Tag Archives: Rebelión

Signos de vida

11 Mar

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Año: 1968.

Director: Werner Herzog.

Reparto: Peter Brogle, Wolfgang Reichmann, Wolfgang von Ungern-Sternberg, Athina Zacharopoulou, Wolfgang Stumpf, Henry van Lyck, Julio Pinheiro, Florian Fricke.

Filme

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           La filmografía de Werner Herzog, personalidad disidente y marginal, nacía entregada a personajes disidentes y marginales. En su tercer cortometraje, The Unprecedented Defense of the Fortress Deutschkreutz, se encerraba en un viejo castillo junto a cuatro soldados a los que el constante estado de alarma, frustrado por una guerra que no llega nunca, conduce al absurdo de invadir un campo de trigo. Dos años después, Signos de vida, su debut en el largometraje, recoge estas pulsiones para trasladarlas a una isla del Dodecaneso a donde mandan de retiro temporal a un paracaidista alemán que esquivó la muerte durante un alto el fuego, aunque quedando gravemente herido.

Como sus antecesores, Stroszek vaga por la fortaleza de Kos acompañado de dos compañeros de ruinas y una muchacha griega con la que está prometido. Pescan, pintan puertas, hipnotizan gallinas, tratan de descifrar escrituras antiguas, ingenian trampas para cucarachas, descansan al tórrido sol del Mediterráneo… a la espera de un enemigo godotiano que no parece tener intención de combatir. De descargar un ataque catárquico, que es a juicio del protagonista el deseo de toda ciudad que se precie, anhelante de una apoteosis a partir de cuyas cenizas renacer.

           El de Signos de vida parece uno de esos escenarios donde Takeshi Kitano dispone a una serie de hombres malos que, desgajados por un momento de la sociedad en la que pecan, se retrotraen a la inocencia de la infancia para jugar mientras aún acecha, agazapada en el horizonte, la muerte inexorable. La tensa y melancólica calma antes de la tempestad. Solo que aquí esa ausencia final, esa frustración de las expectativas -aunque estas sean terribles-, es la que desmorona la psicología del personaje, quien ante la visión de un campo de molinos de viento -uno de esos «paisajes perturbados» que definía el escritor Bruce Chatwin-, se transforma también en un Quijote enloquecido a través de cuyas costuras estalla una vida de fracaso, desarraigo y nihilismo. Un estado de guerra interior que se declara hacia el exterior.

Es este giro, que llega después de un extenso adentramiento en la profunda apatía que contrae Stroszek a través de esa desidia cotidiana, el que descubre la naturaleza de esos antihéroes herzogianos quienes, presas de una megalomanía delirante y obsesiva, se enfrentan a un mundo hostil que los rechaza y degrada. Como el Lope de Aguirre que pretende conquistar su propio reino a espaldas de la Corona de España, como el Fitzcarraldo que desafía a una montaña para atravesarla con un barco y trasladar la ópera al corazón del Amazonas, como el Cobra Verde que abandona los sertones brasileños para intentar derrocar al rey de Dahomey.

           Intuitivo y autónomo, quizás todavía un tanto irregular o descompensado, Herzog da continuidad a rasgos documentales de anteriores trabajos, como esa voz en off de tono neutro que se rastrea también en otras nuevas olas de la época, mediante la cual rompe las convenciones narrativas de la ficción y aporta, con cierta tosquedad, apuntes psicológicos y explicativos. A la par, desarrolla rasgos que serán característicos en su obra, como ese lanzarse a explorar un paisaje al mismo tiempo crudo y onírico, solemne y pobre; por momentos surrealista. Tanto como esa aparición que es el autoproclamado rey de los gitanos o el militar que toca el piano en una destartalada estancia o la corona que trazan en la montaña los partisanos como único testimonio de su presencia o, en definitiva, como la resistencia de Stroszek contra todo, atrincherado en su fuerte mientras pugna por conquistar la ciudad y derribar el sol con fuegos artificiales.

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Nota IMDB: 7,2.

Nota FilmAffinity: 6,6.

Nota del blog: 7,5.

El general murió al amanecer

16 Feb

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Año: 1936.

Director: Lewis Milestone.

Reparto: Gary Cooper, Madeleine Carroll, Akim Tamiroff, Porter Hall, Dudley Digges, William Frawley, J.M. Kerrigan, Philip Ahn, Lee Tung Foo.

