Tag Archives: Política

Nuevo orden

26 Feb

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Año: 2020.

Director: Michel Franco.

Reparto: Naian González Norvind, Diego Boneta, Roberto Medina, Lisa Owen, Darío Yazbek Bernal, Fernando Cuautle, Mónica del Carmen, Eligio Meléndez, Claudia Lobo, Enrique Singer, Gustavo Sánchez Parra.

Tráiler

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          Parece una época propicia para vislumbrar distopías que transcurran prácticamente a tiempo real. A la espera de la ficción de alumbre la pandemia -una distopía casi inimaginable en sí misma hace apenas un par de años-, se cuenta ya con obras que exploran los rincones oscuros del homo tecnologicusBlack Mirror-, la fragilidad del mundo contemporáneo ante una catástrofe potencial –El colapso– o la volatilidad de una sociedad prograsivamente polarizada –El cuento de la criada, La caza, el reimpulso de la saga de La purga, Hijos de la ultraderecha-. En este último territorio se encuadra Nuevo orden, donde Michel Franco se imagina una nueva revolución en un país, México, históricamente renombrado por ellas.

          Al igual que El colapso, Nuevo orden extrae su fuerza de una poderosa e impactante verosimilitud. La serie francesa la obtenía apostando por crear una experiencia inmersiva mediante el empleo del plano secuencia, destinado a convertir al espectador en un personaje más atrapado en el progresivo hundimiento de la civilización -aunque, paradójicamente, el único capítulo en el que se detenía a plantear dilemas morales y emocionales era el que destacaba sobremanera frente al resto-. En esta, procederá de su recorrido por los diferentes estamentos de la sociedad mexicana –extrapolables no obstante al tratarse de la eterna contraposición entre una clase privilegiada y otra depauperada-, representada por una multiplicidad coral de personajes y escenarios, así como de la credibilidad con la que traza la crónica del proceso -la represión, el estallido, el caos, la perpetuación-.

La película se presenta con fragmentos surrealistas y agresivos, trazos de una tensión nuclear que quedarán subterráneamente enquistados en el ambiente que se respira en la lujosa casa donde, en la introducción del relato, se celebra la boda de dos jóvenes de familias de postín. Como la madre que corretea desasosegada por los pasillos, tratando de averiguar dónde se esconde una amenaza que el público barrunta de forma tácita, entrevista a través de pistas y gestos en mitad de una multitud agobiante, a la expectativa, tensa. Un palacio en los cielos manchado, salpicado, por la agitación que se agita tras sus altos muros. La detonación definitiva de la violencia, salvaje, cruda y despiadada, es lo que abre el angular para tratar de mostrar las facetas -la desigualdad congénita, la corrupción rampante, el racismo, el clasismo, la ineficacia de un Estado fallido para hacer valer garantías y derechos, el machismo recalcitrante, el ínfimo valor de la vida del otro…- de esta realidad que Franco aspira a retratar alegóricamente.

          Con gran dominio de la atmósfera y el nervio del relato -es inusual y narrativamente encomiable que un filme con esta complejidad de puntos de vista se concentre en menos de hora y media-, el cineasta descerraja un reflejo profundamente pesimista de la naturaleza humana, desesperadamente trágico, en el que los personajes se ven arrastrados por la deshumanización, bien como víctimas -atropelladas por muerte de la conciencia en el sálvese quien pueda y por una injusticia que por su parte es sistémica-, bien como entusiastas victimarios.

