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Pinky

4 Mar

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Año: 1949.

Director: Elia Kazan.

Reparto: Jeanne Crain, Ethel Waters, Ethel Barrymore, William Lundigan, Evelyn Varden, Griff Barnett, Frederick O’Neal, Basil Ruysdael, Raymond Greenleaf, Dan Riss, Arthur Hunnicut, Kenny Washington.

Tráiler

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          Serie en la que Misha Green recupera los años cincuenta estadounidenses de las leyes Jim Crow para ponerlos, a través de un argumento fantástico, en diálogo con el presente del Black Lives Matter, en Territorio Lovecraft una mujer negra descubre que ha ingerido una poción que la metamorfiza en una mujer blanca, lo que le provoca un dilema entre la fidelidad a sí misma o el disfrute no solo de privilegios sociales, sino de derechos civiles básicos antes vedados por la fuerza del racismo. En Pinky, estrenada en 1949, una enfermera regresa al hogar, situado en un pueblecito de Alabama, y reconoce avergonzada ante su abuela, una limpiadora negra que se ha dejado la espalda lavando ropa para pagarle los estudios, que se ha aprovechado de la insólita palidez de su piel -de ahí su apodo, Pinky, literalmente «sonrosada»- para, por omisión, hacerse pasar por blanca. «He sido tratada como un ser humano, como una igual», alegará entre lágrimas para justificar sus motivos.

          La distancia de siete décadas entre ambas producciones habla de las dificultades del presunto país de la libertad a la hora de abordar y resolver las hondas disfunciones y desigualdades sociales que yacen en su seno, recrudecidas tras la revitalización y aceptación de una vía política ultraconservadora de esencia supremacista, xenófoba y machista. También descubre la valentía de una película que, en su momento, llegó a ser censurada en la localidad texana de Marshall por sus muestras de amor -e incluso de delictuoso deseo sexual, tanto daba- hacia una mujer negra. Curiosamente, ese mismo año también llega a las salas El color de la sangre, que lleva al cine la historia real de un doctor afroamericano y su familia que recurrieron a hacerse pasar por caucásicos en la Nueva Inglaterra de los años treinta y cuarenta para poder mejorar sus condiciones de vida.

No son las únicas obras que desarrollan una reflexión social a partir de esta ‘infiltración’ racial. Ahí está, diez años después, el caso de la joven mestiza de Imitación a la vida. El mismo 1959 en el que, desde el underground guerrillero e improvisado, John Cassavetes exponía las andanzas por un Nueva York jazzístico de tres hermanos afroamericanos, aunque de distintos todos de piel, en Sombras. A partir de esta premisa, Philip Roth continuaba examinando la médula moral de los Estados Unidos en La mancha humanacon posterior versión cinematográfica-. Otras, como la novela francesa Escupiré sobre vuestra tumbatambién adaptada a la gran pantalla– o The Black Klansman, desarrollan feroces ejercicios de violencia y venganza. Historias de conciliaciones imposibles como la que, desde Reino Unido, entregará Crimen al atardecer.

          Pinky no es especialmente optimista en este sentido, aunque es antimaniquea en la composición del paisaje humano de este villorrio que Elia Kazan -¿o quizás ese John Ford que miraba con lírica melancolía al viejo Sur y a quien había sustituido el cineasta grecoamericano después de que el todopoderoso Darryl F. Zanuck lo despidiera a la semana de comenzar el rodaje?- presenta, en primera instancia, como surgido de una ensoñación fantasmagórica, sumido en una suave fotografía que transmite cierto romanticimo ajado, colonizado por el musgo español, erizado con unos vallados que, afilados e irregulares, parecen propios de un cuento gótico. El escenario lo preside de fondo una mansión semirruinosa que, abandonada por los esclavos que la mantenían en pie, resume la decadencia de este viejo paraíso levantado desde el racismo y la reducción del ser humano a simple mercancía.

