Tag Archives: Soledad

Taxi Driver

13 Mar

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Año: 1976.

Director: Martin Scorsese.

Reparto: Robert De Niro, Jodie Foster, Cybill Shepherd, Harvey Keitel, Albert Brooks, Peter Boyle, Leonard Harris, Martin Scorsese.

Tráiler

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          Taxi Driver termina con un aguijonazo. No recuerdo si era Martin Scorsese o Paul Schrader quien lo definía así. Apaciguada la tempestad de ruido y furia, Travis Bickle vuelve a ser un anodino conductor de taxi. El objeto de su obsesión, Iris, comparte carrera con él, quien parece haber recobrado unos mínimos de compostura aceptables en esa Nueva York permanentemente nocturna y prograsivamente trastornada, a la cual la cámara retrata a centímetros de su pútrida piel de asfalto, de su esperpéntico maquillaje de neón, de sus supurantes alcantarillas. El saxo de la partitura de Bernard Hermann retoma una cadencia calmada, acompasada al parsimonioso transitar del coche. Pero, de repente, una imagen entrevista. Una mirada fugaz por el retrovisor. Un aguijonazo. La bestia sigue vigilante.

          Taxi Driver captura una serie de palpitaciones que permanecen agazapadas tanto en la comunidad como en el interior de uno mismo. La sociopatía de Travis Bickle acecha desde lo más oscuro, acumulando fuerzas hasta explosionar una vez más. Travis Bickle es una atmósfera social, un estado de ánimo. De ahí su vigencia a través de las generaciones, de su recurrente conexión con una realidad que parece cambiar pero en la que, quizás, nada cambia. La frustración irreparable, la soledad incurable, el desarraigo absoluto, el vacío existencial. Travis Bickle desembarcaba en el Nueva York de los años setenta tras un periodo de gestación y bautismo de fuego en el horror de Vietnam. Es la década del desconcierto, del pesimismo, del despertar tras el sueño soleado y amoroso de esa Era de Acuario que moriría ahogada en la sangre vertida por la Familia, por los magnicidios de aquellos que prometían un futuro de concordia, por su propio vómito de atracón de estupefacientes. Sobre sus cenizas volvía a resurgir la derecha parafascista de tipos como Richard Nixon. Los excesos pretéritos habían de ser combatidos a punta de Magnum 44, con los representantes de la ley virando hacia fuera de los márgenes de lo establecido para garantizar, paradójicamente, los fundamentos de lo establecido. Harry Callahan debía patear a Scorpio, tirotearlo hasta matarlo, porque era la única manera de que no escapara por entre las grietas de un sistema corrompido. Travis Bickle también compra una Magnum 44, fascinado por su poder justiciero, además de otras pistolas de cañón más corto por motivos prácticos. Verdugos del sistema que operan fuera del sistema; paramilitares de una guerra que ahora se libra en la sacralidad violada del hogar.

Travis Bickle ni siquiera tiene una placa que respalde mínimamente sus actos. Desde su taxi, patrulla las calles. Su mente, disuelta como una aspirina efervescente en un vaso de agua, identifica al enemigo. Y al enemigo se le elimina. La de Travis Bickle es, pues, una historia de los Estados Unidos y de sus contradicciones eternas, de sus conflictos inherentes. En parte, su carácter toma inspiración del Samuel Byck que había tratado de asesinar precisamente a Nixon un par de años antes del estreno del filme. Tiempos en los que el individuo se veía capaz de empuñar un arma y salir a defender su posición, sin siquiera parapetarse antes en una posición dominante. Su delirio encuentra cierta lógica en un entorno degradado que asume como propio, que lo envuelve narcotizándolo, contaminándolo.

