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Los viajeros de la noche

18 Feb

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Año: 1987.

Directora: Kathryn Bigelow.

Reparto: Adrian Pasdar, Jenny Wright, Lance Henriksen, Bill Paxton, Jenette Goldstein, Joshua John Miller, Tim Thomerson, Marcie Leeds.

Tráiler

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           Los viajeros de la noche es una película de mitologías mestizas, en la que la mística del vampiro, tanto en su vertiente violenta como en la romántica, se cruza con la del western estadounidense de los fueras de la ley, los rebeldes, los renegados y los forajidos que viven al margen de una sociedad cuyos códigos y convenciones no les atañen. Es decir, un microuniverso híbrido en el que una década después abundarán otras cintas, también de cierto culto cinéfago, como Abierto hasta el amanecer y Vampiros de John Carpenter.

           Dentro de esta reinvención, que acertadamente no se detiene a repasar todos los archiconocidos preceptos del canon vampírico -de hecho ni se cita el término-, el segundo largometraje de Kathryn Bigelow -quien rinde un pequeño tributo al Aliens: El regreso de su entonces pareja, James Cameron, de la que hereda buena parte del reparto- parece encontrar asimismo raigambre en el tema de los amantes a la fuga, con lo que dota de cierta poética melancólica a esa atmósfera nocturna y espectral que lo envuelve todo, a ese idilio amenazado de muerte -por el sol que pone fin a los sueños, por el precio de la noche, por la violencia de los compañeros, por la imposible conciliación de dos mundos-. En esta línea, juega con el componente sexual de la unión entre los dos enamorados. Primero, con esos equívocos iniciales, donde el comportamiento vampírico puede ser el de cualquiera de los dos, embelesados por el roce, por la tentación del cuello. Luego, con uno bebiendo del otro sensualmente, acercándose a la lujuria, mientras se escucha el pulso que se acelera.

Siguiendo en parte esta línea, Los viajeros de la noche puede leerse igualmente como una fábula moral en la que un joven arrogante e imprudente -un joven, en definitiva- se adentra en una crucial experiencia en la que coquetea con la perdición -los efectos de la conversión se reflejan como si se tratase de un síndrome de abstinencia, como de hecho llegan a sospechar algunos personajes-.

           En cualquier caso, el guion de Los viajeros de la noche no tiene mucho vuelo más allá de la iniciación del protagonista en esta nueva realidad y los dilemas que se le plantean. Y, cuando le conviene, fuerza a su antojo la lógica del relato en general y de la escena en particular. Por ello, la película va perdiendo poco a poco el colmillo hasta rematar en un desenlace cogido entre alfileres.

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Nota IMDB: 7.

Nota FilmAffinity: 5,8.

Nota del blog: 4,5.

La semilla del diablo

12 Feb

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Año: 1968.

Director: Roman Polanski.

Reparto: Mia Farrow, John Cassavetes, Ruth Gordon, Sidney Blackmer, Maurice Evan, Ralph Bellamy, Patsy Kelly, Elisha Cook Jr., Victoria Vetri.

Tráiler

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           Roman Polanski desembarcaría en Estados Unidos con sus obsesiones. Los personajes atrapados en situaciones claustrofóbicas -a veces expresadas en localizaciones mínimas- que se podían apreciar en El cuchillo en el agua, Repulsión o Callejón sin salida, enredados en turbias relaciones de poder, humillación y peligro -al igual que ocurrirá en las posteriores El quimérico inquilino, Luna de hiel, La muerte y la doncella, Un dios salvaje o La venus de las pieles-, tendrán su prolongación en la que se convertirá, también en parte fruto de la desgracia –la sangrienta materialización del ocultismo de los sesenta hippies en las masacres de La Familia, el asesinato de John Lennon-, en una de sus obras más célebres: La semilla del diablo.

           A pesar de la libertad con la que contaba, Polanski adapta al parecer con bastante fidelidad la novela homónima de Ira Levin, un escritor que acostumbrara a ver conspiraciones que luego terminan trasladadas al cine, como son Las mujeres de Stepford, Los chicos del Brasil, La trampa de la muerte, Sliver (Acosada) -otro relato en el que una mujer es víctima de los oscuros y mortales misterios del lujoso edificio neoyorkino al que se acaba de mudar- o Un beso antes de morir -donde otra sufre por las ambiciones desmedidas de su pareja-. Desde el punto de vista de un director, La semilla del diablo bien podría leerse como una diatriba contra los actores y su completa falta de escrúpulos a la hora de tratar de lograr sus propósitos.