Pero lo cierto es que, dentro de este lacerado y lacerante desencanto moral, Franco carga contra todo y contra todos. Reserva un puñado de caracteres para dotarlos de personalidad propia -la muchacha acaudalada, la madre e hijo sirvientes…- con el objetivo de, a partir de su individualidad, aportar matices ante unas partes enfrentadas que, por lo demás, se componen por medio de arquetipos -e incluso estereotipos- que tienden a representar esta dualidad y este conflicto de manera abstracta, limando casi cualquier detalle particular o reconocible, desideologizando en buena medida el planteamiento. Semeja preferir la perturbación, el zarandeo. Una decisión que a la postre, y probablemente de manera involuntaria aunque en cualquier caso cuestionable, termina por hacer prácticamente tábula rasa desde la barbarie e igualar las reivindicaciones de una masa que se rebela por los 60 millones de pobres del país con la situación que se vuelve en contra de una cleptocracia endémica. Con todo, es este devenir un tanto ambiguo podría admitir también cierto espacio para la reflexión y el debate.

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Nota IMDB: 6,3.

Nota FilmAffinity: 6,3.

Nota del blog: 7.

El juicio de los 7 de Chicago

14 Feb

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Año: 2020.

Director: Aaron Sorkin.

Reparto: Eddie Redmayne, Sacha Baron Cohen, Mark Rylance, Joseph Gordon-Levitt, Jeremy Strong, John Carroll Lynch, Alex Sharp, Yahya Abdul-Mateen II, Frank Langella, Michael Keaton, Ben Shenkman, J.C. MacKenzie, Noah Robbins, Danny Flaherty, Alice Kremelberg, Kelvin Harrion Jr., Caitlin FitzGerald, John Doman.

Tráiler

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          Dos de los últimos estrenos ‘de prestigio’ de Netflix, Da 5 Bloods: Hermanos de armas y El juicio de los 7 de Chicago, a cargo de creadores de robusta conciencia crítica como Spike Lee y Aaron Sorkin, coinciden en mirar a un periodo reciente de los Estados Unidos, los tiempos de guerra en Vietnam, marcado por una abrupta y violenta polarización política y social que no se había igualado jamás hasta el momento presente, convulso por el populismo de ultraderecha encarnado por la administración Trump y el resurgir de los movimientos antiracistas con el Black Lives Matter. «¿Puedes respirar?», le pregunta el abogado William Kunstler al confundador de las Panteras Negras Bobby Seale, amordazado a consecuencia de sus infructuosos intentos de hacer valer sus garantías legales en un juicio que, afirma, lo utiliza tan solo para asustar al jurado aportando un acusado afroamericano.

          Después de Molly’s Game, Sorkin continúa labrando su carrera de cineasta combinando el guion, apartado en el que está consagrado como uno de los principales referentes de las últimas décadas, con la dirección de su propio texto, sin intermediarios. Y, en El juicio de los 7 de Chicago, deja más dudas que en su debut, paradójicamente, merced a una formulación que abunda en el lugar común -en especial en cuanto a la integración de la banda sonora, que da lugar incluso a un sorprendentemente sobado clímax dramático con crescendo musical a juego- que va incluso en perjuicio del libreto -esos arcos tan convencionales que desarrollan la relación entre personajes antitéticos, desde la confrontación hasta el entendimiento-. Con todo, consigue mantener su característico dinamismo del diálogo, patente de primeras en esa presentación que encadena escenarios y personajes prácticamente sin rupturas ni en la conversación ni en el movimiento.

          En cualquier caso, El juicio de los 7 de Chicago contiene temas fundamentales en la obra del neoyorkino, como el éxito que es capaz de lograr un grupo de personas inteligentes que trabaja en coordinación y entendimiento. Sorkin no esconde su posicionamiento -no es que hiciera falta, es de sobra conocido- al enfrentar a los activistas antibelicistas y pro derechos civiles contra un nuevo Gobierno -la entusiasta sustitución del retrato de Lyndon B. Johnson por el de Richard Nixon en la oficina del fiscal general- que, representado por la conexión del Ejecutivo con el poder judicial, queda marcada por la nostalgia rancia y la arrogancia machirula. La deplorable farsa en la que se convierte el juicio, con individuos rídiculos y unas maniobras grotescas, prolonga esta fractura en la que, no obstante, el fiscal Richard Schultz ejerce como contrapunto para matizar el maniqueismo y abrir una puerta a una reconciliación basada en una mirada crítica y desprejuiciada -si bien el personaje termina por dejarse progresivamente en un segundo plano-.

