Archivo | noviembre, 2011

Paprika

30 Nov

“¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.”

Calderón de la Barca

 

 

Paprika

 

Año: 2006.

Director: Satoshi Kon.

Reparto (V.O.): Megumi Hayashibara, Akio Ohtsuka, Tôru Furuya, Kôichi Yamadera, Toru Emori.

Tráiler

 

 

            Satoshi Kon, uno de los mejores representantes del ubérrimo anime japonés, planteaba en su serie televisiva Paranoia Agent el miedo, la paranoia propiamente dicha, como fenómeno colectivo, fruto del encadenamiento de experiencias individuales que acaban por conectarse en un todo común. En Paprika, la última película de Kon antes de su muerte -a la espera de su póstuma The Dreaming Machine-, son una conjunción de sueños particulares los que envuelven, irremediablemente, a toda la sociedad en una amenazante pesadilla en la que, debido al robo de un lector de experiencias oníricas, la línea entre sueño y realidad se difumina con terribles consecuencias.

             Dos mundos, el de la realidad y el de lo onírico, necesariamente complementarias según las teorías básicas de la psicología, pero antagónicas en esencia. El sueño supone siempre el fin de las represiones y ataduras morales o físicas, la ruptura de las barreras de lo posible que puede traducirse en etéreo e inasible paraíso o en el breve infierno de la pesadilla. En cuanto al protagonismo literal de la vivencia del sueño, el cine suele concentrarse en este segundo aspecto, en el que la unión de ambos mundos impone la pesadilla sobre la vida. Por ejemplo, en forma de monstruo descarnado, como en Pesadilla en Elm Street.

            Paprika explota un concepto similar, sin la literalidad del monstruo, más disimulado en un villano megalómano que aspira a controlar vida y muerte (no se sabe muy bien para qué), en el que el antídoto estará también en el juego entre el personaje “real” y el “alter ego” de las inmersiones oníricas, quizás una versión más perfecta y mejorada de uno mismo. Combatir el sueño con sueño.

            De la misma manera que Paranoia Agent, una idea de base originalísima, con unas posibilidades tremendas Paprika sienta parte de los fundamentos argumentales e, incluso, algún personaje de Origen, filme que decide emprender a partir de ahí muy distintos caminos- se desarrolla de manera más irregular en su nudo, nublando en ocasiones la idea –o hipertrofiándola, se podría decir también- con la farragosa palabrería y el cierto caos que jalona frecuentemente estas realidades paralelas de la animación nipona, desembocando finalmente en un desenlace que, si bien es coherente con las exigencias del planteamiento, da, de nuevo, la sensación de no estar a la elevada altura de las expectativas que el relato creaba en su impresionante comienzo.

            Riqueza visual e imaginativa al servicio de una película muy entretenida.

 

Nota IMDB: 7,7.

Nota FilmAffinity: 7,2.

Nota del blog: 7,5.

Un tranvía llamado Deseo

29 Nov

“¿Me aplaudirían si fuese un buen fontanero?”

Marlon Brando

 

 

Un tranvía llamado Deseo

 

 

Año: 1951.

Director: Elia Kazan.

Reparto: Vivien Leigh, Marlon Brando, Kim Hunter, Karl Malden.

Tráiler 

 

 

            En camiseta ceñida, sudoroso, viril, con el brillo de una impetuosidad irreflenable y salvaje marcado a fuego en su mirada. Marlon Brando hacía su irrupción en la memoria colectiva del cine como mito –había debutado el año anterior con Hombres-. Para muchos, será el mejor intérprete de todos los tiempos. El Actor.

 

Venía a desterrar a los antiguos modelos de galanes de la época dorada de Hollywood. Con un magnetismo universal pero más ambiguo, más versátil, más radical, rostro visible de un estilo que llevaba al actor a desarrollar en su interior las vivencias de los personajes, en experiencias extremas y extenuantes. Dueño de un carisma arrebatador, que lo alzaría a las más altas cimas de su arte, así como a preguntarse por el sentido y el fondo de un espectáculo a menudo ingrato y vacío, a cuestionar su propio trabajo, y  a no pocos pozos de decadencia, alquilado al mejor postor, “como una puta”, según sus propias palabras.

 

            Elia Kazan hará de Brando su actor fetiche. Esta será la última película del director de origen griego antes de caer en la ignominia de las delaciones de la caza de brujas del mccarthismo.

