“Vi cuando el Cordero abrió uno de los sellos, y oí a uno de los cuatro seres vivientes decir como con voz de trueno: Ven y mira.”
Apocalipsis 6:1
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Masacre: ven y mira
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Año: 1985.
Director: Elem Klimov.
Reparto: Aleksey Kravchenko, Olga Mironova, Liubomiras Lauciavicius, Vladas Bagdonas, Pyotr Merkuryev, Viktor Lorents.
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“El horror… el horror…”, musitaba el coronel Kurtz, adentrándose en las sombras del terror moral que tan necesarias consideraba para el arte de la guerra. Si Francis Ford Coppola proclamaba que la enajenación en celuloide de Apocalypse Now era en realidad el mismísimo Vietnam, Masacre: ven y mira podría pasar perfectamente por la conversión en fotogramas del frente oriental de la Segunda Guerra Mundial. De hecho, cuesta creer que un filme tan desolador pudiera concebirse en origen como un homenaje a la victoria soviética en la allí conocida como Gran Guerra Patria, efeméride de la que en 1985 se celebraban cuarenta años. No se encuentran en ella fotogramas épicos y enardecedores, como los que componía Sergei Eisenstein en el auge de la propaganda comunista. Ni siquiera, pese a estar protagonizada por un niño, es la rabiosa, lírica y heroica -aunque también desesperanzada- venganza del desdichado Iván a quien el despiadado Alemán había despojado de infancia, familia, sueños, presente y futuro en La infancia de Iván.
Masacre: ven y mira abre el metraje con un viejo que desea que aquellos “hijos de puta” a los que busca con sus ojos fijos en la cámara, sosteniendo la mirada al espectador, salten por los aires en pedazos de una vez por todas. En ocasiones, resuena la música de la marcha militar La guerra sagrada, pero en su despiadada visión de la resistencia bielorrusa, Masacre: ven y mira solo halla barro, frío, mierda y muerte. Muerte que impregna los feraces campos de cultivo, los interminables bosques, las infinitas praderas, los milenarios pueblos, el cielo inalcanzable. Bien lo sabía Ales Adamovich, coguionista de la película junto al director Elem Klimov y que había peleado hombro con hombro junto a los partisanos bielorrusos durante el conflicto. La Bielorrusia de Masacre: ven y mira, al igual que la selva vietnamita de Apocalypse Now, es el infierno de la razón. Aquí, el joven Flyora Gaishun es quien se desliza como un caracol sobre el filo de la navaja de afeitar y, culminando la tenebrosa pesadilla que desvelaba a Kurtz, sobrevive.
Por su parte, Klimov no le anda a la zaga a su homólogo norteamericano a la hora de capturar la sinrazón de la guerra. Masacre: ven y mira es uno de esos filmes que pertenece al cine-experiencia, tal es su capacidad de hipnotizar los sentidos, encerrar mentalmente en su narración al espectador y zarandearle sin piedad hasta el postrero fundido a negro. Es el espectador, pues, quien se une a Flyora en su odisea a ninguna parte, desatendiendo como él las admoniciones proféticas que le aparecen en el camino –el anciano alcalde, la madre desesperada, los delirios de la ambigua Glasha-. A pesar de que su aventura comienza cuando por fin roba el fusil a uno de los soldados enterrados en la remota campiña, el arma que le permite alistarse en el ejército irregular de resistencia contra el invasor nazi, Flyora no combate. Atrapado en la vorágine de la locura, los acontecimientos le conducen de un lado a otro, como un pelele, para que sus ojos contemplen el horror más inhumano.
En este sentido, su recorrido, además de semejante al del capitán Willard -a quien sus pecados habían concedido una misión-, recuerda al de Johann Moritz en La hora 25, cronista involuntario de cada abominación de la Segunda Guerra Mundial. Flyora se encuentra siempre cara a cara con la Parca, que le salva de su condena solo para sujetarle el cráneo y obligarle a mirar. «Los Nazis quemaron hasta los cimientos 628 pueblos de Bielorrusia, con todos y cada uno de sus habitantes», resumirá la cinta en su conclusión. En efecto, la estrategia de arrasar poblados y moradores no fue una práctica infrecuente en el frente ruso, sobre todo por criminales de guerra como Oskar Dirlewanger, Bronislav Kaminski y sus tropas de las SS.
Acorde a su absurdo global, la inmersión de Flyore en el horror no la desencadena el fervor patriótico, sino que parece aproximarse más a un juego, a un teatro, como así se diría que confirmar su toma de contacto con la milicia comandada por el carismático Kosach. Idéntico pasatiempo macabro al que antes desarrollaba con su amigo de la infancia y en el cual no se respetaba a los muertos o, en cualquier caso, poco podían significar estos para un crío al que la guerra había invadido hasta el hogar, donde del padre, reclutado tiempo atrás, no sobrevive más que el recuerdo. Sus ingenuas y ridículas aspiraciones bélicas, parejas a las que tendrá la enfermera adolescente Glasha, merecerán su propia burla una vez constatada y sufrida, cada uno de una manera distinta, la atroz realidad de la guerra, ajena a ilusiones románticas y sueños preconcebidos. No concuerda tanto, entonces, que su despertar de conciencia, que implica una transformación mental y también física –es significativo comparar el rostro del chico en el comienzo del filme, juvenil y con los ojos brillantes de entusiasmo, frente a su cara en el cierre, pálida, trémula, arrugada, desencajada, envejecida ochenta años-, concluya con su reinserción en los partisanos de Kosach. Una coda donde, además, el empleo del Réquiem de Mozart actúa como una base sonora redundante y obvia, en comparación con el magnífico empleo de la banda sonora efectuado hasta entonces. Obligaciones del homenaje, sin duda.
