de un enemigo godotiano que no parece tener intención de combatir. De descargar un ataque catárquico, que es a juicio del protagonista el deseo de toda ciudad que se precie, anhelante de una apoteosis a partir de cuyas cenizas renacer.

           El de Signos de vida parece uno de esos escenarios donde Takeshi Kitano dispone a una serie de hombres malos que, desgajados por un momento de la sociedad en la que pecan, se retrotraen a la inocencia de la infancia para jugar mientras aún acecha, agazapada en el horizonte, la muerte inexorable. La tensa y melancólica calma antes de la tempestad. Solo que aquí esa ausencia final, esa frustración de las expectativas -aunque estas sean terribles-, es la que desmorona la psicología del personaje, quien ante la visión de un campo de molinos de viento -uno de esos «paisajes perturbados» que definía el escritor Bruce Chatwin-, se transforma también en un Quijote enloquecido a través de cuyas costuras estalla una vida de fracaso, desarraigo y nihilismo. Un estado de guerra interior que se declara hacia el exterior.

Es este giro, que llega después de un extenso adentramiento en la profunda apatía que contrae Stroszek a través de esa desidia cotidiana, el que descubre la naturaleza de esos antihéroes herzogianos quienes, presas de una megalomanía delirante y obsesiva, se enfrentan a un mundo hostil que los rechaza y degrada. Como el Lope de Aguirre que pretende conquistar su propio reino a espaldas de la Corona de España, como el Fitzcarraldo que desafía a una montaña para atravesarla con un barco y trasladar la ópera al corazón del Amazonas, como el Cobra Verde que abandona los sertones brasileños para intentar derrocar al rey de Dahomey.

           Intuitivo y autónomo, quizás todavía un tanto irregular o descompensado, Herzog da continuidad a rasgos documentales de anteriores trabajos, como esa voz en off de tono neutro que se rastrea también en otras nuevas olas de la época, mediante la cual rompe las convenciones narrativas de la ficción y aporta, con cierta tosquedad, apuntes psicológicos y explicativos. A la par, desarrolla rasgos que serán característicos en su obra, como ese lanzarse a explorar un paisaje al mismo tiempo crudo y onírico, solemne y pobre; por momentos surrealista. Tanto como esa aparición que es el autoproclamado rey de los gitanos o el militar que toca el piano en una destartalada estancia o la corona que trazan en la montaña los partisanos como único testimonio de su presencia o, en definitiva, como la resistencia de Stroszek contra todo, atrincherado en su fuerte mientras pugna por conquistar la ciudad y derribar el sol con fuegos artificiales.

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Nota IMDB: 7,2.

Nota FilmAffinity: 6,6.

Nota del blog: 7,5.

El secreto del libro de Kells

6 Mar

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Año: 2009.

Directores: Tomm Moore, Nora Twomey.

Reparto: Evan McGuire, Christen Mooney, Brendan Gleeson, Mick Lally, Liam Hourican, Paul Tylak, Paul Young, Michael McGrath.

Tráiler  

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          La etimología del verbo ‘ilustrar’ habla de iluminar, alumbrar, sacar a la luz. Incluso purificar con una especial intensidad. Ese es precisamente el tema de El secreto del libro de Kells, una película de animación, dibujada, que protagoniza un aspirante a ilustrador que mantiene viva la esperanza de que un humilde libro, elaborado con lo mejor de las cualidades humanas, pueda iluminar los tiempos oscuros en los que le ha tocado vivir: la Irlanda del siglo IX asediada por las razzias vikingas.

          Un contexto histórico que el relato aborda desde el conflicto entre la imaginación -la apertura al mundo mediante un entendimiento universal establecido a través del arte- y la cerrazón -las murallas, el enclaustramiento que da la espalda al mundo, ignorándolo ilusoriamente-. El contraste entre las tonalidades graves y cenicientas del poblado se contraponen a la claridad y el brillante cromatismo de un bosque en el que aún sobreviven las raíces paganas del país, de la tierra, arrinconadas por el cristianismo. El tercer elemento, los invasores, el Mal, son apenas sombras de ojos diabólicos.