 

            Un tranvía llamado deseo, con la que Kazan había triunfado en su traslado a las tablas de Broadway, es la adaptación de la obra de teatro homónima de Tennessee Williams, todo un dramón sureño que traslada al espectador un final, el de la cordura de Blanche DuBois (Vivien Leigh), imagen de toda una parte de la sociedad de su tiempo. La decadencia de un estilo de vida y unos valores representados en una mujer incapaz de dejar atrás un pasado que no volverá, incapaz de afrontar el presente, no digamos cualquier tipo de futuro, refugiada en el último bastión de su belleza, a punto de comenzar a marchitarse, y en el exilio forzoso en la modesta casa de su hermana en Nueva Orleans, esposa de Stanley Kowalski, brutal tirano de sentimientos ajenos, insensible, rudo, impulsivo y con el atractivo de lo indómito. El papel que había encumbrado a Brando en Broadway y que, ahora, lo haría famoso en Hollywood, con total merecimiento.

 

Una ciudad asolada por el calor de estío, donde afloran pasiones incendiadas entre seres perdidos en una moral decrépita, retratados con una crueldad inusitada, con una verborrea que desgrana antiguos rencores, viejas heridas, arcaicos pecados, ahogados en su egoísmo, en su inaguantable sufrimiento, cuya posibilidad de huida que pasa por resistir lo inaceptable o hundirse en el abismo de la locura.

 

            Kazan mantiene la esencia teatral de la obra sobre todo en el guion, denso, con largos y arrebatados –y aligerables, desde luego- soliloquios, exagerados por interpretaciones como la de la muy afectada Leigh –merecedora del Oscar y la Copa Volpi en Venecia-, para una cinta de la que no se puede negar una inmensa capacidad para provocar la sensación de claustrofobia de unos personajes al límite, cuya angustia exuda a través de poderosas imágenes que aportan lo cinematográfico, pero que, desde mi punto de vista, sufre ya un poco disfrutable acartonamiento folletinesco, cosa habitual en el melodrama clásico más exaltado (y plúmbeo).

 

            Lo mejor, Brando desde luego, clavando un personaje de una terrible violencia que va mucho más allá de lo físico.

 

 

Nota IMDB: 8,1.

Nota FilmAffinity: 8.

Nota del blog: 6.

Stalingrado

28 Nov

«Barro, sangre y mierda. Eso era la guerra, eso era todo, Santo Dios. Eso era todo.»

Arturo Pérez Reverte (El húsar)

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Stalingrado

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Año: 1993.

Director: Joseph Vilsmaier.

Reparto: Dominique Horwitz, Thomas Krestchmann, Jochen Nickel, Sebastian Rudolph, Karel Hermánek, Dana Vávrová.

Tráiler

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            Existen en el cine dos maneras de afrontar el drama bélico, especialmente una batalla decisiva, como esta de Stalingrado, uno de los puntos de inflexión en la Segunda Guerra Mundial: describir el sacrificio heroico del soldado a modo de epopeya, justificado en nombre de grandes e incuestionables ideales, o retratar la miseria que alberga toda guerra, sus efectos nada gloriosos, su radical absurdo. La primera suele quedar en el espectáculo patriotero y autocomplaciente, generalmente mediocre en su fondo; la segunda es capaz de entregar películas universales, joyas para el recuerdo (Sin novedad en el frente como modelo fundacional, Senderos de gloria como máxima expresión, Masacre: ven y mira, variante del descenso a los infiernos en clave más onírica, también ambientada en el frente ruso; La delgada línea roja, con una mirada más existencialista e introspectiva del hombre ante la perversión de lo humano).

            Stalingrado es una superproducción alemana -originariamente proyectada por Sergio Leone, que fallecería antes de comenzar el rodaje-, que revisa el papel del ejército alemán y sus hombres dentro del fracaso de dicha batalla, de la cual se conmemoraba entonces el cincuenta aniversario. Los boches de la Wehrmatch también tenían cara y sentimientos, aunque es difícil abordar una película desde el punto de vista de los soldados que habían encarnado el brazo fuerte del Mal con mayúsculas. Al contrario de la opción escogida por Peckinpah en La cruz de hierro, quizás la más directa inspiración del filme, donde los personajes principales se declaraban abiertamente contrarios a las doctrinas nazis dentro de ese caos que ya olía a derrota, Vilsmaier, director y guionista de la cinta, elige no hacer mención a ideologías, mostrar al combatiente como persona, con independencia del sentido último que defiende –en ambas, el militar profesional prusiano, de casta, tiene como único interés el oficio de la guerra el sustrato ideológico que le defiende-, lo que da lugar, no obstante a unos personajes bien definidos, pero también de escaso relieve, sin aristas que llamen a contradicciones internas o polémicas por el fondo que enmarca su situación.  Es el hombre solo ante el monstruo de la guerra, un gigante inclemente, poblado por bestias, asolado por los elementos, donde la esperanza es imposible y donde el heroísmo, si alguna vez lo hubo, ha quedado desterrado por lo trágico o lo penosamente ridículo.