Sin renunciar a las vías de conciliación -la amistad entre la criada y la señora, producto de la convivencia y el entendimiento directo y sincero-, el relato aborda la pervivencia y sistematización de esta estructura social a través de situaciones donde la denuncia es descarnada y agresiva. Su virulencia se conserva vigente, y por eso es hoy todavía más terrible y potente. Con todo, tal vez se le pueda achacar cierto clasismo a su perspectiva: las principales actitudes de odio proceden de personajes vulgares -e incluso de aspecto desastrado, como el jefe de polícía, o vicioso, como los violadores alcoholizados-. En cambio, a excepción de la señorona litigante, chismosa y advenediza, aquellos que podrían considerarse como la élite social del lugar -la patrona, el médico, el abogado, el magistrado- no muestran una disposición negativa tan clara, si bien con determinados matices -el juez que duda de la palabra- que contribuyen a otorgarle profundidad a la mirada.

          En este sentido, Pinky trata de poner al espectador presuntamente desprejuiciado y progresista ante el espejo, utilizando para ello una figura ajena a este microsmos particular: el novio de la protagonista, un doctor bostoniano que descubre la ascendencia de su enamorada y pone a prueba sus sentimientos tanto desde el punto de vista emocional como racial. Una cuestión que, de hecho, podría girarse hacia el propio estudio, que había rechazado a candidatas como Lena Horne, afroamericana, para darle el papel a una actriz anglosajona, Jeanne Crain, a fin de rebajar inflamables polémicas como la que, aun así, terminaría estallando en Texas.

Sea como fuere, este conflicto orientado hacia la platea se combina con la tensión dramática que experimenta Pinky a raíz de su disyuntiva entre abrazar su problemática herencia o huir de ella hacia un futuro expedito. Hay un recorrido de aprendizaje, un tradicional viaje del héroe al que, sin embargo, Crain tampoco le extrae todo el jugo merced a una interpretación más bien convencionaleso sí, nominada al Óscar-, sobre todo en comparación con la conmovedora dignidad que transmite Ethel Waters –también postulada a la estatuilla en la categoría de actriz secundaria, compartiendo papeleta con otra compañera de reparto, Ethel Barrymore-.

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Nota IMDB: 7,2.

Nota FilmAffinity: 6,7.

Nota del blog: 9.

El dilema

28 Feb

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Año: 1999.

Director: Michael Mann.

Reparto: Al Pacino, Russell Crowe, Diane Venora, Christopher Plummer, Philip Baker Hall, Lindsay Crouse, Debi Mazar, Colm Feore, Bruce McGill, Gina Gershon, Stephen Tobolowsky, Michael Gambon, Rip Torn, Cliff Curtis, Renee Olstead, Hallie Kate Eisenberg.

Tráiler

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         El protagonista, inquieto y desconfiado, entra en un despacho forrado de maderas nobles, a cuyo fondo le aguarda, repanchingado y condescendiente, el hombre poderoso que, a medida que avanza la conversación, va inclinándose sobre él, pronunciando veladas amenazas contra su persona y contra los suyos. Con el contraplano, el protagonista queda atrapado por ambos flancos, ya que a sus espaldas se ve un lugarteniente que no le quita ojo y, además, refrenda las advertencias de su superior. A pesar de cómo está planteada y planificada la escena, El dilema no es uno de esos filmes criminales -o al menos no en un sentido estricto como género- que jalonan la filmografía de Michael Mann, sino la reconstrucción del acto de integridad, idealismo y servicio público llevado a cabo por el bioquímico Jeffrey Wigand y el periodista Lowell Bergman, quienes desvelaron los procedimientos químicos de Brown & Williamson, una de las siete principales tabacaleras estadounidenses, para aumentar la capacidad adictiva de sus productos.

         De partida, Wigand -familiar y metódico, tan contenido como explosivo- y Bergman -despeinado y desastrado, en constante movimiento pero siempre en control- parecen encarnar personalidades opuestas, si bien igualadas por su compromiso hacia sus códigos morales. A Bergman se lo presenta en una peligrosa misión donde se juega el tipo frente al Mal con mayúsculas, de acuerdo con las convenciones políticas del país -una asimilación entre la pelea contra el fundamentalismo islámico y contra la industria del tabaco-, pero incluso a pesar de encontrarse con los ojos vendados, semeja husmearlo todo, rastrear toda la información en liza. Wigand, en cambio, surge entre una fotografía gélida y sombría, gris y taciturno, apartado de las celebraciones, de la sociedad.