           El cineasta polaco se muestra hábil para sembrar la sospecha desde la toma de contacto con el edificio Bramford. Los interiores del inmueble poseen ya un aspecto pútrido, aderezado con miradas de suspicacia, que lo establecen como un territorio hostil que, no obstante, tiene su contrapunto en la luminosidad de la vivienda donde se instala Rosemary y su esposo, Guy, un actor de tres al cuarto .

Engarzado sobre el patrón de coincidencias que va entretejiendo la trama, ese juego de contrastes es uno de los principales ejes que utiliza Polanski para crear una duda y una inquietud capaces de deformar la realidad de manera subrepticia -como ese pequeño Nacimiento de figuras desasosegantemente indescifrables- o, incluso, de forma más directa -la intromisión de la escena onírica sobre la ascendencia católica de Rosemary, que anticipa el aquelarre alucinado-.

Esto se da no solo en el empleo del color -Rosemary destacando con su vestido rojo frente a los tonos grisáceos de su marido y de las estancias; los cromatismos mortecinos durante los dolores del embarazo frente a los optimistas amarillos de la primavera…- sino también en la caracterización de los personajes y la esencia misma de estos -esto es, los estrambóticos ancianos que surgen de la noche como una aparición grotesca, de estridente colorido y maquillaje, y que provocan desazón por ser solícitos hasta lo invasivo, con el añadido además de la embarazosa vulgaridad de la señora-. Algo parecido ocurre con la fragilidad que transmite Mia Farrow y la evidente irritación de John Cassavetes, con espasmos y tics propios del underground que pretendía aplicar a su interpretación, rechazados por un Polanski de convicciones más clásicas en este apartado.

           La semilla del diablo, en definitiva, no busca el susto, la impresión repentina, sino la incomodidad, el picor en la nuca, el agobio de saber que algo funciona mal y no ser quién de resolverlo mientras esa sensación va colonizando poco a poco toda la existencia.

Dentro de su trama sobrenatural, La semilla del diablo invoca, pues, un terror reconocible -no hay nada peor que un vecino molesto, pues destruye la paz que debería garantizar el lugar más íntimo- y hasta un terror con ciertas disrupciones satíricas -la congregación de vejestorios, la calamidad de esa señora encarnada por Ruth Gordon, actriz con talento para la comedia; la Victoria Vetri que no es Victoria Vetri-. Una doblez que tampoco es extraña teniendo en cuenta que Polanski venía de entregar la desmitificadora El baile de los vampiros.

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Nota IMDB: 8.

Nota FilmAffinity:

Nota del blog: 8.

La guerra de los mundos

7 Feb

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Año: 2005.

Director: Steven Spielberg.

Reparto: Tom Cruise, Dakota Fanning, Justin Chatwin, Miranda Otto, Tim Robbins, Morgan Freeman.

Tráiler

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         El 11 de septiembre de 2001, la realidad demostró al cine el verdadero rostro de la catástrofe colectiva, nacional. Después de la emisión en directo y a escala global de las impactantes imágenes de los atentados terroristas contra las Torres Gemelas de Nueva York, cualquier película de catástrofes anterior a aquella fecha quedaba revocada. Desde entonces, sobre todo en la primera década tras el ataque, el cine emularía simbólicamente, bajo distintas capas de ficción, este trauma grabado a fuego en las retinas y las mentes de todo un planeta.

         Steven Spielberg recupera La guerra de los mundos para ponerla en conversación con la realidad del momento. La película comienza frente a una Manhattan mutilada. El padre de familia que encabeza esta lucha por la supervivencia se ve envuelto, de improviso, en una vorágine que no comprende y que supera ampliamente sus capacidades de ciudadano corriente. Escapa entre una masa aterrorizada mientras los edificios se desploman, con la cámara a la altura de la gente, con un limitado campo de visión. Queda cubierto por un polvo blanco. Y eso que no lo encarna un hombre cualquiera, sino el héroe arquetípico del país, Tom Cruise, el actor más taquillero por entonces -apunto, eso sí, de experimentar su declive precisamente con una desconcertante labor promocional de la cinta, carne de protomeme-. Pero incluso él vaga desorientado por las ruinas, asustado, sin saber qué decirle a sus hijos, incapaz de ofrecerles protección y seguridad entre la locura.

