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El despertar de una nación

21 Ene

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Año: 1933.

Director: Gregory La Cava.

Reparto: Walter Huston, Franchot Tone, Karen Morley, C. Henry Gordon, David Landau, Arthur Byron, Dickie Moore.

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          A comienzos del milenio, el escritor Harold Bloom, uno de los intelectuales más influyentes de su país, sostenía que los Estados Unidos se habían convertido en «una teocracia emergente» en la que cada presidente, y cada candidato presidencial, defiende su creencia religiosa como una virtud impepinable que, luego, se ve recompensada por un electorado con sorprendentes niveles de credulidad. El siempre afilado y concienciado Aaron Sorkin lo sintetizaba en la escena inaugural de The Newsroom, en la que el periodista interpretado por Jeff Daniels, adalid del pensamiento crítico, rebatía la idea de que Estados Unidos «es el mejor país del mundo» argumentando que solo lidera tres ránkings globales, entre ellos el de «número de adultos que creen que los ángeles son reales» -los otros son el porcentaje de población encarcelada y el de gasto militar, por cierto-. En la misma línea, Margaret Atwood consideraba que, si el país norteamericano derivaba en una dictadura, la religión constituiría su piedra angular, como de hecho refleja en su serie literaria El cuento de la criada. «Fue un despertar”, declaraba tras la victoria electoral de Donald Trump en 2016 Richard B. Spencer, una de las cabezas de esa denominada ‘derecha alternativa’ que reciclaba el ultraconservadurismo de raíz machista, xenófoba y supremacista en un movimiento en cierta manera ‘chic’, moderno y revitalizado, admitido en el juego político y social contemporáneo.

          La imagen utilizada por Spencer coincide con el título en español de El despertar de una nación, en la que, tras sufrir un accidente automovilístico que lo deja en coma, un presidente recién elegido experimenta una conversión trascendental comparable a la de San Pablo y su caída del caballo. Cambiará así su frivolidad pretérita, rayana en una indiferencia criminal, por una actitud de liderazgo encaminada a resolver con enconada determinación los males que asaltan el país -el desempleo, el crimen mafioso, el hambre y la miseria-. Y, más aún, el mundo entero -la escalada belicista internacional-. Hay un detalle de realización mediante el cual se plasma sensorialmente esta milagrosa transformación: entre música de pífanos, una suave corriente entra por la ventana, meciendo las cortinas y cambiando la luz de la estancia, que se proyecta sobre el rostro del protagonista convaleciente, iluminándolo. El título original del filme es Gabriel Over the White House. La secretaria del presidente lo explicitará en un diálogo en el que describe este cambio providencial comparándolo con el encuentro del Arcángel Gabriel y el profeta Daniel.

Al personaje lo interpreta nada menos que Walter Huston, un actor con una presencia tan presidencial que ya había encarnado en dos ocasiones anteriores a Abraham Lincoln, cuyo busto y cuya pluma la película sitúa en el Despacho Oval. ‘Abe el Honesto’, uno de los mantras que dominan la política estadounidense. El hombre sencillo y honesto. El que no recurre a palabrería para aportar soluciones, el que no engaña con trucos arteros de burócrata. Una utopía fantasiosa que confunde sinceridad con simplonería.

          El despertar de una nación se estrena en 1933, con la Gran Depresión azotando los Estados Unidos y provocando un efecto en cadena en el resto del planeta que tensionará la política del Periodo de Entreguerras. Ese mismo año, Adolf Hitler es elegido canciller imperial. Es un tiempo con hambre de cirujanos de hierro que extirpen los tumores de la nación. Cuando el presidente de El despertar de una nación declara el estado de crisis y anula los poderes de un parlamento corrompido, apelando a los espíritus y principios fundacionales de la nación, sus detractores advierten de que está dando paso a una dictadura. Pero Jud Hammond tiene a Dios con él, y bajo el impulso de su «locura divina» corregirá los renglones torcidos de la política de «los cuerdos» que han propicidado «la catástrofe», el colapso de la democracia americana. Alcanzar un acuerdo con el proletariado arrasado por la falta de oportunidades a través de la creación de un ejército patriótico, acabar con la opresión del hampa sacando los tanques a las calles, negociar con puño firme las deudas suscritas por los países europeos. Francisco Franco también proclamaba ser caudillo por la gracia de Dios. In God we trust. Gott mit uns.

