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Taxi Driver

13 Mar

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Año: 1976.

Director: Martin Scorsese.

Reparto: Robert De Niro, Jodie Foster, Cybill Shepherd, Harvey Keitel, Albert Brooks, Peter Boyle, Leonard Harris, Martin Scorsese.

Tráiler

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          Taxi Driver termina con un aguijonazo. No recuerdo si era Martin Scorsese o Paul Schrader quien lo definía así. Apaciguada la tempestad de ruido y furia, Travis Bickle vuelve a ser un anodino conductor de taxi. El objeto de su obsesión, Iris, comparte carrera con él, quien parece haber recobrado unos mínimos de compostura aceptables en esa Nueva York permanentemente nocturna y prograsivamente trastornada, a la cual la cámara retrata a centímetros de su pútrida piel de asfalto, de su esperpéntico maquillaje de neón, de sus supurantes alcantarillas. El saxo de la partitura de Bernard Hermann retoma una cadencia calmada, acompasada al parsimonioso transitar del coche. Pero, de repente, una imagen entrevista. Una mirada fugaz por el retrovisor. Un aguijonazo. La bestia sigue vigilante.

          Taxi Driver captura una serie de palpitaciones que permanecen agazapadas tanto en la comunidad como en el interior de uno mismo. La sociopatía de Travis Bickle acecha desde lo más oscuro, acumulando fuerzas hasta explosionar una vez más. Travis Bickle es una atmósfera social, un estado de ánimo. De ahí su vigencia a través de las generaciones, de su recurrente conexión con una realidad que parece cambiar pero en la que, quizás, nada cambia. La frustración irreparable, la soledad incurable, el desarraigo absoluto, el vacío existencial. Travis Bickle desembarcaba en el Nueva York de los años setenta tras un periodo de gestación y bautismo de fuego en el horror de Vietnam. Es la década del desconcierto, del pesimismo, del despertar tras el sueño soleado y amoroso de esa Era de Acuario que moriría ahogada en la sangre vertida por la Familia, por los magnicidios de aquellos que prometían un futuro de concordia, por su propio vómito de atracón de estupefacientes. Sobre sus cenizas volvía a resurgir la derecha parafascista de tipos como Richard Nixon. Los excesos pretéritos habían de ser combatidos a punta de Magnum 44, con los representantes de la ley virando hacia fuera de los márgenes de lo establecido para garantizar, paradójicamente, los fundamentos de lo establecido. Harry Callahan debía patear a Scorpio, tirotearlo hasta matarlo, porque era la única manera de que no escapara por entre las grietas de un sistema corrompido. Travis Bickle también compra una Magnum 44, fascinado por su poder justiciero, además de otras pistolas de cañón más corto por motivos prácticos. Verdugos del sistema que operan fuera del sistema; paramilitares de una guerra que ahora se libra en la sacralidad violada del hogar.

Travis Bickle ni siquiera tiene una placa que respalde mínimamente sus actos. Desde su taxi, patrulla las calles. Su mente, disuelta como una aspirina efervescente en un vaso de agua, identifica al enemigo. Y al enemigo se le elimina. La de Travis Bickle es, pues, una historia de los Estados Unidos y de sus contradicciones eternas, de sus conflictos inherentes. En parte, su carácter toma inspiración del Samuel Byck que había tratado de asesinar precisamente a Nixon un par de años antes del estreno del filme. Tiempos en los que el individuo se veía capaz de empuñar un arma y salir a defender su posición, sin siquiera parapetarse antes en una posición dominante. Su delirio encuentra cierta lógica en un entorno degradado que asume como propio, que lo envuelve narcotizándolo, contaminándolo.