Cabe decir que, aunque parezca que se toma licencias exageradas, la crónica es relativamente fiel a la realidad de los hechos y del proceso. Eran días en los que un ‘destroyer’ como Peter Watkins podía imaginarse perfectamente un sistema judicial como el de Punishment Park, cinta en la que sus integrantes, haciendo gala de la libertad que les concedía el director británico, descerrajaban opiniones no demasiado diferentes a las que podían sostener en su vida cotidiana.

          La aguda escritura del guionista va entresacando la raíz reaccionaria que se esconde detrás de unos movimientos políticos que encuentran su reflejo en análogas tendencias contemporáneas y desnudando las estrategias que emplea el poder para perpetuar los privilegios de una clase dominante y retrógrada, recurriendo para ello distintas a distintas coartadas -no necesariamente disimuladas, puesto que también pueden ser brutales, miopes y aparatosamente ilegales, perfectamente desgranables en un monólogo cómico como el que practica Abbie Hoffman-. Uno de los elementos de impacto del filme consiste, pues, en trazar similitudes entre los hechos de este pasado que se denuncia con un presente en el que se reproducen, aspecto en el que Sorkin se maneja con habilidad.

Al mismo tiempo, el drama plantea dilemas -la pertinencia de las medias tintas conciliadoras de Tom Hayden o del anarquismo rupturista de Abbie Hoffman, el conflicto entre las convicciones personales y las exigencias políticas, la efectiva separación de los tres poderes…- que se lanzan contra el espectador, agitándolo para que ese cotejo con la actualidad suscite una reacción.

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Nota IMDB: 7,8.

Nota FilmAffinity: 7,1.

Nota del blog: 6,5.

El despertar de una nación

21 Ene

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Año: 1933.

Director: Gregory La Cava.

Reparto: Walter Huston, Franchot Tone, Karen Morley, C. Henry Gordon, David Landau, Arthur Byron, Dickie Moore.

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          A comienzos del milenio, el escritor Harold Bloom, uno de los intelectuales más influyentes de su país, sostenía que los Estados Unidos se habían convertido en «una teocracia emergente» en la que cada presidente, y cada candidato presidencial, defiende su creencia religiosa como una virtud impepinable que, luego, se ve recompensada por un electorado con sorprendentes niveles de credulidad. El siempre afilado y concienciado Aaron Sorkin lo sintetizaba en la escena inaugural de The Newsroom, en la que el periodista interpretado por Jeff Daniels, adalid del pensamiento crítico, rebatía la idea de que Estados Unidos «es el mejor país del mundo» argumentando que solo lidera tres ránkings globales, entre ellos el de «número de adultos que creen que los ángeles son reales» -los otros son el porcentaje de población encarcelada y el de gasto militar, por cierto-. En la misma línea, Margaret Atwood consideraba que, si el país norteamericano derivaba en una dictadura, la religión constituiría su piedra angular, como de hecho refleja en su serie literaria El cuento de la criada. «Fue un despertar”, declaraba tras la victoria electoral de Donald Trump en 2016 Richard B. Spencer, una de las cabezas de esa denominada ‘derecha alternativa’ que reciclaba el ultraconservadurismo de raíz machista, xenófoba y supremacista en un movimiento en cierta manera ‘chic’, moderno y revitalizado, admitido en el juego político y social contemporáneo.