Vista desde el presente, El despertar de una nación aparece como una idealizada y enérgica curiosidad. Pero, por todo lo anterior, es una curiosidad tremendamente siniestra. Ambigua en el mejor de los casos.

Para ello, pongamos una analogía más actual. De apariencia campechana e ignorantona, George W. Bush llevaba una vida disoluta, marcada por el alcohol, hasta que, a los 40 años, gracias a la influencia de su esposa y del reverendo evangélico Billy Graham, vio la luz y, según explicaba un amigo suyo, «dijo adiós al Jack Daniels para dar la bienvenida a Jesucristo». Llegó a asegurar que Dios era su filósofo de cabecera mientras hablaba del «eje del mal» y de «cruzada» contra el terrorismo, rodeado de un personal con las mismas convicciones religiosas que él y abriendo la puerta de la Casa Blanca a los grupos de estudio de la Biblia. También afirmaba haber leído más de una decena de biografías de Abraham Lincoln. «Me conduce una misión de Dios. Dios me dijo ‘George, ve y lucha contra esos terroristas en Afganistán’. Y lo hice. Y luego Dios me dijo ‘George, ve y termina con la tiranía en Irak’. Y lo hice», declaraba en una entrevista a The Guardian.

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Nota IMDB: 6,4.

Nota FilmAffinity: 6,3.

Nota del blog: 4.

Están vivos

20 Dic

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Año: 1988.

Director: John Carpenter.

Reparto: Roddy Piper, Keith David, Meg Foster, George ‘Buck’ Flower, Peter Jason, Raymond St. Jacques, Jason Robards III, John Lawrence.

Tráiler

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         En una década en la que, probablemente de forma un tanto tópica aunque no por ello injustificada, el cine de corte popular suele asociarse al consumo acrítico de palomitas por parte de hordas de adolescentes, los filmes de género de John Carpenter se alzan como un referente de causticidad subversiva y, huelga decir, de diversión. Están vivos puede que sea el ejemplo más bruto.

         Al igual hacía La cosa con los cuerpos que asimilaba -otro ente del espacio exterior que, a pesar de encarnar una maldad pura, puede mimetizarse con los seres humanos con poco esfuerzo-, Están vivos es una película que da la vuelta, como un calcetín, a las premisas del subgénero de invasiones extraterrestres que tanta presencia había tenido en un contexto de paranoia anticomunista en la que los pérfidos marcianos no eran sino una trasposición de los espías soviéticos que se infiltraban en el tejido social estadounidense, imitando al ciudadano corriente, para destruir desde dentro su modelo de vida y sus valores nacionales.

Y es que, ambientada en tiempos de crisis y hastío, en Están vivos son los garantes de ese American Way of Life quienes menoscaban la libertad del tipo de a pie por medio de subterráneas estratagemas -el materialismo, el consumismo, el fomento del individualismo, la competitividad homicida entre el proletariado, el elitismo, la propaganda a través del control de los medios de comunicación de masas…-. De una forma mucho más creíble que el anterior, por supuesto. Y también con una mayor vigencia, en vista de la deriva ultraliberal del país, así como su ascendencia sobre el resto de estados sujetos a una economía de mercado.

         Están vivos arremete contra todo: la economía predatorial, el culto al dinero, el nacionalismo como cortina de humo sometida al capital, la sobreexplotación del planeta, la falta de conciencia de clase, el conformismo que abraza un estado de consciencia artificial -análogo al posterior Matrix, por tanto- coloreado con abundantes sustancias tóxicas… No es una cinta nada sutil -con unas simples gafa de sol queda todo a la vista-, pero es endemoniadamente gamberra -ese recurso tan delirante y genial, por desvergonzadamente increíble, es prueba de ello- y, además, certera -bien conocidas son las alabanzas que le dedica el influyente filósofo Slavoj Žižek en su Manual de cine para pervertidos-.