Como Senderos de gloria, es la demostración de la ignominia que supone un conflicto bélico, imposible de ganar para ningún bando, donde nadie sale ileso aunque no sufra ni una sola magulladura. El horror no hace distinciones entre vencedores y vencidos.

            Los personajes de Stalingrado, un idealista teniente recién trasladado al frente y sus hombres, tratan de resistir a una lucha que se desarrolla tanto en el campo de batalla como en el interior de cada uno, feroz pugna que había experimentado su expresión más literal en el Platoon, de Oliver Stone, donde el Bien y el Mal, encarnados por dos superiores en rango, se disputaban el alma del soldado Chris. Sobrevivir a las balas y las bombas, conservar su humanidad como último rescoldo de su espíritu, una aspiración muchas veces contraproducente en el ejercicio de la guerra, ininteligible o aberrante para un mando fanatizado, inhumano y alejado de la realidad.

Una odisea como experiencia personal para escapar de la guerra, siempre incompatible con la integridad como ser humano, comparable a la del soldado Tamura de Nobi (Fuego en la llanura), en la que Vilsmaier no ahorra en crudeza, a veces con simple voluntad de epatar. Más sangre que no significa mayor impacto, ya que Stalingrado resulta, incluso, más complaciente con la gran audiencia que la cinta de Ichikawa, que interpelaba al espectador atacando sus vísceras, más que sus sentidos.

No obstante, no se puede negar la eficiencia de Vilsmaier para el retrato de la acción bélica, sin necesidad de batallas de masas, y su habilidad en el manejo de las emociones de sus personajes, si acaso con un discurso que hacia el final puede caer en la reiteración, con detalles de forzado melodramatismo menos inspirados.

Meritoria.

 

Nota IMDB: 7,5.

Nota FilmAffinity: 7,3.

Nota del blog: 7,5.

El lado oscuro del corazón

27 Nov

“Es imposible hacer una buena película sin una cámara que sea como un ojo en el corazón de un poeta.”

Orson Welles

 

 

El lado oscuro del corazón

 

Año: 1992.

Director: Eliseo Subiela.

Reparto: Darío Grandinetti, Sandra Ballesteros, Nacha Guevara, André Mélançon, Jean Pierre Reguerraz.

Tráiler

 

 

            La filmografía del argentino Eliseo Subiela suele dedicar una mirada especial a la vida a través de personajes con una percepción que va más allá de lo convencional, que identifican y experimentan el amor, la muerte, el significado de la existencia, desde un prisma singular e intransferible, especialmente intenso. Es así el protagonista de Hombre mirando al sudeste, supuesto loco, de la misma manera que lo es también el poeta que ofrece el punto de vista de El lado oscuro del corazón, eterno adolescente que cita y asume poemas de Benedetti, Girondo y Gelman, refugiado en la autocondesendencia pesimista de la búsqueda de lo imposiblela mujer capaz de volar-, temeroso de encarar sus propios sentimientos, de arriesgar en una vida/amor adulto su comodidad nihilista e intrascendente, su bohemia ermitaña, desencantada, caótica, desorientada, fingidamente despreocupada, escudo ante la siempre poco comprensiva realidad.

            La poesía como modo de entender la vida, como modo de alejar a una muerte observadora, prosaica, paciente, maternal y celosa; un medio de supervivencia literal, intercalado con sexo vacío y egoísta, con validez tan solo hasta el encuentro inesperado con la horma de su zapato al otro lado del Río de la Plata, en un cabaret, quizás representación del cielo, donde sí existe la mujer que vuela, donde el poeta auténtico –el mismísimo Benedetti-, la divinidad que dictó las líneas que rigen su existencia, toma cuerpo de capitán de navío alemán.

Es el sexo –como amor en contadas ocasiones, como vida- y la muerte, la representación del corazón del poeta.