Tráiler

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          Tiene una atmósfera extrañísima El general murió al amanecer, y no sé si es por voluntad de Lewis Milestone, embriagado de una aventura exótica e imposible, o se debe a la irregularidad de la narración -en la cual incidencias como el salto del eje contribuirían a reforzar esa sensación de irrealidad-. El caso es que, por momentos, las escenas se adentran en una textura onírica. Ocurre, por ejemplo, en el compartimento de tren que comparten Gary Cooper y Madeleine Carrol, donde el tajante montaje -que ya había sido notorio en una inusual elipsis que suprime de raíz todo el proceso de seducción-, las insinuaciones, el deseo y el peligro de los personajes invocan un instante cargado de poesía, simbolismo y electricidad estática. De la misma manera, un villano arquetípico como el general Yang, bajo el que el ruso Akim Tamiroff aparece caracterizado de oriental, va más allá del maniqueísmo para invocar cierta aura fantástica y carismática, que se resuelve en un desenlace terriblemente impactante, envuelto en bruma, violencia y megalomanía.

          Entre el héroe y el malvado -a quienes se cita a veces como simples peones dentro de un tablero que nunca se ve en su totalidad y que pueden caer fácilmente víctimas de engaños o situaciones nada memorables, de nuevo en una desmitificación que hasta cierto punto quizás indeseada-, los personajes de El general murió al amanecer aparecen dudosos, erráticos e incluso patéticos y grotescos, atrapados por un lugar extraño -una provincia China diezmada por un señor de la guerra- y una tragedia particular -la muerte que acecha, la fidelidad a la sangre frente a la llamada del corazón-. En realidad, buena parte del punto de vista del relato pertenece a la joven Judy, que precisamente es una mujer que se revela contra el papel que le ha tocado en esta historia, tal y como, de hecho, la presenta Milestone en el plano, desde unas piernas cruzadas, una cerilla que prende insinuante y un rostro en sombras -o, luego, medio ocultado por el ala del sombrero-. Judy no quiere ser femme fatale y su dilema es uno de los principales motores dramáticos de la función.

          El cineasta concentra su potencia creativa en la puesta en escena, atenta al detalle -observa las manos como si se regresara al cine silente- y audaz en la utilización de recursos innovadores -la pantalla dividida-. La luz y la oscuridad, invocadas por la bella fotografía de Victor Milner, se ciernen sobre los aventureros en lucha contra la amenaza mortal y contra sí mismos -el incómodo pero anhelado beso bajo la silueta de Yang, siempre presente sobre los amantes-. Formas e imágenes que impulsan el romanticismo -amoroso principalmente, aunque también político- de la aventura, su lirismo extraordinario.

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Nota IMDB: 6,6.

Nota FilmAffinity: 6,1.

Nota del blog: 8.

Robin y Marian

4 Feb

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Año: 1976.

Director: Richard Lester.

Reparto: Sean Connery, Audrey Hepburn, Robert Shaw, Richard Harris, Nichol Williamson, Kenneth Haigh, Denholm Elliott, Ronnie Barker, Ian Holm, Victoria Abril.

Tráiler

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         Harto y asqueado por la sangre derramada en unas cruzadas que buscaban a Dios entre las monedas de oro de los infieles, Robin de Locksley regresa a casa con la vejez instalada en los huesos, preguntándose por el destino de su amada, Lady Marian, y, sobre todo, todavía con el ánimo dispuesto a luchar contra la tiranía de Juan Sin Tierra o quien le haya podido suceder en el linaje de tiranos encargados de someter a sus antojos a los súbditos que les correspondan por derecho divino y sanguíneo. Pero, a pesar de esta ambientación exótica, medieval, resulta sencillo compartir como propio el drama de Robin Hood. Al fin y al cabo, el guerrero cansado se cuestiona lo mismo que todos: ¿Qué provecho he sacado de mis penurias? ¿Qué es lo que realmente ha merecido la pena? ¿A dónde ha ido el día?

         De la mano de esta naturaleza tan humana del héroe, que planta media sonrisa socarrona al escuchar la leyenda que ha despertado su nombre y sus presuntas hazañas, el espíritu de Robin y Marian, así como la realización que aplica Richard Lester, es desmitificadora. Dulce, jocosa, afligida y violentamente desmitificadora. Los tesoros resguardados en inexpugnables castillos son estatuas de piedra abandonadas en un campo de nabos, la pompa regia son dementes sanguinarios ávidos de pillaje, a los soldados se les cansan los brazos de tanto batir la espada. El entierro de Ricardo Corazón de León está filmado desde lejos hasta reducirlo a una pequeña y corriente caja de madera arrastrada por una triste comitiva. La peleas son fatigadas y torponas, incluso en su aspecto visual.