          Tal vez el contexto histórico evolucionase en los años posteriores, pero Travis Bickle siempre permanece ahí, en su cabina, oteando la calle por los retrovisores. Puede que el último lustro haya sido el más convulso políticamente en el país norteamericano -y en el resto del mundo- desde aquellos años setenta. La polarización de la ciudadanía, al menos, alcanza cotas semejantes. Dos devastadoras crisis económicas, la de 2008 y la que trajo consigo la pandemia, diezmando las clases medias, depauperando todavía más al precariado y aumentando todas las brechas socioeconómicas imaginables. Dinamitando, pues, las perspectivas de futuro. Donde hubo detractores de la guerra frente a ultranacionalistas del ‘America love it or leave it’, ahora hay activistas de Occupy Wall Street, Me Too o Black Lives Matter frente al renacimiento de la extrema derecha, el neofascismo y el supremacismo blanco; las masas que toman al asalto el Capitolio secundando las tesis emponzoñadas de su inefable líder. En el cine, quien escudriña por el retrovisor puede que no sea Travis Bickle, pero podría ser el Joker que reimagina Todd Phillips. La herencia no solo se percibe en los fotogramas. También en los perfiles de aquellos que recurren a ambas figuras como iconos para representarse al mundo a través de las redes sociales. Tampoco suelen andar lejos quienes claman por un hombre fuerte capaz de purgar de un balazo el mal que hostiga a la sociedad, identificados nuevamente con Callahan y su revolver, descomunal símbolo fálico. No está de más aludir a la deconstrucción y las mutaciones de los paradigmas sociales, al hombre blanco de mediana edad que barrunta que está perdiendo ciertos privilegios que aparentemente estaban asegurados. Cuando estos son los últimos que quedan debido a otras circunstancias -esencialmente esa tendencia del neoliberalismo a extremar los escalafones sociales-, la situación tiende a tensarse. La frustración irreparable, la soledad incurable, el desarraigo absoluto, el vacío existencial.

          Schrader lo formulaba en su anterior Yakuza: «Cuando un americano enloquece, abre la ventana y dispara a un montón de extraños; cuando un japonés enloquece, cierra la ventana y se suicida». Porque, aparte de social, esta angustia tienen una dimensión vital y particular; sea transitoria, por cosas de la edad, sea arraigada en lo más hondo. Hay obras capaces de, en unas circunstancias concretas, impactar como un relámpago en lo más profundo del espíritu. Taxi Driver es probablemente la película que cambió definitivamente mi percepción del cine al descubrirla a los 15 años. Toda ese interior confusamente convulso, esa sensación de extrañamiento, el desengaño constante, ese rencor inconcreto. También eso es Travis Bickle, un individuo cuya vida es un pasillo vacío, sucio y mal iluminado, desde cuyo fondo él llama sin respuesta mientras sostiene ridículamente un ramo de flores que nadie desea. Una proyección paroxísitica, una fantasía sublimada. Taxi Driver es, entre otras cosas, una película sobre la desidia, sobre la apatía, sobre una abulia que se enquista y metastatiza hasta reventar en violencia. Travis Bickle en su cubil caótico y desconchado, jugando con el equilibro del televisor donde mira sin mirar un horrible telefilme, obsceno en su falsedad, hasta alcanzar el desastre por el mero dejarse llevar por la indiferencia. Una expresión meridiana de esa sorda desesperación. Taxi Driver es una de las obras que mejor ha plasmado ese aburrimiento tóxico, reconcentrado, cuyo hedor hasta se huele y se paladea. Scorsese desmonta esa patraña de la ‘durée’ -el transmitir el aburrimiento mediante el aburrimiento en bruto- que inventaban los de la Nouvelle Vague para, en cierta manera, justificar un desprecio al empleo de recursos narrativos elementales.

Pura contradicción, la respuesta violenta de Travis Bickle –el asesinato de Palantine, falso ídolo, dueño simbólico de su anhelo romántico- se entrecruza con una misión de redención personal -el rescate de Iris, una prostituta de 12 años, del lumpen neoyorkino; la pureza inmaculada confundida por la perniciosa dialéctica de la liberación de la mujer y el new age hippie-. Un centauro del desierto definitivamente enajenado, en perpetuo galope en su búsqueda de purificar la sociedad, a sí mismo. Su locura, descrita en un discurso trabado, incoherente y delirante, es la locura de unos Estados Unidos que fantasean obcecados con salvar a una inocente que ni es inocente ni quiere ser salvada. La cara oscura de un complejo de benefactor universal pervertido en una cruzada demenciada y destructora, de igual modo que, en otros tiempos, la perversión del ideal propagandístico del sueño americano se había personificado en el gánster estelarizado por el cine de los años treinta. Que Travis Bickle se decante por uno u otro plan es cuestión azar, si bien el desenlace sería probablemente idéntico en ambas: un grotesco baño de sangre que se plasma como una alucinación malsana. A pesar de que la sociedad termine asumiéndolo como tal, Travis Bickle no es un héroe. Ni siquiera un antihéroe. Scorsese y Schrader, con un aguijonazo postrero, advierten de que su cruzada tampoco es redención. Y de que no acaba nunca.