         En esta trinchera de serie B, a la que Carpenter había regresado para recobrar su independencia y su amor por el cine, el argumento tampoco está excesivamente desarrollado, al igual que ocurre con los personajes. El protagonista sigue el arquetipo de forastero solitario propio del western -territorio tan querido por el cineasta- y está flanqueado por el tradicional compañero de fatigas -que ofrece otro ángulo desde el que censurar esa alienación y desconexión individualista frente a los problemas de la colectividad- y la mujer atractiva  -quien abre una subtrama romántica que, como ella misma, apenas está esbozada-. Pero, en cualquier caso, su aguerrida mala leche y su espíritu rebelde se elevan muy por encima de esta modestia.

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Nota IMDB: 7,3.

Nota FilmAffinity: 6,4.

Nota del blog: 7.

¿Y ahora, qué?

12 Dic

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Año: 1934.

Director: Frank Borzage.

Reparto: Douglass Montgomery, Margaret Sullavan, Alan Hale, Catherine Doucet, DeWitt Jennings, Muriel Kirkland, Christian Rub, G.P. Huntley.

Tráiler

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          Hans Fallada había publicado Pequeño hombre, ¿y ahora qué? en 1932. La novela, ambientada en la agonía de la República de Weimar, sumergida en la angustia de la crisis económica posterior a 1929, terminaría convirtiéndose en un clásico moderno de la literatura alemana, sobreviviendo incluso a la implacable tijera nazi. Prueba de que había dado en el clavo de las pulsiones sociales del momento es que, para 1934, ya contaba con dos adaptaciones al cine: una germana, de 1933, y esta ¿Y ahora, qué? hollywoodiense, que no obstante la llevará a cabo un cineasta, Frank Borzage, que comenzará aquí una trilogía en la que retratará desde un punto de vista profundamente íntimo y emocional la desolación del país europeo y el consiguiente ascenso del nazismo, completada con Tres camaradas y Tormenta mortal.

          No por nada, Borzage era un especialista en afrontar los dramas poniendo a prueba el romance de una pareja de jóvenes, como es aquí el caso del azorado Hans y la optimista y dulce Lämmchen -interpretada por Margaret Sullavan, piedra angular de la trilogía y con la que el director contará también, en ese mismo periodo, en La hora radiante-. Esta experiencia es perceptible en la delicadeza y hermosura con la que recoge el amor que entrelaza a los protagonistas, que incluso son capaces de hallar espacios bucólicos en medio de los aprietos que los asedian y que les impiden vivir sencilla y apaciblemente, con la única ambición de entregarse el uno al otro con plenitud.

          A partir de estas dificultades -el desempleo rampante, la constante amenaza de la miseria más absoluta, el polvorín social a punto de explotar en una sociedad decadente-, ¿Y ahora, qué? traza también una crítica social que se manifiesta en las diversas formas de prostitución -figuradas, indirectas o literales- que las clases privilegiadas obligan a ejercer a los desamparados, y que encuentran su reflejo enajenado en ese clima de revolución en ciernes que tienta a los desesperados.

Este discurso que llama a la paz social termina por ser un tanto ingenuo e incluso más sensiblero que conmovedor, análogo a la resolución del melodrama de los dos enamorados, con un deux ex machina al que le pesan los años. Sin embargo, queda el lirismo, el romanticismo y la ternura que se palpa en los fotogramas, en los encuadres que acarician con cariño a sus personajes.

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Nota IMDB: 7,3.

Nota FilmAffinity: 7,3.

Nota del blog: 7.

Joker

14 Oct

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Año: 2019.

Director: Todd Phillips.

Reparto: Joaquin Phoenix, Robert De Niro, Zazie Beetz, Frances Conroy, Brett Cullen, Shea Whigham, Bill Camp, Glenn Fleshler, Leigh Hill, Josh Pais, Sharon Washington, Brian Tyree Henry, Douglas Hodge, Dante Pereira-Olson.