         Enlazando con este último conflicto, el guion opta por abordar la cuestión mediante un relato -bastante plano y conocido, aunque deja algún buen instante como el de la nana- sobre la redención de un padre ante su exmujer y sus hijos. Es decir, por esa óptica de ausencias y disfunciones familiares tan del gusto del cineasta estadounidense. Como lo son también, claro, los extreterrestres. De hecho, hay recursos -como esa manifestación de rayos y luces visto desde dentro de la casa- que recuerdan al rapto de Encuentros en la tercera fase -donde, por su parte, el cabeza de familia dejaba de lado a los suyos para encomendarse a la búsqueda de respuestas a las preguntas que le ardían en el interior-.

         Desde un inicio de vertiginoso espectáculo, esa carrera contra la sanguinaria amenaza del enemigo -tan acelerada que desatiende detalles de lógica como que funcione una cámara de vídeo en pleno apagón tecnológico, que no busquen cena en la nevera de una fastuosa mansión, que no sufran una hipotermia por nadar en invierno en el Hudson…- llega a estancarse a fuerza de la repetición. Y, en último término, contrasta con el bajón de intensidad con el que se resuelve la obra.

         Pocos meses después del estreno de La guerra de los mundos, Spielberg abundará en esta metáfora de la situación, en este caso de la subsecuente ‘guerra contra el terror’, a través de Munich, género de espías donde esta vez el enemigo no aparece tan palmario, a bordo de monstruosos trípodes, mientras que, a la par, las certezas políticas y morales se diluyen en un juego de sombras, ambiguedades y, en definitiva, cruento absurdo. En esta, el hijo del protagonista ya servía para introducir cierto elemento crítico sobre el belicismo impulsivo que, sin embargo, no termina de desarrollarse y queda colgado como un añadido sin mayor vuelo.

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Nota IMDB: 6,5.

Nota FilmAffinity: 5,7.

Nota del blog: 6,5.

Megalodón

30 Ene

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Año: 2018.

Director: Jon Turteltaub.

Reparto: Jason Statham, Li Bingbing, Rainn Wilson, Ruby Rose, Winston Chao, Shuya Sophia Cai, Cliff Curtis, Jessica McNamee, Robert Taylor, Page Kennedy, Ólafur Darri Ólafsson, Masi Oka.

Tráiler

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         Megalodón bien podría servir como ejemplo sobre cómo Hollywood lleva más de un lustro volcado hacia el mercado cinematográfico chino y viceversa. Los constantes guiños a través de actores y escenarios, además de la autocensura para adaptar las películas a las apetencias de la dictadura, son concesiones orientadas a la búsqueda del triunfo en unas taquillas que se mantienen fieles y provechosas frente a la concatenación de crisis económicas y decadencia de las salas occidentales registrada desde el comienzo del milenio. Y, dentro de esta carrera, la competencia es despiadada debido a las restricciones que pesan en el país asiático sobre las producciones extranjeras, fuertemente limitadas. Una sucesión de pasos que han ido fructificando incluso en costosas superproducciones como La gran muralla. Anhelo de estrellas, de blockbusters, que les hablen directamente a ellos, en lugar de mirarlos por encima del hombro como público -como ciudadanos- de segunda. El dinero proporciona dignidad.

Así pues, Megalodón es un buen ejemplo de ello porque, además de contar con fondos de compañías chinas, fijar localizaciones en el país -la popular playa de Sanya- y de incorporar a celebridades nativas a la cabeza del cartel -Li Bingbing-, también simboliza las pretensiones de este tipo de filmes: más grande todavía, aún más espectacular. O, como diría el jefe de policía Martin Brody en Tiburón, «vamos a necesitar un barco más grande», frase homenajeada en cualquier cinta que emule el referencial éxito de Steven Spielberg. Porque si el especimen de aquella ya era monstruoso, en Megalodón, como su propio título indica, se resucita a un extinto pariente prehistórico cuyos mayores especímenes, según estima la ciencia -es decir, excluyendo las fantasiosas licencias de la ficción-, podían alcanzar entre los 16 y los 20 metros de longitud.

         Siguiendo estas premisas, Megalodón se ajusta a las convenciones del género desde una realización, a cargo de Jon Turteltaub, que es pura funcionalidad sin huella, intercambiable prácticamente con la de cualquier producción análoga y tan solo interesada en mantener la historia en movimiento. Pura cadena de montaje.