         No obstante, esta vulgarización no es completa. Se trata de una película que se embebe del reencuentro, de la segunda oportunidad entre Robin y Marian, quienes, exiliados en la naturaleza espléndida que les ofrece su viejo bosque, bullente de vida, reviven sueños rotos, casi olvidados, somatizados en profundas cicatrices. Con todo, son besos prácticamente interrumpidos que, para Marian, despiertan una mezcla de felicidad y dolor, de esperanza y de pérdida inevitable. Sensaciones en conflicto que invocan esa subrepticia vibración trágica, esa sensación elegíaca que inunda todo. Un concepto postrero, este de la última aventura, la última cabalgada o la última misión, tan identificable con el western crepuscular o el noir melancólico.

La química de Sean Connery y Audrey Hepburn con sus papeles y entre ellos es la que consolida la atmósfera y realza el sabor de la obra. El filme también suponía el regreso al cine de Hepburn después de ocho años en los que, como esa Marian transformada en abadesa, había permanecido apartada de las luces, el brillo y la opresión del estrellato.

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Nota IMDB: 7.

Nota FilmAffinity: 6,5.

Nota del blog: 8.

Las cuatro plumas

20 Nov

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Año: 1939.

Director: Zoltan Korda.

Reparto: John Clements, June Duprez, Ralph Richardson, C. Aubrey Smith, Allan Jeayes, Frederick Culley, Jack Allen, Donald Gray, John Laurie, Henry Oscar.

Filme

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         Hay un gag recurrente en Las cuatro plumas. Con sus aires de patriarca antiguo, el general Burroughs rememora su actuación durante la célebre carga de la brigada ligera británica en la Batalla de Balaclava, episodio de la Guerra de Crimea. Narra con tono épico su audaz liderazgo, aunque utilizando siempre nueces, manzanas, frutas y un dedo de vino para reconstruir el sangriento campo de batalla; una disposición que, combinada con su obcecada insistencia en el tema, ya traza unos rasgos irónicos sobre unos hechos que, no obstante, pocos años atrás habían servido como material legendario y heroico para el cine con, precisamente, La carga de la Brigada Ligera. Pero lo que el general Burroughs cuenta reiteradamente con tanta solemnidad es, en realidad, un desastre bélico en el que se perdería a la mitad del contingente. Al respecto, la Historia especula sobre los motivos que hay detrás de esta acción militar, desde rivalidades entre los aristrócratas al mando de los diferentes cuerpos hasta un intento de revertir, con un alto coste humano, las acusaciones de cobardía que, al parecer, se lanzaban contra la División de Caballería.

         Este último es, precisamente, el tema sobre el que gira Las cuatro plumas, basada en la popular novela del escritor, militar y político A.E.W. Mason y que, por aquel 1939, ya contaba con tres adaptaciones previas a la gran pantalla -y aún tendrá otro par posteriores a esta-. Como se comprueba con la ridiculización del general Burroughs, el filme pone en tela de juicio las hazañas militares que conforman parte esencial de la mitología del Imperio británico. De hecho, terminará por revelarse que tal muestra de arrojo de Burroughs no fue sino la carrera espantada de un caballo asustadizo que, a la postre, arrastró consigo a todo el regimiento. Desde ese sarcasmo, quedarán definitivamente desactivadas las severas advertencias de ese arrogante grupo de vejestorios que trata de amedrentar con cruentas anécdotas a un adolescente sensible para que prosiga la tradición familiar de entregar su vida al Ejército mientras, además, se lamentan por las comodidades que debilitan a las nuevas generaciones.

A diferencia del Lord Jim de Joseph Conrad, Las cuatro plumas no someterá al protagonista a un viaje íntimo y torturado hacia la raíz de su presunta flaqueza, hacia sus tormentos tanto impuestos como autoinfligidos. En lugar de eso, esta aparente cobardía del oficial que renuncia a su rango a fin de priorizar su deber familiar supone la espita que hace explosionar una aventura prodigiosa, rodada a todo color, con impresionantes escenario naturales en Sudán el auténtico tablero de la Guerra Mahdista que enmarca la ordalía de Harry Faversham- y entre amenazadores nativos que, para mayor realismo, a diferencia de los usos habituales de la época, no son occidentales burdamente maquillados -cosa que, a día de hoy, se agradece bastante-.

