Año: 2005.
Director: Steven Spielberg.
Reparto: Tom Cruise, Dakota Fanning, Justin Chatwin, Miranda Otto, Tim Robbins, Morgan Freeman.
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El 11 de septiembre de 2001, la realidad demostró al cine el verdadero rostro de la catástrofe colectiva, nacional. Después de la emisión en directo y a escala global de las impactantes imágenes de los atentados terroristas contra las Torres Gemelas de Nueva York, cualquier película de catástrofes anterior a aquella fecha quedaba revocada. Desde entonces, sobre todo en la primera década tras el ataque, el cine emularía simbólicamente, bajo distintas capas de ficción, este trauma grabado a fuego en las retinas y las mentes de todo un planeta.
Steven Spielberg recupera La guerra de los mundos para ponerla en conversación con la realidad del momento. La película comienza frente a una Manhattan mutilada. El padre de familia que encabeza esta lucha por la supervivencia se ve envuelto, de improviso, en una vorágine que no comprende y que supera ampliamente sus capacidades de ciudadano corriente. Escapa entre una masa aterrorizada mientras los edificios se desploman, con la cámara a la altura de la gente, con un limitado campo de visión. Queda cubierto por un polvo blanco. Y eso que no lo encarna un hombre cualquiera, sino el héroe arquetípico del país, Tom Cruise, el actor más taquillero por entonces -apunto, eso sí, de experimentar su declive precisamente con una desconcertante labor promocional de la cinta, carne de protomeme-. Pero incluso él vaga desorientado por las ruinas, asustado, sin saber qué decirle a sus hijos, incapaz de ofrecerles protección y seguridad entre la locura.
Enlazando con este último conflicto, el guion opta por abordar la cuestión mediante un relato -bastante plano y conocido, aunque deja algún buen instante como el de la nana- sobre la redención de un padre ante su exmujer y sus hijos. Es decir, por esa óptica de ausencias y disfunciones familiares tan del gusto del cineasta estadounidense. Como lo son también, claro, los extreterrestres. De hecho, hay recursos -como esa manifestación de rayos y luces visto desde dentro de la casa- que recuerdan al rapto de Encuentros en la tercera fase -donde, por su parte, el cabeza de familia dejaba de lado a los suyos para encomendarse a la búsqueda de respuestas a las preguntas que le ardían en el interior-.
Desde un inicio de vertiginoso espectáculo, esa carrera contra la sanguinaria amenaza del enemigo -tan acelerada que desatiende detalles de lógica como que funcione una cámara de vídeo en pleno apagón tecnológico, que no busquen cena en la nevera de una fastuosa mansión, que no sufran una hipotermia por nadar en invierno en el Hudson…- llega a estancarse a fuerza de la repetición. Y, en último término, contrasta con el bajón de intensidad con el que se resuelve la obra.
Pocos meses después del estreno de La guerra de los mundos, Spielberg abundará en esta metáfora de la situación, en este caso de la subsecuente ‘guerra contra el terror’, a través de Munich, género de espías donde esta vez el enemigo no aparece tan palmario, a bordo de monstruosos trípodes, mientras que, a la par, las certezas políticas y morales se diluyen en un juego de sombras, ambiguedades y, en definitiva, cruento absurdo. En esta, el hijo del protagonista ya servía para introducir cierto elemento crítico sobre el belicismo impulsivo que, sin embargo, no termina de desarrollarse y queda colgado como un añadido sin mayor vuelo.
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Nota IMDB: 6,5.
Nota FilmAffinity: 5,7.
Nota del blog: 6,5.
Contracrítica