            El guión, puro lirismo, tiene su eco perfecto en unas imágenes arrebatadas que plasman la mirada subjetiva del protagonista, surrealista en su imaginación y en su manera de sentir, en su percepción visceral de los acontecimientos. Nada se deja al azar, ni una línea, ni una escena, ni una metáfora lingüística o visual, en ocasiones expresión preciosa y mágica de sus emociones, en otras, traviesa ironización de tópicos de la psicología freudiana.

Puede que el final exigiera más fuerza de lo que se le concede, pero así es la vida. Poco se le puede reprochar a Subiela, autor con el atrevimiento de saltarse todas las convenciones de lo romántico, de mirar más allá en lo cotidiano, de lo metafísico, de descubrir los sentimientos humanos para crear un mundo único, cautivador, inspirado, original, sensible, con un tremendo encanto.

 

Nota IMDB: 7,1.

Nota FilmAffinity: 7,4.

Nota del blog: 8,5.

Casco de acero

26 Nov

“Si piensas, puedes volverte loco.”

Obergefreiter Fritz Reiser (Stalingrado)

 

 

Casco de acero

 

Año: 1951.

Director: Samuel Fuller.

Reparto: Gene Evans, William Chun, James Edwards, Steve Brodie, Richard Loo, Richard Monahan.

 

 

 

            El cine de Hollywood tuvo a bien parir, en el cambio de década entre los cuarenta y los cincuenta, una serie de autores provenientes de muy variados caminos, como el periodismo, la escritura de guiones para cine y teatro o el cargo de chicos para todo de la industria; tipos radicalmente independientes, visceralmente comprometidos con su arte y con la sociedad de su tiempo y agitadores y provocadores con el manierismo calculado, excesivo en ocasiones, de unas formas violentas y agresivas que interpelaban directamente a un espectador que había de preguntarse por el sentido de las imágenes, por el mensaje oculto tras el choque frontal que proponían sus autores.

Son los Boetticher, Aldrich, Peckinpah, Siegel, Brooks, Fleischer, Fuller,… Son la generación de la violencia.

            Sam Fuller, cronista de sucesos, escritor de novela negra, guionista de serie B y veterano de la campaña de África de la Segunda Guerra Mundial, abría su filmografía como director con un western, Balas vengadoras y ya en esta, su tercera película, Casco de acero, comienza su andadura en lo que sería su género predilecto, el cine bélico, sobre el que volcará parte de sus propias experiencias y sentimientos.

Casco de acero, autoproclamado homenaje a la sufrida infantería norteamericana, ambienta su acción en la Guerra de Corea, por entonces en curso –en realidad, aún a día de hoy la paz no se ha llegado nunca a sellar de manera oficial-, rápida sucesión de la Segunda Guerra Mundial para un ejército, combatiente esta vez bajo bandera de Naciones Unidas, que aún no se había repuesto del sacrificio.

             La película reúne en torno a unos movimientos de incursión en territorio enemigo bastante arbitrarios –no se sabe bien cuál es su misión concreta, su propósito- a un heterogéneo pelotón de infantería al que se han sumado el sargento Zack (Gene Evans, debutante en pantalla), un aguerrido soldado que para sobrevivir a la guerra en espíritu escuda sus sentimientos tras una coraza forrada de desdén y sarcasmo, un niño surcoreano perdido en el conflicto y un sanitario afroamericano; tres personajes que las circunstancias ha dejado en el abandono, con su compañía o su familia, elementos equivalentes, aniquilados brutalmente en la barbarie, y ahora unidos a un contingente intacto, completo, pero igual de desorientado, compuesto por un oficial incompetente y sus soldados, un desastre de unidad en el que el único soldado competente es un japo-americano al que nadie hace caso.

             La fuerza del relato, escrito también Fuller, reside en la descripción lúcida e intensa de los personajes y sus relaciones, en la transcripción de sus emociones; individuos no que pintan nada en el conflicto sin sentido de un país dejado de la mano de Dios y que tratan de sobrevivir más como pueden que como se les ordena, sorteando sobre el alambre la fina línea que separa la vida de la muerte inevitable, la razón de la locura acechante, resguardados en firmes convicciones y pequeñas obsesiones que mantienen ligados los frágiles fragmentos de cordura que les restan, manteniendo en lo posible un estoicismo imperturbable mientras resisten atrapados en una torre budista. El propio sargento Zack, realista como pocos, curtido en mil y una batallas, sabe que cualquier fisura en su armadura de acero supone el fin, hecho que prohíbe estrictamente establecer relaciones humanas, sin lugar en la crueldad absoluta de la guerra.