         Esta espectacularidad de la producción da una primera muestra de la ambigüedad que, en parte, condiciona el relato. Porque, a pesar de que se mantiene esa tendencia al retrato patético de las glorias militares -la alusión al «gran trabajo» de un capitán que amanece en un campo sembrado de cadáveres tras una derrota devenida por una serie de catastróficas desdichas-, la prueba de redención del protagonista, en la que este debe hacer un alarde de valor prácticamente suicida, también se encuentra estrechamente vinculada a la redención de un imperio que pugna por recuperar un terreno dejado de la mano de Dios pero que, en cualquier caso, considera que le pertenece y que, para más inri, le ha sido arrebatado por un tirano degenerado que se deleita contemplando torturas.

No obstante, no deja de tener su lógica en la medida de que Harry Faversham significa una refundación -más que una ruptura revolucionaria- de esa tradición que trataba de imponerle su padre y sus vetustos compañeros de batallitas. Es decir, una actualización de los valores nacionales en la que el coraje, en definitiva, cobra mayor sentido cuando se emplea no por cuestiones abstractas por completo rancias -el cumplimiento de las órdenes de un superior, la pretensión de escribir una página en la Historia o en la mitología nacional, el alarde de virilidad-, sino por asuntos concretos con plena vigencia humana -la fidelidad a la pareja, la responsabilidad con los camaradas, el compromiso solidario-. De ahí que también se ensalce como último testimonio de valor, con estética grave y ensalzadora, la decisión de Durrance.

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Nota IMDB: 7,5.

Nota Filmaffinity: 7.

Nota del blog: 7.

Ned Kelly

4 Nov

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Año: 1970.

Director: Tony Richardson.

Reparto: Mick Jagger, Clarissa Kaye-Mason, Mark McManus, Ken Goodlet, Diane Craig, Martyn Sanderson, David Copping, Bruce Barry, Tony Bazell, Frank Thring.

Tráiler

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         El forajido Ned Kelly constituye una figura principal en la mitología popular australiana, en cierta manera encarnación del espíritu forjador del país, en esta ocasión en alzamiento contra la autoridad colonial británica. Y es crucial no solo en su tradición histórica, sino también cultural, puesto que, en 1906, en The Story of the Kelly Gang, será el objeto de una de las películas fundacionales del cine de Australia, que curiosamente había obtenido su independencia cinco años antes, casi al mismo tiempo que el nacimiento del cinematógrafo.

         Equiparable en esencia a las leyendas del western estadounidense como Jesse James, enfrentadas enconadamente contra las injerencias de un poder opresor, Ned Kelly será recuperado a lo largo de los años en diversas producciones -la última, La verdadera historia de la banda Kelly, estrenada de prácticamente de soslayo este verano-. En el caso que aquí nos ocupa, se trata de una cinta dirigida por Tony Richardson, uno de los nombres propios del Free cinema británico que, después de encadenar una serie de fracasos, llegaba desde la metrópoli para releer el mito en clave pop y, además, coetánea, ya que la revuelta del fuera de la ley en el territorio de Victoria encuentra paralelismos -incluidas alusiones directas a los unionistas- con el comienzo de The Troubles en Irlanda del Norte.

En refuerzo de esta idea, será Mick Jagger quien encarne al bandido de ascendencia irlandesa, como equiparando esa rebeldía contra la Corona condenada de antemano a la horca -el filme comienza de hecho por el ‘The End’- al cautivador malditismo de la estrella rock. Los ídolos del pueblo. Hasta, de inicio, tenía cabida en el reparto Marianne Faithfull, por entonces pareja del ‘frontman’ de los Rolling Stones -quienes por lo visto renunciaron a participar en el festival de Woodstock a causa de este trabajo actoral de Jagger-, si bien hubo de ser reemplazada debido a sus problemas con la droga.

         Richardson, que en su día ya había entregado una relectura iconoclasta de Tom Jones, cuenta las andanzas de Kelly y su grupo desde un estilo cercano al western sucio que, por aquellas fechas, realizaban cineastas como Sam Peckinpah -hay un juego pretendidamente cómico con el ritmo de la imagen que se veía en La balada de Cabel Hogue, estrenada ese mismo 1970, aunque también con antecedentes precisamente en Tom Jones-. Una irreverencia que se traslada a una narración informal, de montaje anárquico, que a la postre sume el relato en un evidente caos en el que resulta desastrosamente complicado identificar qué ocurre, quiénes están implicados y qué es lo que se pretende.