El dilema es, en definitiva, una historia de capitalismo. «No necesitan el derecho, tienen dinero», sentencian los consejeros legales de la cadena de televisión a la hora de estudiar la estrategia periodística y judicial con la que conseguir burlar la censura de las grandes compañías, basada en los privilegios que les garantizan sus colosales fondos. «Lo ganan todo porque te matan a gastos», apostilla otro. En buena medida, el conflicto del relato procede de ese enfrentamiento desproporcionado contra un sistema que, a pesar de fundarse sobre derechos universales que asisten por igual a cada ser humano por el hecho de haber nacido, favorece indisimuladamente al acaudalado. Lo que no puedo vencer, lo compro. El juego amañado. Una forma socialmente aceptada de corrupción. El rigor político, la imparcialidad judicial, la libertad de prensa son poderes nominales que se cuestionan bajo el verdadero poder. Esta pluralidad de facetas se manifiesta en un relato de información prolija, de múltiples actores que intervienen en una batalla complicada. Desde la veracidad y el rigor, el libreto de Eric Roth y el propio Mann respeta la complejidad del asunto.

Enfrente, queda la gente corriente sometida a una presión anormal, lo que, según observa Bergman, no ayuda a que uno luzca precisamente como un dechado de encanto y fortaleza. Son personajes con relieve, naturalistas, que no se encierran en un molde convencional de la ficción. Neurótico y contradictorio, con los tics interpretativos de un Russell Crowe avejentado por la caracterización, Wigand no es el prototipo de héroe cinematográfico. Aunque, en cualquier caso, Mann, experto en adentrarse en individuos atenazados por descomunales enemigos e incluso por estadios existenciales que los dejan abandonados en el vacío -los dos personajes que comparten la soledad de la noche, empequeñecidos por una toma en picado-, traza desde la narración cierto crescendo épico en los esfuerzos de ambos. Un ascenso de tensión con el que tratar de engrasar los más de 250 minutos que dura el drama, como si se tratase de una intriga conspiranoica y comprometida de los años setenta.

         El dilema decepcionaría en taquilla, quizás por ofrecer un giro más dramático frente a ese Heat con el que Mann venía de encumbrarse como gran director de thrillers. Con todo, cosechó siete nominaciones a los Óscar, si bien no ganó ninguna estatuilla.

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Nota IMDB: 7,8.

Nota FilmAffinity: 7,2.

Nota del blog: 7,5.

Under the Skin

23 Feb

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Año: 2013.

Director: Jonathan Glazer.

Reparto: Scarlett Johansson, Jeremy McWilliams, Michael Moreland, Adam Pearson, Paul Brannigan, Krystof Hádek, Joe Szula, Dave Acton.

Tráiler

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         Under the Skin es un perfecto ejemplo de ese concepto tan difuso como es el de la obra de culto. Presentada en el festival de Venecia en 2013 y recibida con más reproches que aplausos, la película no conseguiría lograr su distribución entre los exhibidores de España. Sin embargo, el interés que suscitaba fue convirtiéndola en una cinta reivindicada subterráneamente, al otro lado de la cadena oficial, y con un creciente prestigio crítico. Hasta tal punto que, en 2020, tendría un inesperado estreno en varias salas españolas.

         Under the Skin es ciencia ficción abstracta y existencialista, en la que desde el punto de vista de una figura exógena -lo que parece ser un extraterrestre o un ultracuerpo- se ofrece una mirada desde el exterior al ser humano. La distancia que favorece la contemplación de un conjunto. Una mirada cósmica, por así decirlo, o como así sugiere esa misteriosa escena introductoria en la que se va componiendo un ojo a partir de lo que se asemejaba a un ‘big bang’ o a una alineación astral -de la misma manera que, a continuación, el reflejo de un casco de moto dentro de un túnel parecerá una nave espacial que circula camuflada-.