             Fuller supera con energía, convicción y contundencia en el rodaje la acusada falta de medios para unas escenas de acción bélica aisladas, complementaria al desarrollo de personajes, dejando en un tercer plano, más tibios, menos trabajados, unos apuntes de contenido político que vienen sobre todo de la mano del villano de la función, un mayor del ejército comunista norcoreano experto en sacar punta a las contradicciones raciales de la sociedad americana. Es probablemente el aspecto más imperfecto en su resolución, demasiado discursivo y poco sutil para el jugo que un tipo crítico con la hipocresía social como Fuller podría haber sacado.

Interesante.

 

Nota IMDB: 7,6.

Nota FilmAffinity: 6,8.

Nota del blog: 7,5.

Faraón

25 Nov

“Agradezco no ser una de las ruedas del poder, sino una de las criaturas que son aplastadas por ellas.”

Rabindranath Tagore

 

 

Faraón

 

Año: 1966.

 Director: Jerzy Kawalerowicz.

Reparto: Jerzy Zelnik, Leszek Herdegen, Piotr Pawlowski, Stanislaw Milski, Krystyna Mikolajewska, Barbara Brylska, Emir Buczacki.

 

 

            Desde finales de la década de 1950, en plena desestalinización, el cine de Europa de Este bajo la influencia o, directamente, sometida al yugo de la Unión Soviética experimentaba una etapa de renovación y cambio. En el propio cine soviético surgían autores como Tarkovski o Konchalovski, en Checoslovaquia Forman o Menzel, Fábri en el Nuevo Cine Húngaro y jóvenes atrevidos, talentosos y originales como Polanski y Skolimowski en Polonia, emigrados más tarde al extranjero tanto para escapar de las aún férreas restricciones que la censura del régimen imponía a la libertad artística como para despegarse con la máxima figura cinematográfica polaca del momento: Andrzej Wajda. Jerzy Kawalerowicz compartirá época con todos ellos, ensombrecido en un segundo plano, desde el que obtiene una merecida relevancia internacional tan solo a través de dos obras: Madre Juana de los Ángeles, de 1961, reconstrucción histórica sobre el caso de posesión diabólica colectiva de las endemoniadas de Loudun, y Faraón, de 1966.

            Faraón presenta un relato ambientado en el Antiguo Egipto, en una cronología y dinastía ficticias: la transición en el trono entre Ramsés XII y Ramsés XIII, a la sazón protagonista del filme.

Una localización reducida casi a la anécdota –no hay que buscarle un gran rigor histórico, por tanto- pero que sirve a Kawalerowicz para componer una alegoría sobre el poder y sus formas, derivado del enfrentamiento entre el joven, arrogante, concienciado, impetuoso y compasivo príncipe y la casta sacerdotal, verdadero poder de facto del imperio, guardián de las riquezas y de la sabiduría del país representado por el hombre santo Herhor, mano derecha del faraón, una esfinge imperturbable que guía los destinos de Egipto con una mezcla de prudencia, ambición, racionalidad, servicio a las divinidades y defensa de la elite religiosa.

            Es Faraón una película madura, sin maniqueísmos, más próxima, aun con su espectacularidad de superproducción auspiciada por Moscú, a las shakesperianas radiografías del poder en tiempos de samuráis de Kurosawa, con escenarios fastuosos y grandes movimientos de masas que se combinan con reflexiones y diálogos casi intimistas, que a los vacuos colosales hollywoodienses o italianos. Los personajes no son juzgados, sino expuestos en sus causas, justificaciones y contradicciones, unas veces errados en sus decisiones, otras acertados, determinados a ellas por grandes propósitos y egoístas apetencias, ambas parte de lo que supone ser humanos. Todos ellos entremezclados y empequeñecidos por las complejas telarañas que mueven la alta política, hilos interrelacionados, unos manipulables, otros inamovibles y superiores incluso a su privilegiada posición, dependientes de factores como el destino, la casualidad o la difícil conjunción de varias fuerzas capaces de contrarrestarlos.

             La lectura política parece clara, más allá del enfrentamiento entre las corrientes conservadoras y renovadoras políticas que representan el clero y el príncipe, respectivamente. Pese a la condición casi equiparable en legitimidad de ambos contendientes –caso aparte es el de los pueblos fenicios, independientes, intrigantes, comerciantes de alianzas volubles movidas únicamente por el interés materialista, verdaderos representantes del Capital-, es el estamento religioso el que al final tiende más a lo deshonesto, al engaño, mientras que el líder político y militar, el joven faraón, trata de imponerse desde la justicia social y para satisfacer los deseos del pueblo –algunos veces de modo muy desafortunado en cuanto a su verosimilitud, como con la propuesta de dejar un día libre de trabajo de cada siete para los campesinos-, intenciones cuya raíz puede rastrearse en el patrocinio y condicionamiento por parte del Partido Comunista, pero que, no obstante, la ponderación y la lucidez del guion impiden caer en el panfleto.