          El estilo de la animación de El secreto del libro de Kells conecta con aquello a lo que homenajea: uno de los principales manuscritos ilustrados que ha sobrevivido desde la Edad Media, a lo que se suma el acervo cultural irlandés, su mitología y su simbología. Orgullosa y creativamente bidimensional, sin miedo a caer en una representación inusualmente abigarrada a consecuencia de ello. En la misma línea, el escenario queda poblado de siluetas hieráticas, compuestas por escasos trazos. En la manera en que cobran vida también se aprecian diferencias que distinguen personajes y roles, como se puede observar entre el estatismo monolítico del abad y la fluidez de movimientos del hada, espíritu romántico de la naturaleza.

El resultado posee enorme personalidad propia y un encomiable poder visual. Es, de hecho, el principal valor de una obra cuyo relato es quizás un tanto esquemático, quizás un tanto carente de profundidad o de densidad. Pero al fin y al cabo, es que esa iluminación, esa animación imaginada, es también el tema en sí mismo.

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Nota IMDB: 7,6.

Nota FilmAffinity: 7,1.

Nota del blog: 6,5.

Pacto de honor

2 Mar

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Año: 1955.

Director: André de Toth.

Reparto: Kirk Douglas, Walter Matthau, Elsa Martinelli, Diana Douglas, Walter Abel, Lon Chaney Jr., Eduard Franz, Harry Landers, Michael Winkelman, Elisha Cook Jr., Alan Hale Jr., Ray Teal, Frank Cady, William Phipps, Hank Worden.

Filme

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          En unos años en los que Estados Unidos veía tambalearse los derechos civiles y democráticos bajo la presión del infame Comité de Actividades Antiamericanas, Kirk Douglas, estrella del Hollywood que había sido mirado con lupa como presunto nido de rojos, estrenaba su productora, Bryna Productions, con Pacto de honor, una película que, dentro de su adscripción al cine de género, muestra un decidido compromiso con los valores humanos.

          Pacto de honor es un western antirracista que, al igual que ocurría con la polarizaciónde la sociedad estadounidense coetánea y de la geopolítica en tiempos de Guerra Fría, refleja un mundo trágicamente divido. No solo por la desconfianza y hostilidad entre los colonos que buscan su camino hacia Oregón y los indios recluidos en pequeñas reservas a fuerza de masacres, sino también por un país que, pese a su juventud y sus promesas de esperanza, sale de un enfrentamiento fratricida, la Guerra de Secesión, cuyos ecos todavía se dejan sentir en conversaciones y actitudes. El cainismo frente al entendimiento -integrado en el relato también desde una perspectiva romántica, a lo Flecha rota, considerado uno de los principales western de serie A estrenados tras la Segunda Guerra Mundial en desarrollar una mirada comprensiva hacia el indio-.

De este modo, el argumento matiza la conquista del Oeste desde una mirada crítica que sitúa en plano de igualdad a los sioux y su forma de vida, la cual André de Toth filma con respeto y dignidad. La misma solemnidad que otorga a los paisajes vírgenes del territorio, que captura en toda su majestuosidad pero impregnada de una nota de melancolía, de sentimiento de pérdida frente al avance de una civilización no siempre positiva con todo aquello de lo que se apropia -los nativos, la naturaleza-. El cineasta húngaro también entrega poderosas escenas como la del asalto al fuerte, envuelto en polvo y fuego, que sobresale en su tarea de ajustarse al lucimiento personal de Douglas.

          Aunque todo sonrisa prieta, Douglas encarna un personaje de cierta rugosidad, ya que a pesar de transitar entre ambos mundos es un superviviente conocido por el justificado apelativo de «matador de indios». El posicionamiento que, desde su ambigüedad de partida, adopta este protagonista, navegando entre intolerancias, fundamentalismos y egoísmos de diverso pelaje, es lo que va conformando el discurso de Pacto de honor, una primera muestra de la andadura que pretendía seguir Douglas como hombre de cine. Un camino que, en los años posteriores, traería consigo obras mayores como Senderos de gloria o Espartaco -en la que, como es sabido, se recuperará a Dalton Trumbo de las listas negras del mccarthismo-.

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Nota IMDB: 6,4.

Nota FilmAffinity: 6,3.

Nota del blog: 7.

El dilema

28 Feb

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Año: 1999.

Director: Michael Mann.

Reparto: Al Pacino, Russell Crowe, Diane Venora, Christopher Plummer, Philip Baker Hall, Lindsay Crouse, Debi Mazar, Colm Feore, Bruce McGill, Gina Gershon, Stephen Tobolowsky, Michael Gambon, Rip Torn, Cliff Curtis, Renee Olstead, Hallie Kate Eisenberg.