          Tal vez el contexto histórico evolucionase en los años posteriores, pero Travis Bickle siempre permanece ahí, en su cabina, oteando la calle por los retrovisores. Puede que el último lustro haya sido el más convulso políticamente en el país norteamericano -y en el resto del mundo- desde aquellos años setenta. La polarización de la ciudadanía, al menos, alcanza cotas semejantes. Dos devastadoras crisis económicas, la de 2008 y la que trajo consigo la pandemia, diezmando las clases medias, depauperando todavía más al precariado y aumentando todas las brechas socioeconómicas imaginables. Dinamitando, pues, las perspectivas de futuro. Donde hubo detractores de la guerra frente a ultranacionalistas del ‘America love it or leave it’, ahora hay activistas de Occupy Wall Street, Me Too o Black Lives Matter frente al renacimiento de la extrema derecha, el neofascismo y el supremacismo blanco; las masas que toman al asalto el Capitolio secundando las tesis emponzoñadas de su inefable líder. En el cine, quien escudriña por el retrovisor puede que no sea Travis Bickle, pero podría ser el Joker que reimagina Todd Phillips. La herencia no solo se percibe en los fotogramas. También en los perfiles de aquellos que recurren a ambas figuras como iconos para representarse al mundo a través de las redes sociales. Tampoco suelen andar lejos quienes claman por un hombre fuerte capaz de purgar de un balazo el mal que hostiga a la sociedad, identificados nuevamente con Callahan y su revolver, descomunal símbolo fálico. No está de más aludir a la deconstrucción y las mutaciones de los paradigmas sociales, al hombre blanco de mediana edad que barrunta que está perdiendo ciertos privilegios que aparentemente estaban asegurados. Cuando estos son los últimos que quedan debido a otras circunstancias -esencialmente esa tendencia del neoliberalismo a extremar los escalafones sociales-, la situación tiende a tensarse. La frustración irreparable, la soledad incurable, el desarraigo absoluto, el vacío existencial.

          Schrader lo formulaba en su anterior Yakuza: «Cuando un americano enloquece, abre la ventana y dispara a un montón de extraños; cuando un japonés enloquece, cierra la ventana y se suicida». Porque, aparte de social, esta angustia tienen una dimensión vital y particular; sea transitoria, por cosas de la edad, sea arraigada en lo más hondo. Hay obras capaces de, en unas circunstancias concretas, impactar como un relámpago en lo más profundo del espíritu. Taxi Driver es probablemente la película que cambió definitivamente mi percepción del cine al descubrirla a los 15 años. Toda ese interior confusamente convulso, esa sensación de extrañamiento, el desengaño constante, ese rencor inconcreto. También eso es Travis Bickle, un individuo cuya vida es un pasillo vacío, sucio y mal iluminado, desde cuyo fondo él llama sin respuesta mientras sostiene ridículamente un ramo de flores que nadie desea. Una proyección paroxísitica, una fantasía sublimada. Taxi Driver es, entre otras cosas, una película sobre la desidia, sobre la apatía, sobre una abulia que se enquista y metastatiza hasta reventar en violencia. Travis Bickle en su cubil caótico y desconchado, jugando con el equilibro del televisor donde mira sin mirar un horrible telefilme, obsceno en su falsedad, hasta alcanzar el desastre por el mero dejarse llevar por la indiferencia. Una expresión meridiana de esa sorda desesperación. Taxi Driver es una de las obras que mejor ha plasmado ese aburrimiento tóxico, reconcentrado, cuyo hedor hasta se huele y se paladea. Scorsese desmonta esa patraña de la ‘durée’ -el transmitir el aburrimiento mediante el aburrimiento en bruto- que inventaban los de la Nouvelle Vague para, en cierta manera, justificar un desprecio al empleo de recursos narrativos elementales.

Pura contradicción, la respuesta violenta de Travis Bickle –el asesinato de Palantine, falso ídolo, dueño simbólico de su anhelo romántico- se entrecruza con una misión de redención personal -el rescate de Iris, una prostituta de 12 años, del lumpen neoyorkino; la pureza inmaculada confundida por la perniciosa dialéctica de la liberación de la mujer y el new age hippie-. Un centauro del desierto definitivamente enajenado, en perpetuo galope en su búsqueda de purificar la sociedad, a sí mismo. Su locura, descrita en un discurso trabado, incoherente y delirante, es la locura de unos Estados Unidos que fantasean obcecados con salvar a una inocente que ni es inocente ni quiere ser salvada. La cara oscura de un complejo de benefactor universal pervertido en una cruzada demenciada y destructora, de igual modo que, en otros tiempos, la perversión del ideal propagandístico del sueño americano se había personificado en el gánster estelarizado por el cine de los años treinta. Que Travis Bickle se decante por uno u otro plan es cuestión azar, si bien el desenlace sería probablemente idéntico en ambas: un grotesco baño de sangre que se plasma como una alucinación malsana. A pesar de que la sociedad termine asumiéndolo como tal, Travis Bickle no es un héroe. Ni siquiera un antihéroe. Scorsese y Schrader, con un aguijonazo postrero, advierten de que su cruzada tampoco es redención. Y de que no acaba nunca.