Para la coartada dramática, el argumento se organiza a través de un típico arco de redención con tintes de venganza personal en la que el héroe atormentado ha de hacer las paces consigo mismo derrotando al mal que lo había dejado profundamente herido. Y, para reforzarlo, se añaden postizos tan tópicos como improbables -la presencia de la exmujer de uno y de la hija de otra-, así como otros clichés tan sobados -el empresario ambicioso hasta lo criminal- que sorprende la falta de esa ironía autoconsciente, como disculpatoria, con la que se rebozan muchos de los blockbusters actuales. Mientras, por su parte, la criatura surge con ecos de El mundo perdido para devolver al ser humano a un estado de vulnerabilidad ante lo desconocido, lo salvaje y primigenio -la sugerencia de la neblina de la fosa-.

         Se trata, por tanto, de mimbres de serie z -el megalodón es de hecho un villano recurrente en el infracine del SciFi Channel y similares- para servir la excusa del duelo entre el monstruo y un rival a su altura, Jason Statham, probablemente el único actor de acción contemporánea del que, con su apariencia granítica, su voz cazallera de rufián cockney y en definitiva su carisma rocoso, nos creemos que podría derrotar a semejante bicho tan solo raspándolo con la lija que, en vez de barba, le brota en la quijada.

         En China, Megalodón recaudó más de 50 millones de dólares en su primer fin de semana, logrando el tercer puesto en la taquilla. Lo suficiente para que se anunciara poco después la intención de rodar una secuela. Misión cumplida.

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Nota IMDB: 5,6.

Nota FilmAffinity: 4,5.

Nota del blog: 4,5.

Tras el cristal

8 Ene

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Año: 1986.

Director: Agustí Villaronga.

Reparto: David Sust, Günter Meisner, Gisèla Echevarría, Marisa Paredes, Imma Colomer.

Filme

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          Günter Meisner, que había encarnado nada menos que a Adolf Hitler en las miniseries Winston Churchill: The Wilderness Years y Vientos de guerra, así como en la comedia As de ases, rechazó en primera instancia interpretar el papel que le ofrecía un joven director, Agustí Villaronga, para Tras el cristal, su debut en el largometraje. El guion acerca de un antiguo médico nazi de los campos de exterminio, refugiado en una mansión campestre del extranjero y atrapado en un pulmón de acero tras tratar de suicidarse en un infructuoso intento de atajar su sed de sangre infantil, le resultaba demasiado horrible. Finalmente, terminaría aceptando la propuesta. Según Villaronga, el actor alemán le confesó que no podía sacarse la historia de la cabeza.

          En Tras el cristal, Villaronga expone una reflexión acerca de la mórbida fascinación por el mal y de la perpetuación del horror como si fuese una enfermedad transmisible o hereditaria, donde el componente nazi recuerda a obras precedentes y posteriores como El portero de noche o Verano de corrupción. De hecho, el filme se abre sin hacer prisioneros, reflejando una tortura con trazas de fetichismo sádico en una tenebrosa bodega. Pero se trata de una escena que se contempla también con el uso de un punto de vista subjetivo, implicando al espectador que, a la postre, parece materializarse en la extraña figura de un muchacho que se ofrece a cuidar al hombre, ya tetrapléjico después de ascender desde la bodega hasta la torre para, luego, lanzarse al vacío.

El director balear afronta el tema desde una sordidez que se va infiltrando desde el relato y la imagen. La crueldad de los hechos gana terreno progresivamente dentro de un siniestro juego de poder y dominación, sin ahorrar en escenas escabrosas que comparan abusos y agonías y que se muestran para desafiar esa fascinación de mirar que podría equipararse al ojo y la cámara igualados en los primeros fotogramas. En este camino, la fastuosa mansión y la estética verniega se van deformando en un escenario grotesco y agresivo, hasta que la estancia donde se encuentra encerrado el montruo acaba quedando aislada del tiempo y el espacio, de la realidad, envuelta en una pesadilla delirante, en una fábula de terror. Y, a la par, algo semejante sucede con el rostro de David Sust, de aspecto inocente pero cada vez más afilado por las sombras.

          Con todo, es cierto que la estética de Tras el cristal padece asimismo rasgos deudores de su época que no le sientan demasiado bien, subrayando los aspectos excesivos de una narración de retratos psicológicos extremos. Como es frecuente en la década de los ochenta, se detecta particularmente en determinadas decisiones del montaje y, en especial, en la banda sonora.