Tráiler

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         El protagonista, inquieto y desconfiado, entra en un despacho forrado de maderas nobles, a cuyo fondo le aguarda, repanchingado y condescendiente, el hombre poderoso que, a medida que avanza la conversación, va inclinándose sobre él, pronunciando veladas amenazas contra su persona y contra los suyos. Con el contraplano, el protagonista queda atrapado por ambos flancos, ya que a sus espaldas se ve un lugarteniente que no le quita ojo y, además, refrenda las advertencias de su superior. A pesar de cómo está planteada y planificada la escena, El dilema no es uno de esos filmes criminales -o al menos no en un sentido estricto como género- que jalonan la filmografía de Michael Mann, sino la reconstrucción del acto de integridad, idealismo y servicio público llevado a cabo por el bioquímico Jeffrey Wigand y el periodista Lowell Bergman, quienes desvelaron los procedimientos químicos de Brown & Williamson, una de las siete principales tabacaleras estadounidenses, para aumentar la capacidad adictiva de sus productos.

         De partida, Wigand -familiar y metódico, tan contenido como explosivo- y Bergman -despeinado y desastrado, en constante movimiento pero siempre en control- parecen encarnar personalidades opuestas, si bien igualadas por su compromiso hacia sus códigos morales. A Bergman se lo presenta en una peligrosa misión donde se juega el tipo frente al Mal con mayúsculas, de acuerdo con las convenciones políticas del país -una asimilación entre la pelea contra el fundamentalismo islámico y contra la industria del tabaco-, pero incluso a pesar de encontrarse con los ojos vendados, semeja husmearlo todo, rastrear toda la información en liza. Wigand, en cambio, surge entre una fotografía gélida y sombría, gris y taciturno, apartado de las celebraciones, de la sociedad.

El dilema es, en definitiva, una historia de capitalismo. «No necesitan el derecho, tienen dinero», sentencian los consejeros legales de la cadena de televisión a la hora de estudiar la estrategia periodística y judicial con la que conseguir burlar la censura de las grandes compañías, basada en los privilegios que les garantizan sus colosales fondos. «Lo ganan todo porque te matan a gastos», apostilla otro. En buena medida, el conflicto del relato procede de ese enfrentamiento desproporcionado contra un sistema que, a pesar de fundarse sobre derechos universales que asisten por igual a cada ser humano por el hecho de haber nacido, favorece indisimuladamente al acaudalado. Lo que no puedo vencer, lo compro. El juego amañado. Una forma socialmente aceptada de corrupción. El rigor político, la imparcialidad judicial, la libertad de prensa son poderes nominales que se cuestionan bajo el verdadero poder. Esta pluralidad de facetas se manifiesta en un relato de información prolija, de múltiples actores que intervienen en una batalla complicada. Desde la veracidad y el rigor, el libreto de Eric Roth y el propio Mann respeta la complejidad del asunto.

Enfrente, queda la gente corriente sometida a una presión anormal, lo que, según observa Bergman, no ayuda a que uno luzca precisamente como un dechado de encanto y fortaleza. Son personajes con relieve, naturalistas, que no se encierran en un molde convencional de la ficción. Neurótico y contradictorio, con los tics interpretativos de un Russell Crowe avejentado por la caracterización, Wigand no es el prototipo de héroe cinematográfico. Aunque, en cualquier caso, Mann, experto en adentrarse en individuos atenazados por descomunales enemigos e incluso por estadios existenciales que los dejan abandonados en el vacío -los dos personajes que comparten la soledad de la noche, empequeñecidos por una toma en picado-, traza desde la narración cierto crescendo épico en los esfuerzos de ambos. Un ascenso de tensión con el que tratar de engrasar los más de 250 minutos que dura el drama, como si se tratase de una intriga conspiranoica y comprometida de los años setenta.

         El dilema decepcionaría en taquilla, quizás por ofrecer un giro más dramático frente a ese Heat con el que Mann venía de encumbrarse como gran director de thrillers. Con todo, cosechó siete nominaciones a los Óscar, si bien no ganó ninguna estatuilla.

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Nota IMDB: 7,8.

Nota FilmAffinity: 7,2.

Nota del blog: 7,5.

Nuevo orden

26 Feb

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Año: 2020.

Director: Michel Franco.