          La imagen utilizada por Spencer coincide con el título en español de El despertar de una nación, en la que, tras sufrir un accidente automovilístico que lo deja en coma, un presidente recién elegido experimenta una conversión trascendental comparable a la de San Pablo y su caída del caballo. Cambiará así su frivolidad pretérita, rayana en una indiferencia criminal, por una actitud de liderazgo encaminada a resolver con enconada determinación los males que asaltan el país -el desempleo, el crimen mafioso, el hambre y la miseria-. Y, más aún, el mundo entero -la escalada belicista internacional-. Hay un detalle de realización mediante el cual se plasma sensorialmente esta milagrosa transformación: entre música de pífanos, una suave corriente entra por la ventana, meciendo las cortinas y cambiando la luz de la estancia, que se proyecta sobre el rostro del protagonista convaleciente, iluminándolo. El título original del filme es Gabriel Over the White House. La secretaria del presidente lo explicitará en un diálogo en el que describe este cambio providencial comparándolo con el encuentro del Arcángel Gabriel y el profeta Daniel.

Al personaje lo interpreta nada menos que Walter Huston, un actor con una presencia tan presidencial que ya había encarnado en dos ocasiones anteriores a Abraham Lincoln, cuyo busto y cuya pluma la película sitúa en el Despacho Oval. ‘Abe el Honesto’, uno de los mantras que dominan la política estadounidense. El hombre sencillo y honesto. El que no recurre a palabrería para aportar soluciones, el que no engaña con trucos arteros de burócrata. Una utopía fantasiosa que confunde sinceridad con simplonería.

          El despertar de una nación se estrena en 1933, con la Gran Depresión azotando los Estados Unidos y provocando un efecto en cadena en el resto del planeta que tensionará la política del Periodo de Entreguerras. Ese mismo año, Adolf Hitler es elegido canciller imperial. Es un tiempo con hambre de cirujanos de hierro que extirpen los tumores de la nación. Cuando el presidente de El despertar de una nación declara el estado de crisis y anula los poderes de un parlamento corrompido, apelando a los espíritus y principios fundacionales de la nación, sus detractores advierten de que está dando paso a una dictadura. Pero Jud Hammond tiene a Dios con él, y bajo el impulso de su «locura divina» corregirá los renglones torcidos de la política de «los cuerdos» que han propicidado «la catástrofe», el colapso de la democracia americana. Alcanzar un acuerdo con el proletariado arrasado por la falta de oportunidades a través de la creación de un ejército patriótico, acabar con la opresión del hampa sacando los tanques a las calles, negociar con puño firme las deudas suscritas por los países europeos. Francisco Franco también proclamaba ser caudillo por la gracia de Dios. In God we trust. Gott mit uns.

Vista desde el presente, El despertar de una nación aparece como una idealizada y enérgica curiosidad. Pero, por todo lo anterior, es una curiosidad tremendamente siniestra. Ambigua en el mejor de los casos.

Para ello, pongamos una analogía más actual. De apariencia campechana e ignorantona, George W. Bush llevaba una vida disoluta, marcada por el alcohol, hasta que, a los 40 años, gracias a la influencia de su esposa y del reverendo evangélico Billy Graham, vio la luz y, según explicaba un amigo suyo, «dijo adiós al Jack Daniels para dar la bienvenida a Jesucristo». Llegó a asegurar que Dios era su filósofo de cabecera mientras hablaba del «eje del mal» y de «cruzada» contra el terrorismo, rodeado de un personal con las mismas convicciones religiosas que él y abriendo la puerta de la Casa Blanca a los grupos de estudio de la Biblia. También afirmaba haber leído más de una decena de biografías de Abraham Lincoln. «Me conduce una misión de Dios. Dios me dijo ‘George, ve y lucha contra esos terroristas en Afganistán’. Y lo hice. Y luego Dios me dijo ‘George, ve y termina con la tiranía en Irak’. Y lo hice», declaraba en una entrevista a The Guardian.

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Nota IMDB: 6,4.

Nota FilmAffinity: 6,3.

Nota del blog: 4.

Berlín Occidente

6 Nov

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Año: 1949.

Director: Billy Wilder.