Sea como fuere, esta banda sonora que parece manar del pavoroso zumbido de los aviones que, como si fuesen dioses indiferentes a la suerte humana o simples pájaros de mal agüero, surcan el cielo sembrando la desgracia, constituye uno de los elementos más importantes en la elaboración de atmósfera en Masacre: ven y mira. En combinación con el sonido diegético y otros extractos alucinados como las grabaciones de discursos de Adolf Hitler, que irrumpen de entre el ensordecedor barullo, la partitura de Oleg Yanchenko compone una capa densa, omnipresente, que impregna el entorno del protagonista sumiéndolo en un viaje marcado por el aturdimiento y la alucinación que engendra el Mal incomprensible e inexplicable que experimenta en su deriva. La amalgama de ruidos y bases polifónicas carentes de toda armonía se erigen como una vibración ensordecedora que, a la par que el vagar de Flyora, transcurre in crescendo en su capacidad de perturbación y su acento enfermizo. Aquí no tendrán cabida los ritmos lisérgicos y apocalípticos de The Doors, demasiado amanerados, demasiado racionales, demasiado humanos en comparación con lo de ha ocurrir en las imágenes. En este sentido, el punto álgido lo marcará en el incendio de la iglesia de Perekhody, donde confluye el griterío de las víctimas sacrificiales, las risas bastas de los bulliciosos soldados alemanes, el estruendo atronador de la maquinaria bélica, las agresivas órdenes de los altavoces, los alegres y extravagantes cantos tiroleses de la megafonía. El invencible ejército del mañana, llamado a compartir los avances de la civilización pura y la técnica moderna con el orbe inferior, reducido a una lamentable horda de bárbaros depravados, borrachos y dementes.
Es también este episodio de Perekhody, el de la muerte que se alza victoriosa intermediada por un general que acaricia un extraño lémur mientras una atractiva oficial devora langostas con deleite, el punto álgido del surrealismo visual de Klimov, perfecta traslación a imágenes de la sinrazón que domina con yugo cruel el relato y de la violencia que se materializa en él con explicitud progresiva hasta cebarse, con la mayor abyección posible, en la inocencia absoluta. Desde el cálido esperpento del campamento soviético –el hombre enmascarado que posa izando una granada de mano en una extraña foto pictórica- hasta el espanto definitivo, Flyora atraviesa escenarios en la frontera entre la ensoñación de duermevela y la pesadilla. Un paracaidista encaramado a una rama como una marioneta siniestra, la Muerte travestida con uniforme prusiano y cruz de hierro, el vodka que llueve como un proyectil aéreo, el enemigo que se corporeiza desde la niebla, el hombre como lobo para el hombre pero todavía patético como ninguna otra criatura viviente puede ser,…. La naturaleza, ora bucólica por su belleza ancestral, ora sobrecogedora por su inmensidad, ora marciana por su hostilidad y extravagancia, imprime poderosos alientos telúricos y misteriosos a un trasfondo fabulesco que refleja el interior atormentado del muchacho, incapaz de determinar si vela o sueña, si vive en la Tierra o pena en el infierno.
Nada tiene sentido. Ni su huida hacia la nada que solo le dirige a nuevas vivencias del horror, ni la brutalidad que observa en su desorientado camino, ni la muerte que lo cerca y acorrala, riendo burlona sabiéndose omnímoda e impune.
Volviendo a las conclusiones de Masacre: ven y mira, cristalizadas en la faz desolada de Florya -inconmensurable interpretación del debutante Alexei Kravchenko, condensación de la labor de Klimov como director de actores-, el horror que desprende el filme es opuesto al de la célebre e hiperrealista playa de Normandía de Salvar al soldado Ryan, inundada de fluidos, intestinos y cadáveres desfigurados. La repulsión no es meramente sensorial. Se trata de un horror más cerval y profundo. Si acaso, su relación más directa es con el combatiente que rompe en llanto abandonado de toda virtud y humanidad bajo la lluvia de Guadalcanal en La delgada línea roja, después de asaltar un destartalado puesto de defensa japonés y sentir hasta las heces el hedor de la destrucción del mundo. El horror moral, en definitiva, al que aludía Kurtz en su lamento. El horror moral que, no obstante, en la nota de luz y heroísmo auténtico que cierra de manera memorable filme, no cala en el alma de Florya cuando se visualiza disparando contra Hitler y suprimiendo, casi de raíz, la aberrante pesadilla.
“Pensé que estábamos rodando una película demasiado brutal y que la gente no sería capaz de verla”, confesaba a propósito de Masacre: ven y mira el propio Elem Klimov. “Pero Ales Adamovich, con quien coescribía el guion, me replicó ‘Esta película es una obra que debemos dejar como legado. Como testimonio de la guerra y como alegato por la paz’.”
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Nota IMDB: 8,3.
Nota FilmAffinity: 7,6.
Nota del blog: 9,5.
Contracrítica