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Nota IMDB: 8,2.

Nota FilmAffinity: 8,1.

Nota del blog: 10.

Beginning

18 Dic

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Año: 2020.

Directora: Dea Kulumbegashvili.

Reparto: Ia Sukhitashvili, Kakha Kintsurashvili, Rati Oneli.

Tráiler

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         En una escena de Beginning, la protagonista se tumba en el suelo, con los ojos cerrados y las manos entrelazadas sobre el regazo. Semeja concentrarse en la paz bucólica que emana de alrededor, del bosquecillo, y con la que su hijo, un chaval aparentemente consentido, pugna en atenciones hasta que se rinde y cesa en su empeño. La mujer continúa ensimismada. Los trinos de los pájaros van perdiéndose mientras que, desde el sonido, brota un fragor como de batalla.

La georgiana Dea Kulumbegashvili compone su ópera prima fundamentalmente con planos fijos que se alargan en el tiempo, que dejan descansar y contemplan la imagen para que, progresivamente, vayan retumbando en ella lecturas e interpretaciones, y también eviscerándose sensaciones -esa molestia invasora de unas manos extrañas sobre el respaldo del asiento, por ejemplo-.

Tan solo se cuentan cuatro movimientos de cámara en Beginning. Uno de ellos es una burda agresión sexual que encontrará luego su contrapartida, en un giro de cámara en dirección opuesta, en una agresión psicológica que también ocurre en la misma localización doméstica, en el corazón del hogar. En otro, que precisamente sucede al instante descrito al principio de este texto, el niño comienza mirando hacia el prado donde yace su madre para, inopinadamente, aparecer formando parte de ese mismo lugar, lo que desliza un inesperado apunte irreal que parece sembrar un concepto que terminará de estallar en el desenlace. En este sentido, esta escena de esencia surrealista encastrada de una obra de estética prominente pero de crudo estilo narrativo solo vuelve a tener ecos en el alegórico epílogo, acaso relacionando ambos dentro de un mismo significado críptico.

         No son estas las únicas disposiciones especulares que pueden trazarse a lo largo del relato, puesto que el arranque del metraje -en el que el recurso del plano fijo hace al espectador partícipe de una comunidad de Testigos de Jehová en tierra hostil y, lleno de tensión, lo introduce también como víctima del atentado de odio- tiene su respuesta en la última decisión de Yana. El de Beginning es un universo dominado por un Dios que guarda silencio. O que está ausente. O que abandona a sus criaturas, especialmente si son féminas. Hay escaso calor humano en las acciones que observa. Apenas lo sugiere, de nuevo desde el sonido, en el latido de un corazón que se escucha subrepticiamente durante el abrazo de una madre y una hija encadenadas no solo por el vínculo familiar, sino también por su género y, en consecuencia, por las penurias asociadas a ser mujer en una sociedad tan patriarcal y retrógrada como ese Jehová veterotestamentario y huido. El formato del fotograma es angosto; los interiores ásperos y solitarios; a los niños no se les tolera el juego.

         Sin embargo, Beginning no se articula exactamente como un filme de denuncia, sino que desarrolla un arduo retrato psicológico, tan desafiante como la significativa prolongación -quizás a veces exagerada- de sus tomas. No es fácil adentrarse en la mente de Yana, poblada de dudas, angustias y resquemores, lo que se manifiesta en esa seca y acre escena de violación, en torno a la cual sobrevuela una turbulenta ambigüedad. No tan gráfica y obscena como la de Perros de paja, desde luego -rodada esta por un director de rotunda sensibilidad e intereses viriles como Sam Peckinpah-, sino más hanekiana; perturbadora en todo caso, acorde a una incomodidad perpetua y a una violencia que, aparte de sus brotes físicos, se husmea permanentemente en la atmósfera.

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Nota IMDB: 6,5.

Nota FilmAffinity: 6,1.