A la par, de la mano de la presencia de un astro musical en el elenco y del empleo de cantantes a modo de bardos elegíacos en la banda sonora, Ned Kelly también se emparenta con esa sensibilidad contemporánea, pop como decíamos, que se abría paso en Dos hombres y un destino y que cuenta con ejemplos posteriores como Los vividores o, volviendo a Peckinpah, Pat Garrett y Billy the Kid, la cual tenía su propia estrella invitada, Bob Dylan. Sin embargo, la elección aquí de dos cantantes de country estadounidense, Shel Silverstein y Waylon Jennings, juega contra la idiosincrasia de la obra.

Asimismo, Ned Kelly asume ese aire lisérgico que flotaba en el ambiente de la época, desde la marciana interpretación de Jagger hasta, anclándose en la historia, ese desenlace alucinado donde el ‘bushranger’ y sus acompañantes combaten a la policía enfundados en armaduras metálicas de aspecto medieval, lo que al menos entrega una escena ciertamente singular.

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Nota IMDB: 5,1.

Nota FilmAffinity: 4,3.

Nota del blog: 4,5.

Están vivos

20 Dic

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Año: 1988.

Director: John Carpenter.

Reparto: Roddy Piper, Keith David, Meg Foster, George ‘Buck’ Flower, Peter Jason, Raymond St. Jacques, Jason Robards III, John Lawrence.

Tráiler

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         En una década en la que, probablemente de forma un tanto tópica aunque no por ello injustificada, el cine de corte popular suele asociarse al consumo acrítico de palomitas por parte de hordas de adolescentes, los filmes de género de John Carpenter se alzan como un referente de causticidad subversiva y, huelga decir, de diversión. Están vivos puede que sea el ejemplo más bruto.

         Al igual hacía La cosa con los cuerpos que asimilaba -otro ente del espacio exterior que, a pesar de encarnar una maldad pura, puede mimetizarse con los seres humanos con poco esfuerzo-, Están vivos es una película que da la vuelta, como un calcetín, a las premisas del subgénero de invasiones extraterrestres que tanta presencia había tenido en un contexto de paranoia anticomunista en la que los pérfidos marcianos no eran sino una trasposición de los espías soviéticos que se infiltraban en el tejido social estadounidense, imitando al ciudadano corriente, para destruir desde dentro su modelo de vida y sus valores nacionales.

Y es que, ambientada en tiempos de crisis y hastío, en Están vivos son los garantes de ese American Way of Life quienes menoscaban la libertad del tipo de a pie por medio de subterráneas estratagemas -el materialismo, el consumismo, el fomento del individualismo, la competitividad homicida entre el proletariado, el elitismo, la propaganda a través del control de los medios de comunicación de masas…-. De una forma mucho más creíble que el anterior, por supuesto. Y también con una mayor vigencia, en vista de la deriva ultraliberal del país, así como su ascendencia sobre el resto de estados sujetos a una economía de mercado.

         Están vivos arremete contra todo: la economía predatorial, el culto al dinero, el nacionalismo como cortina de humo sometida al capital, la sobreexplotación del planeta, la falta de conciencia de clase, el conformismo que abraza un estado de consciencia artificial -análogo al posterior Matrix, por tanto- coloreado con abundantes sustancias tóxicas… No es una cinta nada sutil -con unas simples gafa de sol queda todo a la vista-, pero es endemoniadamente gamberra -ese recurso tan delirante y genial, por desvergonzadamente increíble, es prueba de ello- y, además, certera -bien conocidas son las alabanzas que le dedica el influyente filósofo Slavoj Žižek en su Manual de cine para pervertidos-.

         En esta trinchera de serie B, a la que Carpenter había regresado para recobrar su independencia y su amor por el cine, el argumento tampoco está excesivamente desarrollado, al igual que ocurre con los personajes. El protagonista sigue el arquetipo de forastero solitario propio del western -territorio tan querido por el cineasta- y está flanqueado por el tradicional compañero de fatigas -que ofrece otro ángulo desde el que censurar esa alienación y desconexión individualista frente a los problemas de la colectividad- y la mujer atractiva  -quien abre una subtrama romántica que, como ella misma, apenas está esbozada-. Pero, en cualquier caso, su aguerrida mala leche y su espíritu rebelde se elevan muy por encima de esta modestia.