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Notaa IMDB: 6,8.

Nota FilmAffinity: 6,4.

Nota de blog: 7.

El resplandor

9 Dic

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Año: 1980.

Director: Stanley Kubrick.

Reparto: Jack Nicholson, Shelley Duvall, Danny Lloyd, Scatman Crothers, Joe Turkel, Philip Stone, Barry Nelson.

Tráiler

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          A Stanley Kubrick puede considerársele un autor transformador de géneros. Es decir, que pone su sensibilidad, talento e intereses por encima de los códigos y las convenciones propias del terreno por donde escoge encaminar su filmografía. Por ello, a la hora de adaptar la novela El resplandor, de un escritor fundamental en el terror, Stephen King, el cineasta optaría por ahogar su dimensión sobrenatural en favor de una mayor ambigüedad, más vinculada a una exploración de la enajenación y los arrebatos de locura que pueden hacer en presa en una mente como la de Jack Torrance, arrasada por la frustración -su estancada carrera literaria-, el aislamiento absoluto -el hotel cerrado durante cinco meses de crudo invierno- y unos antecedentes que apuntaban a que el asunto se encontraba ya ahí latente -la alusión a un episodio de «exceso de fuerza» hacia su hijo-.

Pero, además, esta naturaleza maligna se enraiza a través del relato con el catálogo de depravaciones y atrocidades que se manifiestan a través de los espíritus del siniestro hotel -otro holocausto familiar, fantasmas con terribles heridas, grotescas escenas sexuales- y, de paso, con la cara B de la historia de la forja de la nación -el recuerdo de la expedición Donner, donde los pioneros hubieron de recurrir al canibalismo para sobrevivir en mitad de un territorio hostil-. Un conjunto a partir del cual se podría conformar una subrepticia mirada crítica hacia la sociedad estadounidense -la conminación a Jack para que pase a ser parte de los hombres que cumplen con su deber y que escarmientan a esposas e hijos-.

          De ahí que esos espectros no tengan entidad propia, como en el libro de King, sino que Kubrick los apunte como emanaciones de una psicología trastornada, bien la de un padre desequilibrado que vendería su alma por una cerveza, bien la de un niño con aparentes problemas de sociabilidad, bien la de una mujer al borde de un ataque de nervios. No obstante, esta premisa conduciría a ciertas contradicciones, como por ejemplo en la imposible apertura de la puerta de la despensa, o a momentos ridículos como el final del personaje de Scatman Crothers. Supongo que es complicado subvertir por completo el texto original.

          De igual manera, en el aspecto formal, Kubrick reemplaza los sustos, la impresión repentina, por una constante irritación sensorial -la estridente estética de los interiores, las desaforadas sobreactuaciones y la apariencia de los actores; la banda sonora deformada por el sintetizador y los registros sonoros que incluso convierten el rebotar aburrido de una pelota en metrónomo de lo que parecía música…-. El terror está en esa atmósfera antinatural, bajo la que se convoca la personalidad intangible y malsana del Overlook, prácticamente un estado mental. Mediante la steadycam, el objetivo se arrastra tras los pasos de los personajes en su agobiante recorrido de unos pasillos que son tan intrincados como ese laberinto de setos que les aguarda en el exterior congelado.

          En cualquier caso, esta superposición de Kubrick termina dando de sí todo y acaba siendo más divertido contemplar, mirándo desde fuera la historia al igual que él, qué recursos visuales desarrolla y aplica el cineasta, y no tanto el relato de terror y locura en sí mismo que se cuenta de fondo.

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Nota IMDB: 8,4.

Nota FilmAffinity: 8,2.

Nota del blog: 7.

Alien: Resurrección

14 Sep

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Año: 1997.

Director: Jean-Pierre Jeunet.

Reparto: Sigourney Weaver, Winona Ryder, Ron Perlman, Dominique Pinon, Gary Dourdan, J.E. Freeman, Brad Dourif, Dan Hedaya, Michael Wincott, Kim Flowers, Leland Orser, Raymond Cruz.

Tráiler

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         Alien³ había sido una producción calamitosa, pero la película que había salido de ella -una buena idea que degeneraba en collage caótico resuelto a trancas y barrancas- dio lo suficiente de sí en taquilla como para arriesgarse a una cuarta entrega que, en cualquier caso, debía apostar por un truco espectacular para romper el círculo que se había cerrado con un plano que regresaba, con lejana voz en off y en una doliente oscuridad, a la sala de estasis donde amanecían las recurrentes pesadillas de Ellen Ripley, enredada en un juego de ataques y contraataques con su antagonista, el monstruo, hasta quedar fundidos ambos -tanto en sentido orgánico como industrial- en un solo ser, en una dualidad.