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Nota IMDB: 8,2.

Nota FilmAffinity: 8,1.

Nota del blog: 10.

Robin y Marian

4 Feb

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Año: 1976.

Director: Richard Lester.

Reparto: Sean Connery, Audrey Hepburn, Robert Shaw, Richard Harris, Nichol Williamson, Kenneth Haigh, Denholm Elliott, Ronnie Barker, Ian Holm, Victoria Abril.

Tráiler

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         Harto y asqueado por la sangre derramada en unas cruzadas que buscaban a Dios entre las monedas de oro de los infieles, Robin de Locksley regresa a casa con la vejez instalada en los huesos, preguntándose por el destino de su amada, Lady Marian, y, sobre todo, todavía con el ánimo dispuesto a luchar contra la tiranía de Juan Sin Tierra o quien le haya podido suceder en el linaje de tiranos encargados de someter a sus antojos a los súbditos que les correspondan por derecho divino y sanguíneo. Pero, a pesar de esta ambientación exótica, medieval, resulta sencillo compartir como propio el drama de Robin Hood. Al fin y al cabo, el guerrero cansado se cuestiona lo mismo que todos: ¿Qué provecho he sacado de mis penurias? ¿Qué es lo que realmente ha merecido la pena? ¿A dónde ha ido el día?

         De la mano de esta naturaleza tan humana del héroe, que planta media sonrisa socarrona al escuchar la leyenda que ha despertado su nombre y sus presuntas hazañas, el espíritu de Robin y Marian, así como la realización que aplica Richard Lester, es desmitificadora. Dulce, jocosa, afligida y violentamente desmitificadora. Los tesoros resguardados en inexpugnables castillos son estatuas de piedra abandonadas en un campo de nabos, la pompa regia son dementes sanguinarios ávidos de pillaje, a los soldados se les cansan los brazos de tanto batir la espada. El entierro de Ricardo Corazón de León está filmado desde lejos hasta reducirlo a una pequeña y corriente caja de madera arrastrada por una triste comitiva. La peleas son fatigadas y torponas, incluso en su aspecto visual.

         No obstante, esta vulgarización no es completa. Se trata de una película que se embebe del reencuentro, de la segunda oportunidad entre Robin y Marian, quienes, exiliados en la naturaleza espléndida que les ofrece su viejo bosque, bullente de vida, reviven sueños rotos, casi olvidados, somatizados en profundas cicatrices. Con todo, son besos prácticamente interrumpidos que, para Marian, despiertan una mezcla de felicidad y dolor, de esperanza y de pérdida inevitable. Sensaciones en conflicto que invocan esa subrepticia vibración trágica, esa sensación elegíaca que inunda todo. Un concepto postrero, este de la última aventura, la última cabalgada o la última misión, tan identificable con el western crepuscular o el noir melancólico.

La química de Sean Connery y Audrey Hepburn con sus papeles y entre ellos es la que consolida la atmósfera y realza el sabor de la obra. El filme también suponía el regreso al cine de Hepburn después de ocho años en los que, como esa Marian transformada en abadesa, había permanecido apartada de las luces, el brillo y la opresión del estrellato.

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Nota IMDB: 7.

Nota FilmAffinity: 6,5.

Nota del blog: 8.

Cuando los dinosaurios dominaban la tierra

11 Ene

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Año: 1970.

Director: Val Guest.

Reparto: Victoria Vetri, Robin Hawdon, Patrick Allen, Drewe Henley, Sean Caffrey, Magda Konopka, Imogen Hassall, Patrick Holt, Carol Hawkins.

Tráiler

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         A mediados de la década de los sesenta, a la Hammer le dio por explotar un filón consistente en turgentes mujeres prehistóricas en apuros entre alimañas antediluvianas y, peor aún, hombres primitivos con tremebundas pelucas y barbas postizas. El bikini de piel de Raquel Welch en Hace un millón de años -en realidad un remake de la producción estadounidense de 1940 del mismo nombre– se había convertido en un icono pop automático que se intentaría replicar en Mujeres prehistóricas -explícito título a cargo de Michael Carreras, guionista en la anterior-; Cuando los dinosaurios dominaban la tierra y Criaturas olvidadas del mundo -de nuevo con el tándem formado por Don Chaffey en la dirección y Carreras en el libreto-.