Reparto: Naian González Norvind, Diego Boneta, Roberto Medina, Lisa Owen, Darío Yazbek Bernal, Fernando Cuautle, Mónica del Carmen, Eligio Meléndez, Claudia Lobo, Enrique Singer, Gustavo Sánchez Parra.

Tráiler

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          Parece una época propicia para vislumbrar distopías que transcurran prácticamente a tiempo real. A la espera de la ficción de alumbre la pandemia -una distopía casi inimaginable en sí misma hace apenas un par de años-, se cuenta ya con obras que exploran los rincones oscuros del homo tecnologicusBlack Mirror-, la fragilidad del mundo contemporáneo ante una catástrofe potencial –El colapso– o la volatilidad de una sociedad prograsivamente polarizada –El cuento de la criada, La caza, el reimpulso de la saga de La purga, Hijos de la ultraderecha-. En este último territorio se encuadra Nuevo orden, donde Michel Franco se imagina una nueva revolución en un país, México, históricamente renombrado por ellas.

          Al igual que El colapso, Nuevo orden extrae su fuerza de una poderosa e impactante verosimilitud. La serie francesa la obtenía apostando por crear una experiencia inmersiva mediante el empleo del plano secuencia, destinado a convertir al espectador en un personaje más atrapado en el progresivo hundimiento de la civilización -aunque, paradójicamente, el único capítulo en el que se detenía a plantear dilemas morales y emocionales era el que destacaba sobremanera frente al resto-. En esta, procederá de su recorrido por los diferentes estamentos de la sociedad mexicana –extrapolables no obstante al tratarse de la eterna contraposición entre una clase privilegiada y otra depauperada-, representada por una multiplicidad coral de personajes y escenarios, así como de la credibilidad con la que traza la crónica del proceso -la represión, el estallido, el caos, la perpetuación-.

La película se presenta con fragmentos surrealistas y agresivos, trazos de una tensión nuclear que quedarán subterráneamente enquistados en el ambiente que se respira en la lujosa casa donde, en la introducción del relato, se celebra la boda de dos jóvenes de familias de postín. Como la madre que corretea desasosegada por los pasillos, tratando de averiguar dónde se esconde una amenaza que el público barrunta de forma tácita, entrevista a través de pistas y gestos en mitad de una multitud agobiante, a la expectativa, tensa. Un palacio en los cielos manchado, salpicado, por la agitación que se agita tras sus altos muros. La detonación definitiva de la violencia, salvaje, cruda y despiadada, es lo que abre el angular para tratar de mostrar las facetas -la desigualdad congénita, la corrupción rampante, el racismo, el clasismo, la ineficacia de un Estado fallido para hacer valer garantías y derechos, el machismo recalcitrante, el ínfimo valor de la vida del otro…- de esta realidad que Franco aspira a retratar alegóricamente.

          Con gran dominio de la atmósfera y el nervio del relato -es inusual y narrativamente encomiable que un filme con esta complejidad de puntos de vista se concentre en menos de hora y media-, el cineasta descerraja un reflejo profundamente pesimista de la naturaleza humana, desesperadamente trágico, en el que los personajes se ven arrastrados por la deshumanización, bien como víctimas -atropelladas por muerte de la conciencia en el sálvese quien pueda y por una injusticia que por su parte es sistémica-, bien como entusiastas victimarios.

Pero lo cierto es que, dentro de este lacerado y lacerante desencanto moral, Franco carga contra todo y contra todos. Reserva un puñado de caracteres para dotarlos de personalidad propia -la muchacha acaudalada, la madre e hijo sirvientes…- con el objetivo de, a partir de su individualidad, aportar matices ante unas partes enfrentadas que, por lo demás, se componen por medio de arquetipos -e incluso estereotipos- que tienden a representar esta dualidad y este conflicto de manera abstracta, limando casi cualquier detalle particular o reconocible, desideologizando en buena medida el planteamiento. Semeja preferir la perturbación, el zarandeo. Una decisión que a la postre, y probablemente de manera involuntaria aunque en cualquier caso cuestionable, termina por hacer prácticamente tábula rasa desde la barbarie e igualar las reivindicaciones de una masa que se rebela por los 60 millones de pobres del país con la situación que se vuelve en contra de una cleptocracia endémica. Con todo, es este devenir un tanto ambiguo podría admitir también cierto espacio para la reflexión y el debate.

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Nota IMDB: 6,3.

Nota FilmAffinity: 6,3.