Tráiler

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          El Gwynplaine de El hombre que ríe procuraba llevar el rostro embozado. Así ocultaba la mueca que le desfiguraba la faz con una perpetua y exagerada sonrisa que se contraponía frontalmente a la constante desgracia que asolaba su existencia, azotada por el sadismo, la tiranía y el engaño. Al Arthur Fleck de Joker le revienta la risa a borbotones cuando le golpea la crueldad de una sociedad enajenada. Es una carcajada que humilla, que repugna, que asfixia. La grotesca e impactante estampa que imaginaba la película de Paul Leni sería el germen de uno de los principales rivales de Batman, consagrado como personaje trágico por cómics como La broma asesina, de Alan Moore, y solemnemente inscrito en la mitología popular del cine por El caballero oscuro, de Christopher Nolan.

Joker es una obra alejada de la espectacularidad -sombría o luminosa- propia del cine de superhéroes, uno de los grandes filones comerciales del cine contemporáneo. Joker es fundamentalmente una tragedia construida sobre la incomodidad. Los fotogramas y el libreto de Todd Phillips -escrito este último junto a Scott Silverconvierten a Arthur en una presencia tremendamente incómoda en la pantalla, de la misma manera que su compañía y su naturaleza como enfermo mental incomoda a aquellos que lo rodean. El bufón que da vergüenza ajena, el desgraciado cuya miseria repele. Es imprescindible para ello la actuación de Joaquin Phoenix, dueño de un aura asociado a criaturas torturadas. Su característico y anticanónico estilo, tan ausente como intenso según la ocasión, se combina con una anatomía que es puro escombro retorcido. Phoenix interpreta hasta con la escápula.

          De esa constante incomodidad, Joker extrae poder perturbador, pero también una profunda tristeza. Porque el personaje sufre situaciones que se comprenden, desoladoras maldades cotidianas -la mezquindad, la falta de empatía, el desprecio, el clasismo…-. Cualquiera puede estallar el día menos pensado, sugiere. Antitético de la épica y el glamour del archivillano, el martirio de Arthur, parejo a su definitivo despeñamiento hacia una locura irreparable, va dibujando un retrato social decididamente tenebroso. La oscuridad, la soledad y la tortuosidad que ofrecen las composiciones visuales -esa figura siempre sola o rechazada, envuelta en trances penosos, crispados y tétricos, cercada de mugre y fealdad- es la semblanza moral de una Gotham en crisis que surge como una ciudad asediada por la basura, por las ratas, por la suciedad, la pobreza y la desesperación.

          La estética del filme se remite a los años setenta, una de las décadas más turbulentas y volátiles de la historia reciente de los Estados Unidos, que se manifestaría en el séptimo arte a través de un Nuevo Hollywood poblado de antihéroes atormentados y dudosos. Joker trata de dialogar con esas cintas de obsesión reconcentrada y sangrienta, de rebeliones a sangre y fuego emprendidas desde los márgenes abandonados de la megalópolis, con ejemplos manifiestos como Taxi Driver y El rey de la comedia. Robert De Niro, protagonista de ambas, surge como catalizador evidente de estas referencias, pero también con un puñado de guiños sembrados por el camino.

A través de esta guía espiritual, Joker habla de un sistema diseñado para que el pez grande se coma al pez chico, así como de los monstruos abisales que engendra esta injusticia flagrante, egoísta y homicida. Los privilegiados, satisfechos con su caridad purificadora, ríen mientras contemplan las desdichas de Charlot, el eterno vagabundo que, al mismo tiempo, podría transmutarse en el pérfido Adenoid Hynkel, dictador de Tomania. Curiosamente, el guionista Konrad Bercovici demandaría a Charles Chaplin acusándole de que El gran dictador era un plagio del filme King, Queen and Joker, donde el hermanastro del genial cineasta, Sydney, encarnaba por igual al primero y al último de los personajes. Rey y bufón, bufón y rey. Todo uno. Siniestramente intercambiable.

          En Joker se empatiza con Arthur Fleck, pese a que su mente se aboca cada vez más al delirio psicótico. Con todo, hay detalles de lenguaje que lo muestran más ajeno que grandioso. El primer asesinato del yuppie o el seguimiento obsesivo de la vecina están filmados con tomas relativamente alejadas del personaje. Relativamente frías, objetivas, dentro de una función en la que abundan los primeros planos.