Nota del blog: 6,5.

Fresas salvajes

16 Dic

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Año: 1957.

Director: Ingmar Bergman.

Reparto: Victor Sjöström, Ingrid Thulin, Bibi Andersson, Gunnar Björnstrand, Jullan Kindahl, Folke Sundquist, Björn Bjelvenstam, Naima Wifstrand, Gertrud Fridh, Gunnar Sjöberg, Gunnel Broström, Max von Sydow.

Tráiler

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         Al parecer, durante una etapa de mala salud motivada por el estrés, el médico de Ingmar Bergman, también amigo personal del director, le recomendaba asistir a sus charlas sobre los trastornos psicosomáticos. Pero lo cierto es que Bergman es un cineasta que vierte sus preocupaciones, su dolor físico y existencial, en su obra. En crisis personal a causa de la mala relación con sus padres y la deriva de sus relaciones amorosas -el ya irregular romance con Bibi Andersson que se compagina con un tercer matrimonio todavía no zanjado-, Bergman imagina en Fresas salvajes a un doctor que, al final del viaje de su vida, emprende un viaje en coche mientras que, en una tercera reflexión, impulsado por sus vivencias presentes -ese reconocimiento que prácticamente sabe a póstumo, la compañía de tres chavales enredados en un triángulo amoroso, el encontronazo con un matrimonio tóxico-, este emprende viajes mentales y oníricos en los que recorre puntos de inflexión de su vida -el presentimiento de la muerte, la frustración del amor de juventud, la infidelidad de su esposa como culmen de un enlace desdichado-.

         Berman entrega el personaje a un ídolo, Victor Sjöström, a quien ya había dirigido en Hacia la felicidad. Con el reloj ya sin manecillas que marquen el tiempo que le queda de prórroga, el doctor Borg abandona su refugio de ermitaño para exponer sus debilidades e inseguridades en la confrontación con su nuera, perteneciente a otra generación y dueña de otro aliento vital, con quien comparte odisea y duelos dialécticos marcados por unas confesiones tan aparentemente educadas como dolorosamente incisivas. Fuera de su aislamiento, los adentros del anciano galeno se remueven, saliendo a flote un remolino de dudas, remordimientos y miedos que se manifiestan a través de sueños y evocaciones que parecen tomar cuerpo en las incidencias de la ruta -como evidencia el doble papel de Bibi Andersson, en un detalle que llega a recalcarse incluso en las conversaciones-. La frialdad emocional y la insensibilidad hacia el otro; el egoísmo; los dilemas entre racionalidad y creencia; la angustia existencial como condición psicológica hereditaria, como si se tratase de un mal congénito -un retrato de familia que «no tiene valor», la paternidad como otro clavo para retenernos en el absurdo de la vida-.

         La fotografía se oscurece en torno al confuso y atribulado protagonista, perdido ya el soleado resplandor de la niñez y dejado atrás también ese bosque ligeramente tétrico en el que tienen lugar unos cuernos donde lo más terrible no es lo que se representa en escena, sino lo que sucederá fuera de pantalla y que se rememora mediante la voz y las correspondientes expresiones de reacción. Los diálogos son afilados y contundentes. La dirección del reparto, precisa. Las imágenes, tan aparentemente sencillas como expresivas; bien taciturnas, bien inquietantes, bien sensuales, bien hermosas.

         Precisamente, ese regreso del doctor Borg a las relaciones sociales -a la que había renunciado al considerarlas un mero sistema de enjuiciamiento de los unos a los otros- es uno de los motores dramáticos de Fresas salvajes; el proceso de autoexploración y de transformación que desencadena la confrontación frente al prójimo. En este caso, se traduce en un abandono del ensimismamiento que deja una puerta abierta al perdón, a la reconciliación con el presente fuera del permanente refugio en los recuerdos de la infancia.

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Nota IMDB: 8,2.

Nota FilmAffinity: 8,1.

Nota del blog: 8,5.

Estoy pensando en dejarlo

9 Oct

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Año: 2020.

Director: Charlie Kaufman.

Reparto: Jesse Plemons, Jessie Buckley, Toni Collette, David Thewlis, Guy Bond.