Esta presentación expone la estética que caracterizará el hábitat y las acciones de ese ser sobrehumano: elusiva, sintética, conceptual, apenas definida a través de formas, luces, colores y sonidos que componen un espacio onírico, hipnótico. Su confrontación con el resto del escenario es abrupta, puesto que este relato fantástico se enclava en un lugar atípico dentro del género, como es una Escocia urbana retratada en su cotidianeidad con riguroso verismo; si bien, en un término intermedio entre ambos, Jonathan Glazer busca notas líricas a través del paisaje y los elementos -la noche, la lluvia, la niebla, la nieve-.

La criatura recorre las calles al volante de una furgoneta de transporte, rastreando tipos solitarios, corrientes. Sus interacciones con ellos son estrictamente naturales, puesto que implican a transeúntes con los que se cruzaba el equipo de rodaje, disimulado dentro del vehículo. Primero se grababa su improvisada conversación con la actriz y, luego, si se consideraba buena o adecuada la toma, se les pedía permiso para reproducirla. Scarlett Johansson, pues, funciona igualmente como un elemento extraño y perturbador dentro de este contexto. Y es que, empalmando con las referencias cósmicas, ella es una estrella que de repente se aparece entre mortales y, en paralelo, en una producción de cine relativamente modesta.

         Under the Skin gira en buena medida en torno a la interpretación de Johansson. En torno a ella, la obra también desarrolla cierta reflexión acerca de la condición de la mujer dentro de la sociedad. La criatura que encarna viste un disfraz, equiparado de inicio a la sesión de vestuario, peluquería y maquillaje que observa en las mujeres del centro comercial. En la primera mitad del metraje -que puede llegar a ser algo repetitiva-, está destinada a representar un rol de vampiresa, de femme fatale, que como una mantis religiosa atrae a sus presas bajo una promesa de sexualidad. Hasta que el traje se le agrieta, hasta que explora su rostro humano en el reflejo. En la segunda mitad, aflorada por empatía y emociones -siempre dentro de ese tono introspectivo y sinuoso de baja intensidad-, se explora su dimensión como víctima. Hay una presencia amenazadora en sus pares masculinos -que visto lo visto podrían pasar perfectamente por proxenetas- y ella se reduce de predadora a presa. Siguiendo esta línea, en el desenlace, la banda sonora -desde la que Mica Levi refuerza esa atmósfera narcotizada- sirve para trazar una inquitante identificación del extraterrestre con otro monstruo en el fondo igual de terrible, aunque más común, más grotesco.

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Nota IMDB: 6,3.

Nota FilmAffinity: 5,8.

Nota del blog: 7,5.

Los viajeros de la noche

18 Feb

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Año: 1987.

Directora: Kathryn Bigelow.

Reparto: Adrian Pasdar, Jenny Wright, Lance Henriksen, Bill Paxton, Jenette Goldstein, Joshua John Miller, Tim Thomerson, Marcie Leeds.

Tráiler

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           Los viajeros de la noche es una película de mitologías mestizas, en la que la mística del vampiro, tanto en su vertiente violenta como en la romántica, se cruza con la del western estadounidense de los fueras de la ley, los rebeldes, los renegados y los forajidos que viven al margen de una sociedad cuyos códigos y convenciones no les atañen. Es decir, un microuniverso híbrido en el que una década después abundarán otras cintas, también de cierto culto cinéfago, como Abierto hasta el amanecer y Vampiros de John Carpenter.

           Dentro de esta reinvención, que acertadamente no se detiene a repasar todos los archiconocidos preceptos del canon vampírico -de hecho ni se cita el término-, el segundo largometraje de Kathryn Bigelow -quien rinde un pequeño tributo al Aliens: El regreso de su entonces pareja, James Cameron, de la que hereda buena parte del reparto- parece encontrar asimismo raigambre en el tema de los amantes a la fuga, con lo que dota de cierta poética melancólica a esa atmósfera nocturna y espectral que lo envuelve todo, a ese idilio amenazado de muerte -por el sol que pone fin a los sueños, por el precio de la noche, por la violencia de los compañeros, por la imposible conciliación de dos mundos-. En esta línea, juega con el componente sexual de la unión entre los dos enamorados. Primero, con esos equívocos iniciales, donde el comportamiento vampírico puede ser el de cualquiera de los dos, embelesados por el roce, por la tentación del cuello. Luego, con uno bebiendo del otro sensualmente, acercándose a la lujuria, mientras se escucha el pulso que se acelera.