          Esa cercanía se percibe asimismo en cuestiones bastante menos positivas. Phillips insiste por momentos en subrayar líneas conceptuales -«esta gente no nos quiere», remacha la funcionaria del servicio de salud tras mencionar los recortes presupuestarios- o elementos del relato -el narrador poco fiable-, al igual que abusa de recursos de impacto cargados de significado -esa carcajada tan simbólica-.

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Nota IMDB: 8,9.

Nota FilmAffinity: 8,5.

Nota del blog: 7,5.

Mula

11 Mar

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Año: 2018.

Director: Clint Eastwood.

Reparto: Clint Eastwood, Bradley Cooper, Dianne Wiest, Michael Peña, Taissa Farmiga, Ignacio Serricchio, Alison Eastwood, Laurence Fishburne, Andy Garcia, Clifton Collins Jr., Lobo Sebastian, Eugene Cordero.

Tráiler

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            El pasado diciembre, Clint Eastwood presentaba oficialmente a su hija secreta de 64 años, Laurie, a quien había tenido en una infidelidad a su primera esposa, Maggie Johnson, y a quien no conoció hasta que ella cumplió la treintena. Fue durante la première de Mula, un evento que el veterano cineasta disfrutó además en compañía de los otros siete hijos que ha tenido de seis mujeres diferentes, unidos y sonrientes en lo que una de ellas, Alison -que precisamente encarna en el filme a una hija semiabandonada-, describió como una gran familia.

            Eastwood lleva tiempo ajustando cuentas. Durante esta etapa crepuscular de su carrera, tanto desde la silla de director –Sin perdón, Los puentes de Madison, Poder absoluto, Deuda de sangre, Space Cowboys, Million Dollar Baby, Gran Torino– como de simple actor asalariado –En la línea de fuego, Golpe de efecto-, sus apariciones en pantalla están marcadas, o como mínimo condicionadas, por los conceptos de redención y segunda oportunidad, especialmente en lo que a relaciones familiares se refiere. También por la revisión de su propio mito cinematográfico: el pistolero impasible y letal, el justiciero implacable, el tipo duro que no rinde cuentas a nadie. Aunque su excusa argumental –basada en la historia real de Leo Sharp– apunta al cine de género de la mano de un nonagenario que convierte en insólito transportista de droga para el cártel de Sinaloa, Mula, el regreso del californiano al protagonismo tras seis años de retiro, es por tanto una reincidencia en esta constante temática, que además muestra curiosos puntos de conexión con The Old Man and the Gun, el reciente colofón de otra leyenda viva: Robert Redford.

            De este modo, a través de una intriga criminal sencilla, con algún nexo bastante objetable -esa manera de entrar a formar parte del entramado mafioso-, pero realmente entretenida y narrada con un pulso narrativo ejemplar, Mula va componiendo el drama de un anciano que trata de reconciliarse con su familia, con la sociedad y consigo mismo por el camino del dinero fácil. Vender su alma para recuperar su alma. Esta vertiente intimista no está exenta de tópicos y de insistencia en el mensaje acerca del auténtico valor de las cosas, amén de algún ramal al que no se termina de dar cierre -la conexión pseudopaternal con el lugarteniente mexicano-; pero en los momentos en los que puede acercarse incluso a cierto sentimentalismo se sostiene gracias al carisma y la intensidad interpretativa de Eastwood. El papel se ajusta a la perfección a sus inclinaciones, dotado asimismo de esos detalles irónicos y metalingüísticos que pueden rastrearse en este último tramo de su filmografía y que, chisposos y efectivos, refuerzan el atractivo del personaje, perfectamente interrelacionado con el astro.

            Esta mirada personal se extiende además a otras lecturas críticas que Eastwood hace de la sociedad estadounidense, por supuesto siempre a su manera, con su característica autonomía ideológica. La inmersión de este civil cualquiera en el siniestro submundo del narcotráfico -que por sus métodos y lógica representa la cara B del capitalismo salvaje, no lo olvidemos- deja constancia de las dificultades que atraviesa el pequeño empresario y el trabajador corriente a consecuencia de la devastadora crisis económica y de su desprotección dentro de un sistema que nada garantiza a quien nada tiene, si bien esta vertiente de la solución desesperada de una clase media presa de las circunstancias está menos acentuada que en otras obras semejantes como la comedia británica El jardín de la alegría o las series Weeds y Breaking Bad.