Nota del blog: 7.

El juicio de los 7 de Chicago

14 Feb

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Año: 2020.

Director: Aaron Sorkin.

Reparto: Eddie Redmayne, Sacha Baron Cohen, Mark Rylance, Joseph Gordon-Levitt, Jeremy Strong, John Carroll Lynch, Alex Sharp, Yahya Abdul-Mateen II, Frank Langella, Michael Keaton, Ben Shenkman, J.C. MacKenzie, Noah Robbins, Danny Flaherty, Alice Kremelberg, Kelvin Harrion Jr., Caitlin FitzGerald, John Doman.

Tráiler

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          Dos de los últimos estrenos ‘de prestigio’ de Netflix, Da 5 Bloods: Hermanos de armas y El juicio de los 7 de Chicago, a cargo de creadores de robusta conciencia crítica como Spike Lee y Aaron Sorkin, coinciden en mirar a un periodo reciente de los Estados Unidos, los tiempos de guerra en Vietnam, marcado por una abrupta y violenta polarización política y social que no se había igualado jamás hasta el momento presente, convulso por el populismo de ultraderecha encarnado por la administración Trump y el resurgir de los movimientos antiracistas con el Black Lives Matter. «¿Puedes respirar?», le pregunta el abogado William Kunstler al confundador de las Panteras Negras Bobby Seale, amordazado a consecuencia de sus infructuosos intentos de hacer valer sus garantías legales en un juicio que, afirma, lo utiliza tan solo para asustar al jurado aportando un acusado afroamericano.

          Después de Molly’s Game, Sorkin continúa labrando su carrera de cineasta combinando el guion, apartado en el que está consagrado como uno de los principales referentes de las últimas décadas, con la dirección de su propio texto, sin intermediarios. Y, en El juicio de los 7 de Chicago, deja más dudas que en su debut, paradójicamente, merced a una formulación que abunda en el lugar común -en especial en cuanto a la integración de la banda sonora, que da lugar incluso a un sorprendentemente sobado clímax dramático con crescendo musical a juego- que va incluso en perjuicio del libreto -esos arcos tan convencionales que desarrollan la relación entre personajes antitéticos, desde la confrontación hasta el entendimiento-. Con todo, consigue mantener su característico dinamismo del diálogo, patente de primeras en esa presentación que encadena escenarios y personajes prácticamente sin rupturas ni en la conversación ni en el movimiento.

          En cualquier caso, El juicio de los 7 de Chicago contiene temas fundamentales en la obra del neoyorkino, como el éxito que es capaz de lograr un grupo de personas inteligentes que trabaja en coordinación y entendimiento. Sorkin no esconde su posicionamiento -no es que hiciera falta, es de sobra conocido- al enfrentar a los activistas antibelicistas y pro derechos civiles contra un nuevo Gobierno -la entusiasta sustitución del retrato de Lyndon B. Johnson por el de Richard Nixon en la oficina del fiscal general- que, representado por la conexión del Ejecutivo con el poder judicial, queda marcada por la nostalgia rancia y la arrogancia machirula. La deplorable farsa en la que se convierte el juicio, con individuos rídiculos y unas maniobras grotescas, prolonga esta fractura en la que, no obstante, el fiscal Richard Schultz ejerce como contrapunto para matizar el maniqueismo y abrir una puerta a una reconciliación basada en una mirada crítica y desprejuiciada -si bien el personaje termina por dejarse progresivamente en un segundo plano-.

Cabe decir que, aunque parezca que se toma licencias exageradas, la crónica es relativamente fiel a la realidad de los hechos y del proceso. Eran días en los que un ‘destroyer’ como Peter Watkins podía imaginarse perfectamente un sistema judicial como el de Punishment Park, cinta en la que sus integrantes, haciendo gala de la libertad que les concedía el director británico, descerrajaban opiniones no demasiado diferentes a las que podían sostener en su vida cotidiana.

          La aguda escritura del guionista va entresacando la raíz reaccionaria que se esconde detrás de unos movimientos políticos que encuentran su reflejo en análogas tendencias contemporáneas y desnudando las estrategias que emplea el poder para perpetuar los privilegios de una clase dominante y retrógrada, recurriendo para ello distintas a distintas coartadas -no necesariamente disimuladas, puesto que también pueden ser brutales, miopes y aparatosamente ilegales, perfectamente desgranables en un monólogo cómico como el que practica Abbie Hoffman-. Uno de los elementos de impacto del filme consiste, pues, en trazar similitudes entre los hechos de este pasado que se denuncia con un presente en el que se reproducen, aspecto en el que Sorkin se maneja con habilidad.