         Cuando los dinosaurios dominaban la tierra, en concreto, se basa en un planteamiento del que J.G. Ballard sentó las bases y Val Guest terminó de dar forma, si bien posee elementos similares respecto de la primera entrega de esta especie de serie exploitation -el antagonismo entre una tribu violenta que mora en las ásperas montañas y otra más tolerante que habita la más apacible costa, el inevitable amor prohibido entre dos representantes de ambas cosmovisiones-, e incluso de la segunda -la enconada enemistad entre rubios y morenos-.

Para heredar la despampanante lubricidad de Welch, la productora británica volvería a confiar en una norteamericana, Victoria Vetri, cuyas curvas la habían convertido en playmate del mes en septiembre de 1967. El estilismo volvería a realzarlas con un sugerente sujetador de piel un par de tallas por debajo de lo recomendable. La escasez material de la prehistoria, evidentemente. No obstante, de interpretación limitadísima y personaje algo pánfilo, no alcanza la presencia de la bolivianoestadounidense.

Para la otra parte del espectáculo, los monstruos, se recurriría a un modelaje y stop-motion semejante al canonizado por el maestro Ray Harryhausen -comparecen un par de plesiosaurios, un chasmosaurus, un rhamphorhynchus, un megalosaurius de interpretación vintage, unas babosas colosales y varios cangrejos gigantes que podrían pasar por ancestros de los de La isla misteriosa-, así como, puntualmente, un varano y un caimán disfrazados.

         Con estos ingredientes elementales y un presupuesto inferior al que lucía Hace un millón de años -con todo, los efectos especiales cosecharían una nominación al Óscar-, Guest se las ingenia para enhebrar una aventura sencilla pero sostenida con buen pulso, tanto o más si se tiene en cuenta que los diálogos son en un lenguaje inventado en el que apenas se emplea un puñado de voces -aprender el idioma, que es perfectamente posible en la hora y media de metraje, puede ser otro juguete para divertirse-.

Del relato, hay apartados particularmente desafinantes -las pequeñas escenas cómicas- y herramientas tan básicas como forzadas -ese megalosaurius con el don de la oportunidad-, pero también se atreve a introducir reflexiones críticas acerca de la propagación y el contagio del fanatismo en un contexto de pánico colectivo que responde a la consciencia de la vulnerabilidad ante la desgracia y lo desconocido. El espectacular paisaje canario constituye además un decorado estimulante y épico para este tebeo en movimiento y a todo color.

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Nota IMDB: 5,2.

Nota FilmAffinity: 5,3.

Nota del blog: 6,5.

Dersu Uzala (El cazador)

2 Dic

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Año: 1975.

Director: Akira Kurosawa.

Reparto: Yury Solomin, Maxim Munzuk, Svetlana Danilchenko, Dmitriy Korshikov, Alexander Pyatkov, Vladimir Kremena.

Filme

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           El fracaso de Dodes ‘Ka-Den, su primera película en color, dejó destrozado a Akira Kurosawa, hasta el punto de que trataría de suicidarse un año después. Pero, a la postre, el cine regresaría para su salvación artística y personal trayéndole, por azares de la vida, la posibilidad de realizar un proyecto que había acariciado tiempo atrás pero al que no conseguía encontrar encaje para su traslación a un escenario japonés: la adaptación de las memorias del explorador Vladimir Arsenyev sobre su amistad con Dersu Uzala, el nativo hezhen que ejercería de guía en su incursión por la indómita taiga en torno al curso del río Usuri, en la frontera entre China y uno de los confines orientales de Rusia.

           Dersu Uzala resultaría en una de las obras más profundamente sentimentales del autor tokiota, un conmovedor canto a la amistad y a la vida enarbolado por uno de los personajes más carismáticos, inspiradores y entrañables del séptimo arte. Es también una cautivadora elegía a un mundo que se extingue, a una conexión elemental con la naturaleza que se pierde, contaminada o directamente arrollada ante el avance de los modos de vida que trae consigo la modernidad, organizada en ostentosas cajas, con el poderoso fuego domado y encerrado en humillantes estufas; ciego y sordo ante las nubes pasajeras o el canto de los pájaros. Bajo el asentamiento colonial, avanzadilla de una civilización contemporánea que todo lo devora, el discreto sepulcro del viejo sabio es ya un pedazo de tierra olvidado al que incluso se ha despojado de los árboles centenarios que la guardaban.