Es más notoria todavía en su tratamiento del racismo, que aborda igualmente según lo entiende él, un señor mayor encuadrado toda su vida en una categoría social a priori privilegiada y que se declara harto de los ‘lloriqueos’ de las nuevas generaciones. Dentro de esta concepción se enmarca pues su denuncia contra la persistencia de los prejuicios étnicos -la manera en la que los agentes de la DEA filtran a sus sospechosos- y de los atropellos directos contra sus libertades ciudadanas y hasta su integridad física -la interceptación de un conductor latino, una escena tan directa que parece un apunte forzado-, las cuales se matizan de forma paralela en su protesta contra las imposiciones de la corrección política -el empleo de términos considerados vejatorios-. Es decir, que la visión del autor distingue y contrapone el racismo factual frente a unos hábitos quizás anticuados pero que no entiende ofensivos, pues no se encuentran respaldados realmente por hechos o actitudes denigrantes. En definitiva, una vuelta al agradecido Walt Kowalski del «¿qué tramáis, morenos?», a los códigos westernianos del entendimiento, el respeto y la fidelidad entre los individuos de un país libre.

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Nota IMDB: 7,2.

Nota FilmAffinity: 7.

Nota del blog: 7.

The Florida Project

19 Feb

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Año: 2017.

Director: Sean Baker.

Reparto: Brooklynn Prince, Bria Vinaite, Willem Dafoe, Christopher Rivera, Valeria Cotto, Mela Murder, Josie Olivo, Caleb Landry Jones, Aiden Malick, Edward Pagan.

Tráiler

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         Los protagonistas de The Florida Project residen en un castillo medieval de estridente color morado, a unos pasos de un desopilante mercado de fruta con forma de media naranja o de una tienda de regalos con la colosal efigie de un mago. Sean Baker ubica la historia en un escenario de fantasía, pero esta es una fantasía cutre, el reverso low-cost del Disneyworld cuya sombra domina todo este artificioso paraje. Incluso la fantasía, pues, esta restringida para los marginales. Las princesas pobres no comen perdices.

         The Florida Project emplea una ambientación cercana a la irrealidad -la arquitectura alucinada, el cromatismo desaforado, la luz exultante- con el objetivo de, paradójicamente, reflejar un pedazo crudo de realidad social. Amante de las criaturas a las que la sociedad ‘de bien’ procura dar de lado y ocultar en guetos de todo tipo, Baker escoge el punto de vista de una niña que crece, libre y salvaje, bajo el sol del verano, que es la época en la cual, en la vida y en el cine, los críos queman sus etapas evolutivas. Las imágenes surgen inmediatas, luminosas, anárquicas; moviéndose al ritmo infatigable de los chavales y dando forma así, en un relato que casi es un encadenado de viñetas, a la perspectiva hiperactiva y eufórica desde la que observan el mundo y se lo comen por los pies.

Es una mirada infantil que, por tanto, tiene todo el idilismo del verano -las vacaciones, las aventuras, el buen tiempo, las nuevas amistades…-, lo que resulta en un desbordante vitalismo. Pero, al mismo tiempo, esta mirada contrasta con la consciencia adulta de la situación que la rodea, cuyas amenazas se van manifestando a medida que el argumento se torna más narrativo para encaminarse a un desenlace dramático.

En consecuencia, tampoco quiere decir esto que el de Baker sea un retrato idealizado de la niñez, sino que goza de bastante naturalidad y frescura, amparado por unas interpretaciones infantiles perfectamente dirigidas. Es decir, como si no hubiesen recibido ninguna instrucción previa, sino que estuviesen jugando en el barrio, obedeciendo a aquella máxima que decía Clint Eastwood sobre que los niños son actores natos, pues viven interpretando o imitando roles constantemente. Y al frente de ellos está la sorprendente Brooklyn Prince, cabeza de un reparto marcado, en su mayor parte, por la falta de experiencia en el medio. Así, decíamos, Moonee no es una niña encantadora, por más que sea una muchacha con un tremendo encanto. Escupe y eructa por afición, tiene la boca como una cloaca y perpetra trastadas que coquetean con el delito. Con la debida distancia entre ambas, su tratamiento personal, afectivo y circunstancial no me parece demasiado diferente al de la protagonista de la reciente Verano 1993. Son, a su manera, otras lágrimas que están ahí y que, por unas razones determinadas, no brotan.