Tráiler

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          Los sueños acostumbran a tener una lógica que emula la realidad lo más fielmente posible. Introducir al soñador en un espacio demasiado aberrante o confuso puede tener como consecuencia la desactivación de ese estado de suspensión de la consciencia, la autodestrucción del sueño y, por tanto, la ineficacia de su función -sea cual sea esta-.

En Estoy pensando en dejarlo, el viaje de una pareja para visitar a los padres de él parece atenerse a las convenciones de la realidad, por más que determinadas fugas -la voz en off que parece provenir de un hombre mayor asomado a una ventana que es, a la vez, el protagonista de espaldas- van avanzando las grietas por donde se filtra lo onírico. Son apenas detalles que rompen con la sensación de cotidianeidad, que ponen a prueba o perturban la percepción del espectador, ya desafiada por la extensión de ese recorrido por carretera que se diría desgajado del mundo exterior, con el paisaje prácticamente anulado por la ventisca, con una conversación encerrada en un espacio de fotografía cenicienta y luz mortecina donde, en ocasiones, ni siquiera hay cuarta pared y los personajes miran fugazmente a los ojos, como interpelando furtivamente a quien los observa.

          En su debut, Cabeza borradora, David Lynch había plasmado que la tensión que provoca conocer a los suegros, máxime si su hija está secretamente embarazada, puede degenerar en pesadilla sudorosa, de una febrilidad tan supurante como el presunto pollo que ha de trinchar el azorado novio. En un primer instante, algo de ese terror psicológico y surrealista se desliza en Estoy pensando en dejarlo. La invasión de la burbuja de confort se manifiesta en unos pies pútridos, en una risa penetrante, en la inclinación de un cuerpo sobre el otro, en el implosivo nerviosismo de la pareja. Charlie Kaufman construye un agujero negro en el que, a pesar de mudar de repende desde la pátina de colores gélidos a otra más cálida y acogedora, la incomodidad es constante. Hay una violencia soterrada pero que se presiente a punto de estallar, rincones siniestros a donde se nos conduce. Desde la llegada a la granja, lo ha sumergido todo bajo el halo pringoso, fétido y oscuro de la muerte.

          En Estoy pensando en dejarlo se palpan miedos cervales. La soledad, las relaciones posesivas, la inseguridad, la degradación física y psicológica del envejecimiento, la angustia sin consuelo por la corrupción de la vida, las frustraciones de nuestras esperanzas… Todas ellas azuzadas por el inmisericorde paso del tiempo. Las sensaciones son mareantes, puestas a girar por medio del manejo del punto de vista y de la interconexión de una miriada de pistas explícitas o disimuladas por la escena. Porque, ¿a quién corresponde verdaderamente este punto de vista? La mujer ostenta de primeras la voz interior del relato, pero ni siquiera podemos referirnos a ella con certidumbre: Lucy, Lucia, Louisa, Ames… En cierto momento, la cámara parece adoptar su mirada mediante un plano subjetivo, pero sin embargo ella de repente aparece de espaldas, en otra habitación.

En paralelo, hay una contaminación por parte de esos susurros masculinos insistentes, que, como se decía antes, brotan tras la imagen de un tipo de espaldas que puede ser tanto un conserje como el protagonista -un tipo que, como revelarán sus allegados, sujeta su existencia y sus deseos a férreas normas difíciles de cumplir por terceros implicados-. La identificación de ambos hombres se refuerza con el decorado doméstico compartido, con cierto estado emocional, con una inconcreta vinculación hacia la mujer, con esa recopilación de ideales femeninos que podrían conformar precisamente el frankensteiniano retrato en el que encierra a la amada… La ficción -literaria, cinematográfica… artística en definitiva- como vaso comunicante de la realidad, como sibilino -y no pocas veces tóxico- muñidor de expectativas fabulosas en el erial de una vida rutinaria, corriente y acaso desoladora. Al comienzo, se insinúa que él es capaz de conocer qué le pasa a ella por la cabeza.