           Dersu Uzala entra en el relato surgido de la nada, en una noche insondable y encantada. Es un vestigio de tiempos remotos que se aparece para iluminar al contingente de exploradores, para enseñar a esos hombres modernos, en verdad niños malcriados y arrogantes, a ver, a oler, a conocer, a sentir. Pero Dersu Uzala es un maestro noble, que educa desde la paciencia, desde la sencillez y la practicidad medular, desde la modestia absoluta. Hay una dignidad esencial y venerable en su figura, que encarna con preciosa naturalidad Maxim Munzuk, con sus piernas arqueadas, su firmeza apoyada en el bastón, su expresividad clara y precisa.

Kurosawa expone su ancestral espiritualidad animista sin enfatizar grandes lecciones morales; sin reñir y, por tanto, sin caer en un empachoso misticismo new age. Transmite la dimensión inmaterial del paisaje tal como la perciben tanto el occidental como el nativo, sumidos los dos en la inmensidad de un bosque boreal fascinante y terrible -esos ocasos de oscuridad siniestra, los cromatismos imposibles, el lago desolado de altas hierbas, los reflejos espectrales del tigre; también los encuadres que parecen pinturas impresionistas en el lado de la belleza, igualmente sobrecogedora-. Porque, en puridad, lo exacto es hablar de unos elementos sobrehumanos, no sobrenaturales.

           El cineasta se muestra delicadamente pudoroso, pero extremadamente sensible. No hay planos cortos que invadan los sentimientos que van creándose y evolucionando en los personajes; la cámara mantiene una distancia tan cortés como el respetuoso hermanamiento entre el capitán Arsenyev y el guía. La imagen más cercana a ellos es interpuesta, a través de una fotografía que se nos lega para inmortalizar esta felicidad pletórica pero, a la vez, como advertía un comienzo in extremis, efímera. Es una manifestación gramatical que convierte al espectador en parte de la expedición, que permite experimentar las mismas sensaciones que despertó en el cartógrafo este encuentro trascendente y transformador, desarrollado sobre la hermosura de la vida y la melancolía de la muerte inexorable, ambas partes de un ciclo emocionante y cruel.

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Nota IMDB: 8,3.

Nota FilmAffinity: 8,3.

Nota del blog: 10.

Ned Kelly

4 Nov

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Año: 1970.

Director: Tony Richardson.

Reparto: Mick Jagger, Clarissa Kaye-Mason, Mark McManus, Ken Goodlet, Diane Craig, Martyn Sanderson, David Copping, Bruce Barry, Tony Bazell, Frank Thring.

Tráiler

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         El forajido Ned Kelly constituye una figura principal en la mitología popular australiana, en cierta manera encarnación del espíritu forjador del país, en esta ocasión en alzamiento contra la autoridad colonial británica. Y es crucial no solo en su tradición histórica, sino también cultural, puesto que, en 1906, en The Story of the Kelly Gang, será el objeto de una de las películas fundacionales del cine de Australia, que curiosamente había obtenido su independencia cinco años antes, casi al mismo tiempo que el nacimiento del cinematógrafo.

         Equiparable en esencia a las leyendas del western estadounidense como Jesse James, enfrentadas enconadamente contra las injerencias de un poder opresor, Ned Kelly será recuperado a lo largo de los años en diversas producciones -la última, La verdadera historia de la banda Kelly, estrenada de prácticamente de soslayo este verano-. En el caso que aquí nos ocupa, se trata de una cinta dirigida por Tony Richardson, uno de los nombres propios del Free cinema británico que, después de encadenar una serie de fracasos, llegaba desde la metrópoli para releer el mito en clave pop y, además, coetánea, ya que la revuelta del fuera de la ley en el territorio de Victoria encuentra paralelismos -incluidas alusiones directas a los unionistas- con el comienzo de The Troubles en Irlanda del Norte.