Reparto: Jean Arthur, John Lund, Marlene Dietrich, Millard Mitchell, Peter von Zerneck.

Tráiler

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         Como Roberto Rossellini, Billy Wilder también recorrió las ruinas de Berlín en su año cero tras la aniquilación del Tercer Reich. Austríaco expatriado, a él también le dolía en carne propia la reducción de Europa a un amasijo de hierro, polvo y miseria. Pero fiel a su naturaleza, su recorrido por las derruídas avenidas y monumentos de la capital alemana está relatado por medio de frases ingeniosas cuyo humor, negrísimo, está tiznado de una profunda tristeza.

Berlín Occidente no regatea la tragedia. La comedia se ambienta en la desolación más absoluta, allí donde no hay vida, sino simple supervivencia, y todo, hasta el amor -es decir, el sexo-, se convierte en mercancía de contrabando. Es un páramo creado -un término paradójico- por una máquina de destrucción como es el ejército, al que, en emulación de las películas de Hollywood, se le pide que esté conformado por una pandilla de nobles y valerosos soldados, tan prestos para la batalla sin cuartel contra el enemigo como para la camaradería y el restablecimiento de los valores más elevados. Un imposible, resuelve con honestidad Wilder, que retrata un ejército vencedor con una moral tan destrozada como la de los vencidos.

         En este contexto, el cineasta contrapone que, contra la devastación bélica, una ciudad, un país, solo puede reconstruirse mediante el sexo, mediante una atracción tan primaria como humana. A veces de conveniencia, a veces honesta. Una ‘fräulein’ con un carrito de bebé adornado con dos banderas estadounidenses.

Este es el panorama contra el que choca frontalmente la estricta congresista de Iowa encargada, junto con otros colegas del Congreso varones y más despreocupados, de inspeccionar la «malaria moral» que podría haber cundido entre las tropas encargadas de asegurar la frágil paz de posguerra en el Berlín dividido en sectores. Marca de la casa, la presentación del personaje es magnífica, con un soberbio sostenimiento del tempo del gag, extendido exageradamente mientras Jean Arthur ordena sus cosas de forma meticulosa. Berlín Occidente es la primera de las dos únicas películas en las que la actriz, estrella de la comedia, aceptaría participar después de que, en 1944, hubiera vencido su contrato con la Columbia -la segunda, además, sería un western hondamente melancólico: Raíces profundas-.

         La señorita Frost -esto es, «helada»- es uno de los vértices entre los que se desarrolla esta trama de enredos románticos. Pero el tópico juego del hombre atrapando entre la femme fatale y la chica ingenua queda superado, de nuevo, desde la amargura, puesto que las dos mujeres -los dos países- se encuentran igualadas por una desesperada necesidad de afecto -sea por meros motivos de supervivencia, sea por una descorazonadora soledad; ambos motivos terribles-. Con esta turbulenta amalgama de sentimientos, Wilder demuestra su talento para combinar el humor con el patetismo y la tragedia, en un equilibrio complejo que se sostiene con inteligencia, sensibilidad y poderoso sentido cómico.

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Nota IMDB: 7,3.

Nota FilmAffinity: 7,3.

Nota del blog: 8.

Pasaje a la India

2 Nov

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Año: 1984.

Director: David Lean.

Reparto: Judy Davis, Victor Banerjee, Peggy Ashcroft, James Fox, Alec Guinness, Nigel Havers, Richard Wilson, Antonia Pemberton, Saeed Jaffrey, Art Malik, Michael Culver, Roshan Seth, Clive Swift, Ann Firbank, Roshan Seth, Sandra Hotz.

Tráiler

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          David Lean llevaba catorce años asumiendo el duelo por las malas críticas de La hija de Ryan cuando estrenó Pasaje a la India, que a la postre se convertiría en el último jalón de su obra cinematográfica. Taciturno durante el rodaje, quizás ese contexto existencial se perciba a través del personaje de la señora Moore, una anciana en permanente contacto con la noción de muerte que la rodea, con el temor de ser una simple figura que transita en un universo sin Dios ni sentido.