Al mismo tiempo, el drama plantea dilemas -la pertinencia de las medias tintas conciliadoras de Tom Hayden o del anarquismo rupturista de Abbie Hoffman, el conflicto entre las convicciones personales y las exigencias políticas, la efectiva separación de los tres poderes…- que se lanzan contra el espectador, agitándolo para que ese cotejo con la actualidad suscite una reacción.

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Nota IMDB: 7,8.

Nota FilmAffinity: 7,1.

Nota del blog: 6,5.

La guerra de los mundos

7 Feb

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Año: 2005.

Director: Steven Spielberg.

Reparto: Tom Cruise, Dakota Fanning, Justin Chatwin, Miranda Otto, Tim Robbins, Morgan Freeman.

Tráiler

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         El 11 de septiembre de 2001, la realidad demostró al cine el verdadero rostro de la catástrofe colectiva, nacional. Después de la emisión en directo y a escala global de las impactantes imágenes de los atentados terroristas contra las Torres Gemelas de Nueva York, cualquier película de catástrofes anterior a aquella fecha quedaba revocada. Desde entonces, sobre todo en la primera década tras el ataque, el cine emularía simbólicamente, bajo distintas capas de ficción, este trauma grabado a fuego en las retinas y las mentes de todo un planeta.

         Steven Spielberg recupera La guerra de los mundos para ponerla en conversación con la realidad del momento. La película comienza frente a una Manhattan mutilada. El padre de familia que encabeza esta lucha por la supervivencia se ve envuelto, de improviso, en una vorágine que no comprende y que supera ampliamente sus capacidades de ciudadano corriente. Escapa entre una masa aterrorizada mientras los edificios se desploman, con la cámara a la altura de la gente, con un limitado campo de visión. Queda cubierto por un polvo blanco. Y eso que no lo encarna un hombre cualquiera, sino el héroe arquetípico del país, Tom Cruise, el actor más taquillero por entonces -apunto, eso sí, de experimentar su declive precisamente con una desconcertante labor promocional de la cinta, carne de protomeme-. Pero incluso él vaga desorientado por las ruinas, asustado, sin saber qué decirle a sus hijos, incapaz de ofrecerles protección y seguridad entre la locura.

         Enlazando con este último conflicto, el guion opta por abordar la cuestión mediante un relato -bastante plano y conocido, aunque deja algún buen instante como el de la nana- sobre la redención de un padre ante su exmujer y sus hijos. Es decir, por esa óptica de ausencias y disfunciones familiares tan del gusto del cineasta estadounidense. Como lo son también, claro, los extreterrestres. De hecho, hay recursos -como esa manifestación de rayos y luces visto desde dentro de la casa- que recuerdan al rapto de Encuentros en la tercera fase -donde, por su parte, el cabeza de familia dejaba de lado a los suyos para encomendarse a la búsqueda de respuestas a las preguntas que le ardían en el interior-.

         Desde un inicio de vertiginoso espectáculo, esa carrera contra la sanguinaria amenaza del enemigo -tan acelerada que desatiende detalles de lógica como que funcione una cámara de vídeo en pleno apagón tecnológico, que no busquen cena en la nevera de una fastuosa mansión, que no sufran una hipotermia por nadar en invierno en el Hudson…- llega a estancarse a fuerza de la repetición. Y, en último término, contrasta con el bajón de intensidad con el que se resuelve la obra.

         Pocos meses después del estreno de La guerra de los mundos, Spielberg abundará en esta metáfora de la situación, en este caso de la subsecuente ‘guerra contra el terror’, a través de Munich, género de espías donde esta vez el enemigo no aparece tan palmario, a bordo de monstruosos trípodes, mientras que, a la par, las certezas políticas y morales se diluyen en un juego de sombras, ambiguedades y, en definitiva, cruento absurdo. En esta, el hijo del protagonista ya servía para introducir cierto elemento crítico sobre el belicismo impulsivo que, sin embargo, no termina de desarrollarse y queda colgado como un añadido sin mayor vuelo.

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Nota IMDB: 6,5.

Nota FilmAffinity: 5,7.

Nota del blog: 6,5.