          Kaufman juega con ambos planos, interconectados a través de manifestaciones mentales -la música en el salón con los bailarines en el profundo pasillo de la escuela, igualmente imperfecto incluso tratándose de un potencial efluvio de la imaginación-, y su relación se vuelve más inestable a medida que avanza el metraje y el arraigo que la película pudiera tener con la realidad se desconcha más y más, decantando la narración hacia la fantasía de una mente torturada. Porque, en verdad, Estoy pensando en dejarlo no semeja tanto un sueño como un viaje inesperado en el tiempo -¿hacia atrás? ¿hacia adelante?- emprendido en una noche de atmósfera tormentosa. Cargada de esa electricidad estática, previa a que revienten los rayos en el cielo encapotado, y que da dolor de cabeza y angustia.

Autor experto en diseccionar los mecanismos y los pliegues de la identidad humana, el de Kaufman es un rompecabezas tan exuberante como enigmático. El diablo está en los detalles. El director y guionista desarrolla una miríada de capas superpuestas, trufadas de inacabables referencias. Un abrumador conglomerado que puede resultan indigesto o absorbente, según los ojos que lo miren y que lo piensen.

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Nota IMDB: 6,7.

Nota FilmAffinity: 6.

Nota del blog: 8.

El nadador

19 Ago

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Año: 1968.

Director: Frank Perry.

Reparto: Burt Lancaster, Janice Rule, Janet Landgard, Tony Bickley, Marge Champion, Bill Fiore, Kim Hunter, Nancy Cushman, Joan Rivers.

Tráiler

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         «¡Qué maravilloso día!», se regocija el señor Merril, acariciado por el sol de verano, refrescado por las aguas límpidas, deslumbrado por el colorido de una vida festiva, mientras alumbra la fantasía de regresar a casa atravesando el condado de piscina y piscina. El cuerpo atlético, magnífico; la sonrisa de porcelana coronando una mandíbula orgullosa.

El nadador es una alegoría sugerida desde la atmósfera, donde el escenario es en realidad una traslación del estado interior del personaje principal. Esta idea pletórica de un satisfecho habitante de los suburbios estadounidenses es la que predomina durante la mayor parte del metraje, pero contrasta abruptamente con la introducción que se deslizaba durante los títulos de créditos. Porque, ¿de dónde demonios viene este hombre en bañador? Los fotogramas se abren en una naturaleza otoñal y enmarañada, donde la paz se rompe al paso de este individuo enigmático, al que se oculta en este primer instante. Las notas iniciales de la banda sonora suenan incluso siniestras, y pasan a ser melancólicas hasta que prorrumpe el primer chapuzón, que da pie a música de cóctel y a un amistoso martini al final del largo.

         El nadador es un viaje sobriamente delirante en una época donde el cine muestra a un país que, atormentado por las dudas acerca de sus valores idiosincráticos, emprendía su propio viaje existencialista en busca de su esencia, de su destino, de su alma. En este sentido, el río que simboliza la línea de la vida queda encofrado en forma de piscinas. La artificialidad de este American Way of Life y sus nociones fundamentales -el éxito por el materialismo, el clasismo, la egolatría…- es uno de los ejes centrales de El nadador, que emplea el misterio del protagonista, dosificado a través de encuentros, encontronazos, confesiones y gestos, como ariete con el que arremeter contra las idílicas vallas de estas ostentosas residencias donde se atrinchera, sepultada tras un estupor etílico, una miríada de criaturas frívolas. Un autoproclamado explorador que redescubre una nación deformada hasta lo irreconocible; una existencia desarraigada, alienada y frustrada hasta el absurdo, el vacío, el terror. El sueño y la pesadilla.

El presunto realismo con el que se retrata este ambiente social está tiznado no obstante de un inquietante surrealismo que nace desde esa extraña introducción y que, visualmente, queda de manifiesto en la textura onírica que impregna algunos tramos del camino del señor Merril, en especial el que comparte en compañía de una joven que sirve para trazar la metáfora del lacerante y desesperado final de su juventud. La alegoría de El nadador no es sutil en muchas ocasiones, pero, en cualquier caso, el sentido del patetismo con el que la expresa posee una fuerza aniquiladora.

         El pasado del señor Merril se filtra y gotea a través de fragmentos del pasado y de alusiones veladas a su presente. Su acumulación va trazando un crescendo amenazador. Los primeros planos sobre las emociones que encarna Burt Lancaster, idóneo para el papel, son insistentes -como lo será especialmente una última escena excesiva en su regodeo con las conclusiones- para mostrar su progresivo desconcierto, así como los interrogantes que embargan su carácter, esa tragedia que acecha. Su transitar entre propiedades y piscinas se refleja en imágenes cada vez más frías, con más sombras, que dejan al personaje lejano en el plano; solo, cojitranco, desorientado.