          Pasaje a la India se basa en una novela de E.M. Forster, autor refractario a que sus textos se trasladaran al cine, cosa que no sucederá hasta después de su fallecimiento. Finalmente, James Ivory -quien también había tanteado este libro en particular- hará de su literatura una importante fuente de inspiración para su filmografía –Una habitación con vistas, Maurice, Regreso a Howards End-. El relato original es una profundización en la imposibilidad de entendimiento entre un imperio, el británico, y sus territorios colonizados. Lean plantea este choque por medio del contraste. No solo durante la llegada de la protagonista a Calcuta, con la aglomeración, los burkas y los olores que provocan que una dama se lleve el pañuelo a la nariz, sino, sobre todo, por la disposición clasista de los ocupadores, cuyas advertencias acerca de las mezclas se reforzarán en lo visual -el tren que atraviesa parajes portentosos y enigmáticos pero también espacios reducidos a la miseria; los planos alternos entre las barriadas coloniales y las nativas- y, por consiguiente, en lo conceptual -nada como un sandwich de pepino para echar el freno a las pretensiones de aventura exótica-, hasta confluir con el ascenso de los movimientos independentistas indios.

          Una vertiente del drama, pues, parte de esta disensión entre culturas. Pero, en cualquier caso, Lean prefiere otorgar preeminencia a los conflictos íntimos de los personajes que a su alegoría o su manifestación política. Pasaje a la India se abre en un Londres lluvioso que es un caos de paraguas de negro fúnebre. Frente a ellos, la maqueta de un barco en el escaparate de una agencia de viajes aparece como un estimulante espejismo a ojos de la señorita Quested (Judy Davis), una joven en busca de nuevos horizontes. Es esta exploración la que va activando los resortes de la tragedia, desencadenados por la violenta colisión entre los encarnizados apetitos y represiones de la mujer.

Así pues, el subcontinente se abre paso como un nuevo mundo de excitación y sensualidad que obliga a ponerse a la protagonista delante del espejo, con traumáticas consecuencias. El deseo y el peligro, como ese magnífico y terrible Ganges en cuyas aguas flotan cadáveres y se esconden cocodrilos siempre al acecho. Lean lo desarrolla con escenas de alto voltaje, como la incursión en un templo abandonado repleto de esculturas eróticas, divinidades que observan e impulsos animales desatados, que luego encontrarán su anodida -y tranquilizadora- contraposición en esa figura del prometido inglés y, posteriormente, su resurgimiento en un paseillo hasta el juicio donde esa diosa perturbadora de ojos penetrantes aparece mutada en una estatua colosal de la reina Victoria.

          El cineasta es muy expresivo en la plasmación de las emociones de los personajes, aunque de vez en cuando caiga en recursos un tanto manidos -el viento penetrante que comunica las estancias del doctor y la joven; la tormenta que limpia la cargada atmósfera- o subrayados -la evocación del templo durante una noche tórrida-, e incluso algún personaje de fuerte contenido simbólico, como el inescrutable brahmán interpretado por Alec Guinness, no termine de funcionar. Sea como fuere, la excursión a las cuevas de Marabar marca el punto álgido de este misterio sobrecogedor, de esta llama que arde y que rebosa en las entrañas de la señorita Quested. También de esos ecos de muerte que convocan a la señora Moore, imbuidos ambos en una textura como ensoñada o alucinada. Lean es un artista filmando paisajes, imbricándolos en los procesos sentimentales de los protagonistas. Y aquí deja su muy estimable último ejemplo.

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Nota IMDB: 7,3.

Nota FilmAffinity: 7,1.

Nota del blog: 7,5.

Rutas infernales

28 Oct

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Año: 1940.