Quizás en lo negativo cabría apuntar más hacia la fotografía y el maquillaje, un tanto envejecidos, o al empleo intrascendente pero ofensivo, por poco original, de un recurso en parte del desenlace de la trama que es uno de los grandes topicazos del cine histórico.

 

Nota IMDB: 7,5.

Nota FilmAffinity: 7,3.

Nota del blog: 8,5.

Bird

24 Nov

“Hey hombre, es sólo música. Es tocar claro y enfatizar las notas bonitas.”

Charlie Parker

 

 

Bird

 

Año: 1988.

Director: Clint Eastwood.

Reparto: Forest Withaker, Diane Venora, Samuel E. Wright, Michael Zelniker.

Tráiler

 

 

            Bien conocida es la afirmación de Clint Eastwood en la que defiende como únicas creaciones culturales genuinas de los Estados Unidos el western y el jazz, precisamente dos temáticas con gran relevancia en su propia vida.

            En unos años en los que parecía experimentarse una fiebre por recuperar las grandes figuras del jazz, bien vía documentales –A Night in Havana: Dizzie Gillespie in Cuba, Thelonious Monk: Straight, No Chaser, producido por el propio Eastwood, Bird Now, precisamente sobre Charlie Parker,…-, bien vía películas –Alrededor de medianoche, sobre Dexter Gordon-, Eastwood, reconocido melómano, propone un retrato, desde el respeto y la cierta admiración a la leyenda pero con fidelidad a su tumultuosa vida –a excepción las licencias cinematográficas pertinentes-, de la figura de Charlie Parker, ídolo personal y referencia en su juventud –incluso había tenido la oportunidad de asistir con adoración adolescente a un concierto suyo en 1947-, uno de los grandes del saxo y una de las principales figuras que en los años cuarenta transportarán al jazz en los años cuarenta a la modernidad con el bebop como medio.

Una cinta por la que los popes de la crítica especializada comenzarían a tomar al californiano en serio, verdaderamente en serio.

            Es esta devoción particular por Parker la que quizás convierte a Bird en el filme más personal del habitualmente clásico Eastwood, que pone especial atención a la forma de un relato que plasma en su estructura y el ritmo el alma de la música del saxofonista de Kansas City (un colosal Forest Withaker poseído por el espíritu de un verdadero jazzman): desordenada, intuitiva, visceral. Un esquema que se fundamenta en la subversión de la linealidad temporal, donde cada momento presente se entrelaza y alimenta de emociones y experiencias del pasado.

A pesar de la veneración que traslucen las imágenes, no es la hagiografía del mito. No se esquivan pasajes oscuros de la vida de Parker, como su adicción a las drogas –en cambio, el racismo aparece tratado de manera más simbólica y tangencial-, fruto de una existencia medida –es una forma de hablar- con extremos para lo bueno y para lo malo; revolucionaria, pasional, incendiaria, intensa, vivida desde las entrañas, desangrando su genialidad a través de cada nota del saxo. Una vida turbulenta y caótica, con el matrimonio con Chan Parker como relativo punto de estabilidad anímica y emocional –el peso de su colaboración en el asesoramiento para el filme, se entiende- en la carrera hacia la destrucción de quien nació con la capacidad de los elegidos para deslumbrar  con la luz de su genio y consumirse en el intento.

            No es  este, no obstante, un abordamiento amarillista, sino que se pondera en lo justo la importancia del lado oscuro de Parker, no supeditando su arte, la verdadera razón de su estrella, al morbo de su decadencia. El músico puede pasar en un momento de lo brillante a lo sombrío –incluso en la fotografía de la película-, pero esto no es The Doors, de Oliver Stone. Quizás le sobra metraje, inevitable en una biografía tan rica en anécdotas, claroscuros y matices, y algún recurso es aún imperfecto, pero es incuestionable que el acercamiento de Eastwood a Charlie Bird Parker trasmite veracidad, consideración y, sobre todo, pasión, como no podía ser menos.

 

Nota IMDB: 7,2.

Nota FilmAffinity: 7,6.

Nota del blog: 7.

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