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Nota IMDB: 7,7.

Nota FilmAffinity: 7,1.

Nota del blog: 8.

Siete años en el Tíbet

31 Jul

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Año: 1997.

Director: Jean-Jacques Annaud.

Reparto: Brad Pitt, Jamyang Jamtsho Wangchuk, David Thewlis, Lhakpa Tsamchoe, DB Wong, Mako, Danny Denzongpa, Victor Wong, Ingeborga Dapkunaite.

Tráiler

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         Es posible que el premio Nobel de la Paz al Dalái Lama en 1989 propulsara el interés de Occidente por el budismo tibetano y sus enseñanzas de paz interior y hacia el prójimo -o viceversa-. En lo posterior, estrellas de Hollywood como Richard Gere, Harrison Ford, Meg Ryan, Sharon Stone o Uma Thurman -no por nada hija del prestigioso profesor de estudios indotibetanos Robert A. F. Thurman– se pronunciarían a favor de la independencia del Tíbet, bajo dominio de la República Popular China, al tiempo que se organizaban conciertos solidarios bajo el cuño de Tibet Freedom. Centrándonos en la manifestación cinematográfica de este fenómeno, Pequeño Buda, del prestigioso Bernardo Bertolucci, abriría las puertas de otro par de películas a cargo de cineastas de renombre, como Kundun, de Martin Scorsese, y Siete años en el Tíbet, de Jean-Jacques Annaud.

         Curiosamente, Kundun y Siete años en el Tíbet se estrenan ambas a finales de 1997 y precisamente cuentan como figura central al decimocuarto Dalái Lama, Tenzin Gyatso, y su vida marcada por la ocupación del país y su exilio internacional. Pero si la primera le concede protagonismo absoluto, la segunda -que incluirá en el reparto a su hermana para interpretar el rol de su madre y cuyo guion estará hasta bendecido por el propio hombre santo después de que se lo hiciera llegar Gere, una de las primeras opciones para encabezar la producción- sitúa el principal punto de vista en el alpinista austríaco Heinrich Harrer, cuyo relato, basado en su libro de memorias homónimo -y ya objeto de un documental exhibido en 1956 en el festival de Cannes-, coincide con la infancia y entronización del líder espiritual y político del Tíbet.

         Así pues, Annaud asienta los fotogramas en el sobrecogedor paisaje himalayo -que en realidad son los Andes argentinos, a excepción de un breve trozo de metraje rodado en secreto- para evocar esa noción mística acerca de la existencia de fuerzas que superan y trascienden al terrenal ser humano. En este marco, la aventura de Harrer -un Brad Pitt con forzado acento germánico- se expresa como el involuntario peregrinaje de purificación de un hombre afectado por los males de la sociedad moderna -la intolerancia, el individualismo, la arrogancia- dentro de un retrato quizás algo plano, aunque estimulado por la espectacularidad de las imágenes y del choque cultural al que se enfrenta -si bien a la postre apenas se escruta más allá del pintoresquismo-.

En este sentido, su condición de campeón de escalada en tiempos del Anschluss nazi no deja de ser simbólica, puesto que el cine alemán del periodo tenía en el bergfilm, las películas de montaña, su equivalente al wéstern estadounidense, es decir, la plasmación mítica de la conquista del territorio, de la imposición de la voluntad de una nación sobre cualquier adversidad. En Siete años en el Tíbet, no es Harrier quien conquista la montaña, sino que la montaña lo conquista a él.

         Dentro de este fondo, la narración establece el conflicto paternofilial como una de sus principales vertientes, construída como el encuentro entre una infancia robada y una paternidad perdida. Sin embargo, a pesar de este planteamiento, consolidado por un montaje paralelo que había alternado la mirada del alpinista con la del joven elegido, el cineasta francés terminará por desmontar esta premisa dramática al vincularla a una concepción occidental, pero manteniéndola dentro del proceso de aprendizaje y redención de Harrer y dando lugar a una relación cálida y hermosa entre uno y otro partícipe.