Director: Bernard Vorhaus.

Reparto: John Wayne, Sigrid Gurie, Charles Coburn, Spencer Charters, Trevor Bardette, Russell Simpson, Roland Varno.

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           Se cuenta que, en 1936, rodando Dusty Ermine en la frontera alpina entre Austria y Alemania, Bernard Vorhaus y su equipo tuvieron un enfrentamiento con soldados germanos que, a tiro limpio, le exigieron que entregaran a su autoridad a unos guías que los acompañaban y a los que acusaban de actividades contrarias al régimen nazi. Aunque consiguieron salir bien parados del trance, el violento episodio impulsaría la convicción del director para embarcarse él mismo en círculos antifascistas. Rutas infernales puede considerarse parte de esta militancia.

           El filme se aproxima a la figura de un prestigioso podólogo vienés y su hija en su búsqueda de refugio político en los Estados Unidos, lo que les llevará a ejercer la medicina en un recóndito y abandonado pueblecito de Dakota del Norte. En su discurso, Rutas infernales hace un recordatorio de la historia del país como tierra de promisión para los exiliados de toda causa, iguala las circunstancias de los recién llegados con las de los pioneros que pasaron calamidades para conquistar su anhelada libertad y prosperidad, y advierte a los ciudadanos contemporáneos, aún ajenos a la guerra en marcha en Europa, de que esta es una situación que bien puede repetirse en cualquier momento debido a las vicisitudes políticas, económicas o cualquier otra adversidad imprevista.

En su camino, a pesar de romper con ironía la postal idealizada -las esperanzas traicionadas con el paisaje, el tren que nunca llega puntual, el revisor borrachín, la inhóspita bienvenida…-, Vorhaus también traza un retrato épico del país a partir de sus esforzados agricultores, recortados en contrapicado contra el cielo sudando la gota gorda u organizados en coreografías colectivas para tratar de someter bajo su arado a la tierra hostil. Porque, en realidad, los protagonistas huyen de una guerra solo para toparse con otra, esta vez librada contra la naturaleza salvaje, que se manifiesta en fenómenos tan aterradores como el Dust Bowl que inundó de polvo y miseria las grandes llanuras norteamericanas.

           En línea con su fondo, Rutas infernales recupera el tema esencial del western como relato en el que el ser humano se impone sobre el territorio indómito. De hecho, llegará a equipararse la columna de automóviles, emulación modernizada de las caravanas de carretas que antes que ellos se abrieron paso por el Oregon Trail, con los movimientos de un ejército. Pero este ejército tan solo pretende proporcionar un lugar donde vivir a unas familias de expatriados en su propio país, liderados por un tipo comprometido en lograr el bien común. Un contexto social, argumental y geográfico que serviría para emparentar la cinta con una obra maestra estrenada ese 1940, Las uvas de la ira -a lo que cabe añadir además la presencia en el reparto de un fordiano actor de carácter como Russell Simpson-.

Dentro de su concienciado mensaje, toda la historia de Rutas infernales, con sus constantes reveses del destino cruel, posee un aire folletinesco que resta relieve a los personajes, en especial al de la joven. Por momentos, sus intensas pasiones parecen trasladarse a los arrebatos de la naturaleza, lo que, en el caso de las tormentas de arena, remite a la magnífica El viento, de Victor Sjöström. Con todo, la dignidad que transmite Charles Coburn desde su personaje, y lo certero de sus diagnósticos acerca de la ideología del odio, hacen buenas las intenciones.

           Pero Vorhaus no sería tan visionario como el viejo doctor. El advenimiento del mccarthismo terminaría dando con su nombre entre las listas negras de Hollywood como sospechoso de afiliaciones comunistas. Efectivamente, el destino podía ser cruel y sarcástico. El cineasta habría de exiliarse a Reino Unido, donde podría prolongar su carrera en el cine.

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Nota IMDB: 6,3.