Siguiendo en parte esta línea, Los viajeros de la noche puede leerse igualmente como una fábula moral en la que un joven arrogante e imprudente -un joven, en definitiva- se adentra en una crucial experiencia en la que coquetea con la perdición -los efectos de la conversión se reflejan como si se tratase de un síndrome de abstinencia, como de hecho llegan a sospechar algunos personajes-.

           En cualquier caso, el guion de Los viajeros de la noche no tiene mucho vuelo más allá de la iniciación del protagonista en esta nueva realidad y los dilemas que se le plantean. Y, cuando le conviene, fuerza a su antojo la lógica del relato en general y de la escena en particular. Por ello, la película va perdiendo poco a poco el colmillo hasta rematar en un desenlace cogido entre alfileres.

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Nota IMDB: 7.

Nota FilmAffinity: 5,8.

Nota del blog: 4,5.

El general murió al amanecer

16 Feb

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Año: 1936.

Director: Lewis Milestone.

Reparto: Gary Cooper, Madeleine Carroll, Akim Tamiroff, Porter Hall, Dudley Digges, William Frawley, J.M. Kerrigan, Philip Ahn, Lee Tung Foo.

Tráiler

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          Tiene una atmósfera extrañísima El general murió al amanecer, y no sé si es por voluntad de Lewis Milestone, embriagado de una aventura exótica e imposible, o se debe a la irregularidad de la narración -en la cual incidencias como el salto del eje contribuirían a reforzar esa sensación de irrealidad-. El caso es que, por momentos, las escenas se adentran en una textura onírica. Ocurre, por ejemplo, en el compartimento de tren que comparten Gary Cooper y Madeleine Carrol, donde el tajante montaje -que ya había sido notorio en una inusual elipsis que suprime de raíz todo el proceso de seducción-, las insinuaciones, el deseo y el peligro de los personajes invocan un instante cargado de poesía, simbolismo y electricidad estática. De la misma manera, un villano arquetípico como el general Yang, bajo el que el ruso Akim Tamiroff aparece caracterizado de oriental, va más allá del maniqueísmo para invocar cierta aura fantástica y carismática, que se resuelve en un desenlace terriblemente impactante, envuelto en bruma, violencia y megalomanía.

          Entre el héroe y el malvado -a quienes se cita a veces como simples peones dentro de un tablero que nunca se ve en su totalidad y que pueden caer fácilmente víctimas de engaños o situaciones nada memorables, de nuevo en una desmitificación que hasta cierto punto quizás indeseada-, los personajes de El general murió al amanecer aparecen dudosos, erráticos e incluso patéticos y grotescos, atrapados por un lugar extraño -una provincia China diezmada por un señor de la guerra- y una tragedia particular -la muerte que acecha, la fidelidad a la sangre frente a la llamada del corazón-. En realidad, buena parte del punto de vista del relato pertenece a la joven Judy, que precisamente es una mujer que se revela contra el papel que le ha tocado en esta historia, tal y como, de hecho, la presenta Milestone en el plano, desde unas piernas cruzadas, una cerilla que prende insinuante y un rostro en sombras -o, luego, medio ocultado por el ala del sombrero-. Judy no quiere ser femme fatale y su dilema es uno de los principales motores dramáticos de la función.

          El cineasta concentra su potencia creativa en la puesta en escena, atenta al detalle -observa las manos como si se regresara al cine silente- y audaz en la utilización de recursos innovadores -la pantalla dividida-. La luz y la oscuridad, invocadas por la bella fotografía de Victor Milner, se ciernen sobre los aventureros en lucha contra la amenaza mortal y contra sí mismos -el incómodo pero anhelado beso bajo la silueta de Yang, siempre presente sobre los amantes-. Formas e imágenes que impulsan el romanticismo -amoroso principalmente, aunque también político- de la aventura, su lirismo extraordinario.

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Nota IMDB: 6,6.

Nota FilmAffinity: 6,1.

Nota del blog: 8.