En refuerzo de esta idea, será Mick Jagger quien encarne al bandido de ascendencia irlandesa, como equiparando esa rebeldía contra la Corona condenada de antemano a la horca -el filme comienza de hecho por el ‘The End’- al cautivador malditismo de la estrella rock. Los ídolos del pueblo. Hasta, de inicio, tenía cabida en el reparto Marianne Faithfull, por entonces pareja del ‘frontman’ de los Rolling Stones -quienes por lo visto renunciaron a participar en el festival de Woodstock a causa de este trabajo actoral de Jagger-, si bien hubo de ser reemplazada debido a sus problemas con la droga.

         Richardson, que en su día ya había entregado una relectura iconoclasta de Tom Jones, cuenta las andanzas de Kelly y su grupo desde un estilo cercano al western sucio que, por aquellas fechas, realizaban cineastas como Sam Peckinpah -hay un juego pretendidamente cómico con el ritmo de la imagen que se veía en La balada de Cabel Hogue, estrenada ese mismo 1970, aunque también con antecedentes precisamente en Tom Jones-. Una irreverencia que se traslada a una narración informal, de montaje anárquico, que a la postre sume el relato en un evidente caos en el que resulta desastrosamente complicado identificar qué ocurre, quiénes están implicados y qué es lo que se pretende.

A la par, de la mano de la presencia de un astro musical en el elenco y del empleo de cantantes a modo de bardos elegíacos en la banda sonora, Ned Kelly también se emparenta con esa sensibilidad contemporánea, pop como decíamos, que se abría paso en Dos hombres y un destino y que cuenta con ejemplos posteriores como Los vividores o, volviendo a Peckinpah, Pat Garrett y Billy the Kid, la cual tenía su propia estrella invitada, Bob Dylan. Sin embargo, la elección aquí de dos cantantes de country estadounidense, Shel Silverstein y Waylon Jennings, juega contra la idiosincrasia de la obra.

Asimismo, Ned Kelly asume ese aire lisérgico que flotaba en el ambiente de la época, desde la marciana interpretación de Jagger hasta, anclándose en la historia, ese desenlace alucinado donde el ‘bushranger’ y sus acompañantes combaten a la policía enfundados en armaduras metálicas de aspecto medieval, lo que al menos entrega una escena ciertamente singular.

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Nota IMDB: 5,1.

Nota FilmAffinity: 4,3.

Nota del blog: 4,5.

Encuentros en la tercera fase

19 Oct

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Año: 1977.

Director: Steven Spielberg.

Reparto: Richard Dreyfuss, Melinda Dillon, François Truffaut, Cary Guffey, Teri Garr, Bob Balaban, Roberts Blossom, Warren J. Kemmerling, J. Patrick McNamara, Lance Henriksen, Shawn Bishop, Justin Dreyfuss, Adrienne Campbell.

Tráiler

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         La obsesión del protagonista de Encuentros en la tercera fase tiene algo de experiencia religiosa. No creo que sea casual que, justo antes de ser literalmente iluminado desde el cielo por una nave alienígena, estuviese viendo en su casa Los diez mandamientos, ya que él, al igual que Moisés, deberá adentrarse en la montaña para hallar respuestas a sus inquietudes. Roy Neary se somete a una prueba de fe que desafía las convenciones de los incrédulos, de quienes no han sido ungidos y dotados con el don de la visión. Las escenas en el norte de la India muestran a multitudes entregadas a la plegaria; en México un anciano explica que el Sol, elemento divino desde el nacimiento de la humanidad, salió en plena noche y le cantó en privado. «Simplemente lo sé», responde este técnico de líneas eléctricas cuando debe argumentar el porqué de lo que condiciona sus actos, aparentemente irracionales. «Esto significa algo, es importante», cavila obcecado con el misterio.

         Desde este punto de vista, siento curiosidad sobre qué podría haber contenido y cuánto sobrevive del primer libreto de Paul Schrader, experto en tormentos íntimos con la influencia religiosa como clave de la encrucijada. No obstante, Steven Spielberg terminaría cambiando tanto la historia que este renunciaría a firmar cualquier acreditación como guionista. El de los seres de otro planeta era un asunto que a Spielberg le interesaba de siempre, como demuestra esa obra de adolescencia, Firelight, en la que, al igual que aquí, mostraba su presencia a través de unas inquietantes e intensas luces que, en cambio, revelaban unas intenciones amenazadoras. Sin embargo, el relato de Encuentros en la tercera fase ofrece un contrapunto curioso dentro de su corpus, puesto que, en lugar de esa ausencia paterna que marcará muchas de sus obras, en este caso es la familia la que deserta y él quien ha de emprender la aventura en solitario. Una aventura que, en este caso, busca algo que trasciende la simple realidad cotidiana de un operario que vive una vida corriente, con su casa de vallas blancas, su esposa y sus tres hijos que hacen deberes de matemáticas, rompen juguetes, protestan por las verduras y corren hacia adelante tratando de hacerse adultos sin fantasía antes de tiempo.