Nota FilmAffinity: 5,8.

Nota del blog: 6,5.

Llanto por un bandido

5 Oct

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Año: 1964.

Director: Carlos Saura.

Reparto: Francisco Rabal, Lea Massari, Philippe Leroy, Lino Ventura, Antonio Prieto, Fernando Sánchez Polack, Manuel Zarzo, José Manuel Martín, Rafael Romero, Agustín González.

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           Llanto por un bandido es el primero de lo que Carlos Saura vendrá a llamar sus “ensayos sobre personajes”, obras que se aproximan a figuras como el bandolero José María ‘El Tempranillo’ en esta, Lope de Aguirre (El Dorado), San Juan de la Cruz (La noche oscura), Francisco de Goya (Goya en Burdeos), Luis Buñuel (Buñuel y la mesa del rey Salomón) o Wolfgang Amadeus Mozart (Io, don Giovanni).

Precisamente, el cineasta invita a participar a sus dos compatriotas aragoneses en el filme. El primero, simbólicamente, a través de una reproducción de su Duelo a garrotazos. El segundo, de cuerpo presente, ya que realiza aquí un cameo como verdugo en una introducción que sería cercenada por la censura franquista y luego recuperada en 2018, es decir, 44 años después del estreno del filme. Junto a él, leyendo solemnemente la sentencia, aparece Antonio Buero Vallejo, quien llegó a ser condenado a muerte en las postrimerías de la Guerra Civil española y sufrió presidio y censura bajo la dictadura.

           En Llanto por un bandido subyace una evidente carga política. Dentro de estas referencias podría aventurarse una muerte a manos de la caballería del absolutista Fernando VII que parece emular la Muerte de un miliciano, de Robert Capa. En este contexto, El Tempranillo, en busca de conquistar el tratamiento de ‘don’, trata de mantenerse ajeno a los vaivenes de una España volátil, encaramado en las cumbres de la Sierra Morena desde donde cree haberse adueñado de un paisaje romántico, todo ruinas de poderosos castillos y eternos olivares en lontananza. Pero el retrato épico que pretende encarnar el bandolero es pura apariencia. No está subido a un caballo, sino sentado sobre un mísero tronco. Todo es política y, aunque El Tempranillo la rehúya, esta le dará pronto alcance.

Si bien esta última transición dramática -una toma de conciencia traducida en sacrificio redentor- se desarrolla de forma precipitada -tanto como las tajantes elipsis que hacen avanzar el relato, confiriéndole un aire de precariedad a la obra que se refuerza en las escenas de batalla-, Saura ya había diseminado antes elementos discursivos como el planteamiento del bandolerismo a modo de lucha de clases entre los desposeídos labriegos y los señoritos de cortijo, o el imperativo de la rebeldía contra las traiciones del poder establecido -ese Rey Felón que ajusticia a aquellos que le habían devuelto el trono combatiendo contra el Francés en la Guerra de la Independencia española-. El libreto, firmado por Mario Camus y el propio director, contiene pasajes elocuentes en el retrato social y personal, como el de los comensales de la venta.

           En unos tiempos en el que las producciones europeas empezaban a convertir Andalucía en un salvaje oeste alimentado de spaghetti, Llanto por un bandido comparte ese gusto por los rostros sucios y sufridos, incluso para los papeles protagonistas, con la contundencia de Paco Rabal y, en un papel más breve, Lino Ventura. No obstante, luce a la par composiciones pictóricas -esa cita a Goya, la visión romántica de la serranía andaluza, la estancia nupcial, las tétricas plañideras y el Cristo velado de la ejecución a garrote vil…- y un sentido lírico que arraiga en el dibujo de este bandolero sentimental, cuya visceralidad se acompaña desde los temas de la banda sonora, que son lamento racial.

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Nota IMDB: 6.

Nota FilmAffinity: 5,8.

Nota del blog: 6,5.

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