Así pues, Alien: Resurrección parte de este concepto final para, en un nuevo salto temporal y tecnológico, recuperar a la sufrida teniente por medio de una clonación que, entre otros frutos, deja fusionadas la genética de la mujer con la del xenomorfo. Esa lectura temática acerca de la sexualidad y el parto que rondaba Alien, el octavo pasajero y se prolongaba en Alien³ se encuentra aquí materializada de forma explícita, desde el cordón umbilical de la cría y la placenta que envuelve a la protagonista resurrecta, hasta el alumbramiento intercambiable -el nacimiento vivíparo de la definitiva criatura híbrida, de aspecto y funcionamiento bastante grotesco, a decir verdad-. Del hijo de Kane, como lo llamaba el androide Ash, al hijo de Ripley, integrada ya en el linaje de los monstruos que combate para defender a la humanidad y, de hecho, metamorfizada en el arma definitiva contra ellos. Asimismo, se reedita la maternidad adoptiva que en Aliens: El regreso se enfocaba hacia esa pequeña cuya salvación significaba la salvación de la especie, aquí enfocada, paradójicamente, sobre una joven sintética que, citando a Blade Runner, es «más humana que los humanos».

         En este sentido, Ripley vuelve a fundirse con el xenomorfo, aunque esta vez no en una cuba de plomo incandescente, sino succionada por una masa palpitante de aliens, donde se deja tragar con los ojos cerrados, relajada, con cierta sensualidad. En un vistazo general, el planteamiento es coherente con el arco total del personaje, si bien mirándolo más de cerca durante el camino, por momentos parece desquiciarlo, sin saber muy bien cómo darlo continuidad de manera natural, más allá de dejándose llevar por el delirio en el que se sume todo.

Aunque lo cierto es que, en cada secuela, Ripley nunca es la Ripley del Nostromo. En Aliens: El regreso despertaba del hipersueño 57 años después del trauma, lejos de su tiempo y de su vida, reservando además cierto margen para el campo de lo onírico que podría renovarse en Alien³ como una nueva pesadilla a la que despierta de golpe, en un nuevo círculo del infierno. En un acto de sinceridad, Alien: Resurrección reconoce verbalmente esta situación: que esta Ellen Ripley ya no es Ellen Ripley, sino otra cosa. No es una oficial de un carguero comercial -es decir, un camión con ínfulas-, sino una entidad sobrehumana que viaja por el tiempo y el espacio. Superheroica, podría decirse, puesto que, al igual que muchos de los superhéroes, es una mutación.

         Con guion de Joss Whedon -que andando el tiempo se convertiría en el gran revisor y actualizador del relato superheroico con su trabajo en la división cinematográfica de Marvel-, Alien: Resurrección marca un abrupto cambio de tono respecto a la degradada y terminal Alien³ y, de paso, frente al resto de la serie. De tan alocada, es festiva. El humor posmoderno y la violencia frívola del dibujo animado -así como un abuso de la permisividad lógica vinculado a esta esencia comiquera medianamente irreverente- vibran en las imágenes que entrega Jean-Pierre Jeunet, quien ya había creado mundos fantasticos tan tétricos como farsescos en Delicatessen y La ciudad de los niños perdidos. En esta, las sombras deforman los rostros no para acentuar su dualidad y su conflicto, sino para volverlas máscaras cómicas, bizcas, ridículas. También induce a ello la selección de actores, en los que el francés recupera rostros tan peculiares como los de Ron Perlman y Dominique Pinon para interpretar personajes más bien estrafalarios.

         Dando la espalda a buena parte de la mitología de la saga -en especial la siniestra compañía Weyland-Yutani-, Alien: Resurrección da de sí el círculo hasta cerrarlo en un punto que ni siquiera aparecía en el original: el regreso a la Tierra. Por ahora, tras dos precuelas para asentar los orígenes del ciclo –Prometheus y Alien: Covenan– y con otra nueva secuela estancada en el rumor, ahí queda la historia.

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Nota IMDB: 6,2.

Nota FilmAffinity: 5,6.

Nota del blog: 6.