En el fondo, Spielberg hace que la aparición de naves espaciales no desentone con el mundo que retrata. La furgoneta del protagonista, perdida en mitad de la noche, la niebla y el vastísimo territorio rural de los Estados Unidos -corazón del país en el que también aterrizará E.T. pocos años después-, circulaba como si fuese un platillo volante en las profundidades de un espacio que es cercano y extraño al mismo tiempo. El manejo del paisaje es una de las muestras del soberbio trabajo que se realiza con la iluminación y la fotografía, que entrega imágenes de gran fuerza estética. Lo mismo ocurre con los vehículos que se cruza en el camino hasta que uno de ellos, en efecto, es un ovni. En paralelo, la irrupción de helicópteros y todoterrenos en el desierto de Gobi está planteada también como si se tratase de una aparición extraterrestre, de tan repentina y extraña. No digamos ya los helicópteros militares que, actuando como auténticos invasores, acosan a los acampados a la espera de un nuevo encuentro con lo desconocido.

         Frente a esta hostilidad que puede corresponderse con tiempos de Guerra Fría, y a diferencia de los parámetros generales de la ciencia ficción -que no obstante también se habían deslizado antes, dejando tras de sí una inquietante ambigüedad, en la poderosa escena de abducción-, el contacto definitivo con los alienígenas se revela como una secuencia en la que los puntuales momentos de inquietud dejan paso a una sensación de armonía y concordia. De hecho es, en cierta manera, un reencuentro. Dentro de este trasfondo místico, avanza una noción de entendimiento, de aceptación de lo extraño, de plenitud fraternal. De emoción casi eufórica. La idea la ha ido sembrando un mito, François Truffaut, que aceptó interpretar al ufólogo francés que lidera las investigaciones, llevadas a cabo por un grupo de gente que parecen críos jugando con el entusiasmo desatado. El sistema de luz y sonido con el que tratan de comunicarse con los extraterrestres no deja de asemejarse al xilófono de colores que utilizaba antes un niño pequeño que, precisamente, nos presentaba a los visitantes a través de su sonrisa.

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Nota IMDB: 7,6.

Nota FilmAffinity: 7,3.

Nota del blog: 7.

Alien, el octavo pasajero

11 Sep

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Año: 1979.

Director: Ridley Scott.

Reparto: Sigourney Weaver, Tom Skerritt, John Hurt, Yaphet Kotto, Veronica Cartwright, Harry Dean Stanton, Ian Holm, Bolaji Badejo, Helen Horton.

Tráiler

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         A finales de los setenta, la era de lo taquillazos se abría paso dejando tras de sí un tentador reguero de dólares. Se suelen citar dos películas icónicas para ilustrar este amanecer, Tiburón y La guerra de las galaxias. Episodio IV: Una nueva esperanza. Alien, el octavo pasajero posee un depredador letal que opera igual que el asesino implacable de un slasher -otro género que arrasaba entre el público- en un entorno donde el ser humano se encuentra en inferioridad de condiciones, el espacio exterior, uno de los escenarios privilegiados por ese tirón popular de la ciencia ficción. No es de extrañar que, en este momento determinado y luciendo semejantes ingredientes -que entroncan además con clásicos del género como El enigma de otro mundo, que en este tiempo también se reeditaría con La cosa-, la primera irrupción del xenomorfo en el cine sentara las bases de una saga de culto.