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Nota IMDB: 7,3.

Nota FilmAffinity: 6,4.

Nota del blog: 7.

Espartaco

4 Jul

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Año: 1960.

Director: Stanley Kubrick.

Reparto: Kirk Douglass, Jean Simmons, Laurence Olivier, Charles Laughton, Tony Curtis, John Gavin, Peter Ustinov, John Ireland, Nick Dennis, John Dall, Herbert Lom, Woody Strode, John McGraw.

Tráiler

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          Una de las claves de las obras maestras pasan por contar con gran guionista debidamente motivado. Espartaco es una historia de rebelión contra la tiranía. Aparentemente la del esclavo tracio que se reivindica como ser humano, pero también la de una producción que clama por que ya basta de caza de brujas. Que muera la opresión política del macarthismo, plasmada particularmente en unas listas negras en las que figuraba, entre otros, el nombre de Dalton Trumbo, parte del prominente grupo etiquetado como ‘los diez de Hollywood‘.

Espartaco es un vibrante espectáculo político que adapta los eventos de la tercera guerra servil y el declinar de la república romana hacia la dictadura y el imperio para mimetizar las virulentas pulsiones anidadas en los propios Estados Unidos, donde la paranoia anticomunista de los años cincuenta iba a encontrar pronta sucesión en unos profundos conflictos protagonizados por unas minorías étnicas víctimas de la desestructuración social del país. Es decir, que estamos ante una película que mira al pasado para retratar el presente y, en consecuencia, convierte su relato en universal, en atemporal. Un reflejo hiriente de las eternas tensiones entre el estamento privilegiado y la mayoría desamparada.

          Dos vertientes confluyen en la narración: el alzamiento libertador del esclavo y las urdidumbres políticas en el Senado de Roma entre optimates y populares. Ambas se complementan y compaginan a la perfección, dotando de complejidad a la épica. Los personajes, las relaciones de poder y enfrentamiento entre ellos, y las tramas que los implican están construidos con solidez, con rotundidad. El segundo ramal es especialmente fascinante, y contiene las mejores perlas del inspirado libreto de Trumbo, puesto que ahí es donde se vierte especialmente esa composición alegórica sobre el escenario estadounidense de Guerra Fría y sus vergüenzas. La rabia del guionista se amalgama con su capacidad incisiva para conformar un conjunto poderoso, tan turbulento como agudo.

          Stanley Kubrick, que repudiaría el filme por su escaso control de los elementos de la producción, consideraría que los resultados de Espartaco eran demasiado moralizantes, con un protagonista en exceso mitificado. Por su parte, Kirk Douglas, hombre clave del proyecto, restaurador de Trumbo y ciudadano de conciencia, también chocaría violentamente con el conocido perfeccionismo dominante del cineasta, a pesar de que él mismo, con el grato recuerdo de Senderos de gloria, lo había sugerido para la dirección después de que Anthony Mann se cayera del rodaje poco después de grabar apenas unas escenas, debido, según confesiones de la estrella principal, a su docilidad frente al resto de luminarias de un reparto de excepción, dotado de una extraordinaria intensidad interpretativa.

Quizás de este carácter de encargo procede una mirada más clásica que de costumbre en el autor neoyorkino, que dedica atención a la intimidad y a la ternura, recogiendo con cariño y hermosura ese retrato humano sobre el que se levanta la revolución de Espartaco, que es una revolución fundamentalmente movida por el amor -es significativo que la chispa que definitivamente prenda la mecha sea el rapto del ser amado-. Irrumpen asimismo sus pinturas épicas del líder, con su silueta cortada en contrapicado contra unas nubes que presagian negra tormenta. No obstante, de nuevo este queda rebajado a su condición de hombre, de individuo, mediante recursos expresivos como el empleo de su punto de vista, acompañado de un desasosegante uso del fuera de campo -paradójica y acertadamente opuesto al show sangriento-, para manifestar la triste inquietud que precede al duelo de gladiadores. Su tragedia, de este modo, va convirtiéndose en la nuestra. En ese relato universal, atemporal.

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Nota IMDB: 7,9.

Nota FilmAffinity: 8.

Nota del blog: 9.