         Combinada con la personalidad de la madre -stripper y superviviente, abordada sin frivolizar con el morbo emocional o sexual de la situación-, esta composición del personajes -cariñosa, entregada pero sin concesiones- le sirve a Baker, realizador y guionista junto a su habitual compañero Chris Bergoch, para abundar en reflexiones acerca de los modelos de paternidad, de familia e incluso de vida que impone una sociedad estrictamente coercitiva -la omnipresencia del helicóptero policial, la intensidad de su zumbido en secuencias climáticas de estrés- para aquellos que no pueden, o no quieren, alcanzar los estrechos márgenes que marcan sus convenciones.

La figura del manager del motel (Willem Dafoe), que ejerce de una especie de sheriff solitario venido de algún lugar exterior a este reducto a saber por qué causas -se sugiere el conflicto familiar- y asimilado ya al entorno, devotamente entregado a las necesidades de esta pequeña comunidad que lo atormenta y aprecia a partes iguales, ofrece una muestra de entrañable dignidad a través de su trato íntimo, directo y comprensivo con los habitantes de esta pensión dejada de la mano de dios.

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Nota IMDB: 7,7.

Nota FilmAffinity: 7,2.

Nota de blog: 7,5.

La ley del mercado

16 Dic

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Año: 2015.

Director: Stéphane Brizé.

Reparto: Vincent Lindon, Karine de Mirbeck, Matthieu Schaller.

Tráiler

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         La procesión va por dentro. En lugar de gritar proclamas indignadas contra el atropello de la persona por parte de una sociedad secuestrada por el balance de resultados, imposición de la crisis económica, La ley del mercado calla. Denuncia y golpea mediante el silencio. Un silencio de dientes apretados, que atruena en irritación contenida, en rebeldía latente, en rabia a flor de piel.

         Adherida a la vida cotidiana de su protagonista -un operario fabril que siente en sus carnes el drama del desempleo y la voluntaria incapacidad de un sistema diseñado para hacer negocio a costa del prójimo-, La ley del mercado no reclama la empatía del espectador a través del sentimentalismo, el dramatismo o el tremendismo al que se presta el argumento -o incluso los burla mediante una heladora elipsis-; decisión que algunos podrían identificarlo como una falta de intensidad del relato.

Pero lo cierto es que, mirando con atención, la espalda de Vincent Lindon –mejor actor en Cannes-, cada vez con el rostro menos visible para la cámara, transmite una electrizada carga de hastío que va in crescendo a lo largo de su recorrido por las oficinas de (des)empleo, las humillaciones a las que se somete para arrodillarse ante el insaciable Dios del beneficio (ajeno) y la garita de vigilante de seguridad que, en el mejor de las situaciones posibles, dicen, le ha tocado habitar. Unas escenas, estas últimas, en las que se palpa en el cuerpo propio los retortijones de estómago, la angustia moral y el estrés emocional que sufre un personaje muy humano en su zozobra.

         Otra de las virtudes invisibles de La ley del mercado es su habilidad para ponernos en la mirada del protagonista en otro aspecto igualmente harto desagradable: el proceso para aprender a sospechar de los pares. Las cámaras del supermercado no son solo para controlar al cliente, sino también, en especial, al trabajador.

Por el contrario, no es esta una historia donde comparezca una personalización del Mal, al estilo de las más explícitamente combativas obras de Ken Loach, incombustible abanderado del cine de compromiso europeo. No irrumpen en sus fotogramas plutócratas enriquecidos a costa del proletariado, políticos clasistas y corrompidos, o sindicalistas traidores. Como mucho gente que muestra un egoísmo vulgar; insensible e insolidaria. En La ley del mercado, el paisaje humano está compuesto de individuos que, presionados cada uno por sus circunstancias particulares, asume su desesperación como buenamente pueden.

Y que, en su desesperación, gritan en silencio.

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Nota IMDB: 6,8.

Nota FilmAffinity: 5,9.

Nota del blog: 7.

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