Estas corrientes cinematográficas vendrían de la mano de auténticos cineastas cinéfilos. John Carpenter, devoto del cine de género, sería precisamente quien actualizaría El enigma de otro mundo. Provenía de la Universidad de California, de donde salió con un irreverente proyecto de ciencia ficción, Estrella oscura, armado junto a Dan O’Bannon. Responsable de buena parte de las ideas del desenfadado guion y del diseño de unos descaradamente estrafalarios efectos especiales, en esta cinta O’Bannon se las hacía pasar canutas al sargento Pinback poniéndolo a perseguir a su mascota extraterrestre por los pasillos de la nave Dark Star que daba nombre al filme. Es decir, una semilla que, desnudada de comedia paródica, germinaría en Alien, el octavo pasajero, también con la participación en la escritura de Ronald Shusett -con quien O’Bannon colaborará posteriormente en otro conocida producción del género, Desafío total-, amén de posteriores retoques a cargo de Walter Hill, David Giler y Gordon Carroll, propietarios de los estudios Brandywine y que velarían, de aquí en adelante, por la coherencia de los siguientes capítulos de la serie.

         En realidad, el armazón argumental de Alien, el octavo pasajero se puede encuadrar perfectamente dentro de la serie B por su sencillez conceptual y su concisión narrativa -luego, paradójicamente, inflada de filosofía mística en el devenir de la franquicia, en especial en las pretenciosas entregas actuales con las que Ridley Scott se empeña en rebuscar las monedas que hayan podido quedar olvidadas en viejos cajones-.

Por aquellas fechas, Scott, que traía el bagaje de una prolija carrera en la publicidad, trataba de consolidar su nombre como director de cine, después de llamar la atención con Los duelistas. Alien, el octavo pasajero lo consagraría como uno de los nombres a seguir. Sus imágenes llevarían a buen puerto la creación de atmósfera que invoca un soberbio diseño de producción en el que H.R. Giger consigue uno de los trabajos más celebrados del séptimo arte. El director, por su parte, dominará el terror mediante el tempo de la escena. Las explosiones de violencia gráfica abren la veda para dejar claro al espectador lo que se le viene en cima -y, según la conocida anécdota, también a un reparto que no sabía lo que iba a acontecer sobre la mesa donde se retorcía la víctima-; pero a la postre son contadas. Un páramo de oscuridad, niebla y desolación; una tensa espera entre estancias lóbregas, la asfixia claustrofóbica de un túnel donde se avanza con torpeza con un tosco lanzallamas, las sombras que se manifiestan desde la nada, cegadoras luces estroboscópicas… Los formatos con los que provocar inquietud son variados y estimulantes.

         En cualquier caso -y de nuevo al igual que el desenlace de Tiburón-, esos mimbres narrativos servirían para conectar otra vez con Howard Hawks -quien se dice que dirigió buena parte de El enigma de otro mundo-, y por consiguiente a un admirador suyo como Carpenter, a partir de un relato de supervivencia extrema en el que se observa el comportamiento de un grupo humano sometido a un asedio homicida. Y, como los personajes hawksianos, los de Alien, el octavo pasajero son personajes vivos, con personalidades definidas con tanta concreción como eficacia. En contraste con la aparatosa ingeniería espacial -no siempre sofisticada, no obstante-, la tripulación del carguero comercial Nostromo está conformada por currelas que hacen coñas durante el almuerzo, protestan por el reparto de tareas, discuten por la paga extra y se enfrentan como buenamente pueden -esto es, a trancas y a barrancas, con una desesperación que poco ayuda a encauzar una actuación colaborativa- contra una entidad que no solo sobrepasa sus capacidades de lucha, sino que además cuenta con el traicionero respaldo de la empresa.

La identificación por estos sufridos empleados de multinacional, prescindibles a ojos de sus jefes y abandonados de la mano de Dios -aquí Madre, la personificación de la tecnología que gobierna la nave-, es de una importante efectividad. A ello contribuye asimismo una acertada elección del reparto, alejada de prototipos artificiales en su edad y su aspecto, acaso coletazos de ese Nuevo Hollywood que declinaba arrasado precisamente a mamporros de blockbuster. En este contexto, adquiere pleno sentido la prosaica sordidez de ese componente sexual que arraiga en el terror de Alien -y que irá más allá en entregas posteriores-, con el desasosegante e invasivo abrazacaras, la explícita alusión al «hijo» de Kane, las insinuaciones fálicas en una de las muertes y, por último, ese tradicional enfrentamiento entre la bestia y una doncella que, en esta ocasión, y aun estando en paños menores, será de armas tomar.

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Nota IMDB: 8,4.

Nota FilmAffinity: 8.

Nota del blog: 8.