Por su lado, la cuestión política está resuelta de forma bastante rutinaria, con lo que no alcanza demasiada fuerza. A causa de ello, el tercer acto -en el que debido a su relevancia histórica y biográfica se impone en detrimento de la profundización en el resto de asuntos- cotiza a la baja.

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Nota IMDB: 7,1.

Nota FilmAffinity: 6,1.

Nota del blog: 6.

Desmontando a Harry

3 Jul

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Año: 1997.

Director: Woody Allen.

Reparto: Woody Allen, Elisabeth Shue, Billy Crystal, Judy Davis, Amy Irving, Julia Louise-Dreyfus, Richard Benjamin, Kristie Allen, Demi Moore, Stanley Tucci, Tobey Maguire, Hazelle Goodman, Bob Balaban, Eric Lloyd, Caroline Aaron, Eric Bogosian, Shifra Lerer, Hy Anzell, Robin Williams, Julie Kavner, Mariel Hemingway, Tony Sirico, Jennifer Garner, Paul Giamatti.

Tráiler

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         Martin Scorsese sostenía acerca del cine de Ingmar Bergman que sus películas del eran una conversación consigo mismo. El esquivo autor escandinavo no escondía el peso autobiográfico y autoanalítico que sustentaba su obra. Woody Allen, devoto admirador y probablemente el más digno heredero del sueco, también emplea esa introspección para indagar en su inestabilidad emocional, su deriva amorosa, el sentido de su propia existencia. En Desmontando a Harry, el neoyorkino se apropia de las Fresas salvajes de Bergman para, a lo largo de un viaje por carretera y de un recorrido por la literatura del protagonista, viviseccionar la personalidad y las inquietudes de un hombre que vive a través de su obra, tal es su inadaptación a la vida. Aunque es evidente asimismo la influencia del de Federico Fellini y, siguiendo esta huella, en cierta manera podría considerársela una remodelación de su anterior Recuerdos.

         La confrontación entre la autoficción y la realidad de Harry Block depara un juego que, como señala el propio investigado, es tan triste como divertido. El de Desmontando a Harry es un retrato despiadado sobre un tipo tan hecho trizas como su camiseta interior, presa de un aterrador vacío afectivo que deriva en un aterrador bloqueo creativo. Allen expone la mezquindad con la que el personaje resuelve su hiperactividad sexual, castigada al obligarlo a ir rogando de forma lamentable que alguien le acompañe al homenaje que le rinde esa misma universidad que años atrás lo expulsó por inútil. Pero, por mor de la debida complejidad, también hace empatizable su desesperación frente el abismo y destaca su capacidad para transformar toda esta mierda privada en oro, en arte que puede incluso ser terapéutico para sus semejantes, bien como entretenimiento bien como herramienta para entender mejor la existencia.

         Allen rompe en parte con el sobrio clasicismo que suele caracterizar su gramática. Refleja la perspectiva fragmentada e inquieta del protagonista desde el montaje -los cortes, los flashbacks-, aunque sobresale especialmente, con gran sentido cómico, esa manifestación del mundo creativo de Harry Block mediante una puesta en escena cinematográfica. Es decir, la representación de la vida hecha representación de cine, con sus actores, su fantasía y, por supuesto, su innegociable subjetividad. Una traducción o más bien adaptación -e incluso sublimación- de la propia vida frente a la que el creador rinde cuentas literalmente, pues sus criaturas se alzan en rebeldía para replicarle. Y le replican tanto a Block -un escritor que plasma su biografía ligeramente disimulada- como a Allen, por tanto, pues las grandes motivaciones temáticas de sus obras son compartidas: los inexplicables deseos del corazón y el camino de rosas y espinas que arrastran tras ellos; el desasosiego ante un mundo agresivo y hostil; el temor hacia la mortalidad pese a una vida agridulce y desencantada; la búsqueda permanente de consuelo y realización…

         Puede que Desmontando a Harry sea una de las películas más afinadas de Allen. Es una crítica, afilada, profunda y honesta -a la par que ingeniosa e hilarante- exploración de un artista y su relación con la realidad y con su obra. Agridulce, rica en matices. Madura y contundente.

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Nota IMDB: 7,4.

Nota FilmAffinity: 7,7.

Nota del blog: 9.

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