La edad de la inocencia

30 Dic

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Año: 1993.

Director: Martin Scorsese.

Reparto: Daniel Day-Lewis, Michelle Pfeiffer, Winona Rider, Miriam Margolyes, Alec McCowen, Richard E. Grant, Stuart Wilson, Siân Phillips, Geraldine Chaplin, Michael Gough, Alexis Smith, Mary Beth Hurt, Jonathan Pryce, Robert Sean Leonard, Joanne Woodward.

Tráiler

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         Sostiene Martin Scorsese que La edad de la inocencia es su obra más violenta. Pero la suya no es la violencia impulsiva y estridente de su cine de gángsteres, sino una violencia refinada, basada en pequeños ademanes e insinuaciones que solo reconocen los iniciados en la alta sociedad neoyorkina. En el fondo, igual de visceral; casi tan destructiva.

         La edad de la inocencia es también la primera incursión de Scorsese en esa especie de sustrato mitológico de su amada megalópolis, la cual prolongará luego en Gangs of New York. Esta última, sangre, sudor y barro, representa la dimensión opuesta a la aquí comentada, en la cual el cineasta ilustra un Olimpo habitado por dioses que se relacionan entre deslumbrantes bailes de gala, lujosos banquetes y exclusivos periodos de asueto en casas de campo.

Desde la ambientación de época, Scorsese se detiene con entusiasmo en el detalle de ostentación, en el gusto por la sofisticación, tan meticuloso como podría serlo Luchino Visconti en sus recreaciones históricas. Hay una razón de ser en esa exhibición ornamental, en este coqueteo con el esteticismo, puesto que es uno de lo signos a partir del cual se expresa ese estricto sistema de jerarquías y protocolos que define y condiciona el lugar de cada individuo, tan estricto como los ciclos que marcan, con sus respectivos rituales, el paso de los días y los años. La artificiosidad de sus formas y la ociosa banalidad del estilo de vida se mimetizan con los melodramas desgarrados que presencian cada temporada en la ópera. La vida en sociedad como otro espectáculo público. Quizás por ello también encaja a la perfección la voz en off que guía al espectador por el escenario, las acciones y las emociones.

         A la par que entreteje con precisión de orfebre esta tupida tela de araña, Scorsese va moviendo las piezas para situarlas en un opresivo y frustrante laberinto. Newland Archer se debate entre la tradición que encarna su prometida y la ruptura que trae consigo la condesa Olenska -tres excelentes interpretaciones de Daniel Day-Lewis, Winona Rider y Michelle Pfeiffer-, después de que esta última resurja como una irrupción perturbadora en este mundo estanco que se pudre dentro de sus fastuosos trajes y sus deslumbrantes oropeles. La edad de la inocencia recorre ese tortuoso camino de sutiles obstáculos e incluso despiadadas crueldades que se rastrean bajo la aparatosidad de los decorados. La miseria moral bajo la riqueza material. La decadencia tras los fastos.

La pasión de Archer y Olenska está contenida en una olla a presión que amenaza con reventar por cualquier lado. El objetivo los aisla en un imposible rincón silencioso, el crepitar del fuego arrecia de fondo cuando el deseo se encuentra a flor de piel. Dentro de la frialdad sentimental que imponen los códigos sociales, La edad de la inocencia logra ser un filme muy sensorial -el trabajo con el sonido, la evocación del olor, el tacto-, con erotismo aprisionado en gestos mínimos que apenas consiguen liberar parte de la tensión emocional -una pregunta al aire, acercarse para ayudar a ponerse el abrigo, desabotonar un guante para revelar el interior de la muñeca-.

         El romance posee la intriga propia de la lucha de dos personas que se rebelan contra una conspiración que confabula para arrebatarles todo desde su mera capacidad de condicionamiento. De despojarles del presente y hasta del futuro, a pesar de que el desenlace revela la vana e inane frivolidad que se detecta fácilmente desde fuera de la jaula de oro. «Como si alguien se acordara ya de esas cosas», sentencia dolorosamente quien no ha vivido en carne propia estas refinadas violencias que se imprimen a fuego, dejando una profunda, traumática e indeleble cicatriz en las vidas de sus víctimas.

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Nota IMDB: 7,2.

Nota FilmAffinity: 7.

Nota del blog: 9.

Rutas infernales

28 Oct

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Año: 1940.

Director: Bernard Vorhaus.

Reparto: John Wayne, Sigrid Gurie, Charles Coburn, Spencer Charters, Trevor Bardette, Russell Simpson, Roland Varno.

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           Se cuenta que, en 1936, rodando Dusty Ermine en la frontera alpina entre Austria y Alemania, Bernard Vorhaus y su equipo tuvieron un enfrentamiento con soldados germanos que, a tiro limpio, le exigieron que entregaran a su autoridad a unos guías que los acompañaban y a los que acusaban de actividades contrarias al régimen nazi. Aunque consiguieron salir bien parados del trance, el violento episodio impulsaría la convicción del director para embarcarse él mismo en círculos antifascistas. Rutas infernales puede considerarse parte de esta militancia.

           El filme se aproxima a la figura de un prestigioso podólogo vienés y su hija en su búsqueda de refugio político en los Estados Unidos, lo que les llevará a ejercer la medicina en un recóndito y abandonado pueblecito de Dakota del Norte. En su discurso, Rutas infernales hace un recordatorio de la historia del país como tierra de promisión para los exiliados de toda causa, iguala las circunstancias de los recién llegados con las de los pioneros que pasaron calamidades para conquistar su anhelada libertad y prosperidad, y advierte a los ciudadanos contemporáneos, aún ajenos a la guerra en marcha en Europa, de que esta es una situación que bien puede repetirse en cualquier momento debido a las vicisitudes políticas, económicas o cualquier otra adversidad imprevista.

En su camino, a pesar de romper con ironía la postal idealizada -las esperanzas traicionadas con el paisaje, el tren que nunca llega puntual, el revisor borrachín, la inhóspita bienvenida…-, Vorhaus también traza un retrato épico del país a partir de sus esforzados agricultores, recortados en contrapicado contra el cielo sudando la gota gorda u organizados en coreografías colectivas para tratar de someter bajo su arado a la tierra hostil. Porque, en realidad, los protagonistas huyen de una guerra solo para toparse con otra, esta vez librada contra la naturaleza salvaje, que se manifiesta en fenómenos tan aterradores como el Dust Bowl que inundó de polvo y miseria las grandes llanuras norteamericanas.

           En línea con su fondo, Rutas infernales recupera el tema esencial del western como relato en el que el ser humano se impone sobre el territorio indómito. De hecho, llegará a equipararse la columna de automóviles, emulación modernizada de las caravanas de carretas que antes que ellos se abrieron paso por el Oregon Trail, con los movimientos de un ejército. Pero este ejército tan solo pretende proporcionar un lugar donde vivir a unas familias de expatriados en su propio país, liderados por un tipo comprometido en lograr el bien común. Un contexto social, argumental y geográfico que serviría para emparentar la cinta con una obra maestra estrenada ese 1940, Las uvas de la ira -a lo que cabe añadir además la presencia en el reparto de un fordiano actor de carácter como Russell Simpson-.

Dentro de su concienciado mensaje, toda la historia de Rutas infernales, con sus constantes reveses del destino cruel, posee un aire folletinesco que resta relieve a los personajes, en especial al de la joven. Por momentos, sus intensas pasiones parecen trasladarse a los arrebatos de la naturaleza, lo que, en el caso de las tormentas de arena, remite a la magnífica El viento, de Victor Sjöström. Con todo, la dignidad que transmite Charles Coburn desde su personaje, y lo certero de sus diagnósticos acerca de la ideología del odio, hacen buenas las intenciones.

           Pero Vorhaus no sería tan visionario como el viejo doctor. El advenimiento del mccarthismo terminaría dando con su nombre entre las listas negras de Hollywood como sospechoso de afiliaciones comunistas. Efectivamente, el destino podía ser cruel y sarcástico. El cineasta habría de exiliarse a Reino Unido, donde podría prolongar su carrera en el cine.

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Nota IMDB: 6,3.

Nota FilmAffinity: 5,8.

Nota del blog: 6,5.