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Año: 1960.
Director: John Ford.
Reparto: Woody Strode, Jeffrey Hunter, Constance Towers, Willis Bouchey, Billie Burke, Carleton Young, Judson Pratt, Juano Hernández.
Tráiler
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El western de John Ford no acostumbra a estar dominado por héroes tradicionales. Incluso antes de que congraciara la madurez del género con La diligencia, una obra en la que daba la vuelta a los arquetipos sociales y cinematográficos, piezas del periodo silente como Tres hombres malos demostraban ya que los prejuicios casaban poco y mal con el sentido de la humanidad del cineasta. O, al menos, evidenciaban que América, como nación recién conformada o en sempiterno proceso de construcción, es capaz de lavar y redimir hasta las más profundas condenaciones, sean estas merecidas o impuestas. El Ejército, constituido como una familia de aluvión, de hermanos en armas de distintos rostros y distintos acentos, desempeña en la filmografía de Ford un papel fundamental en este sentido, operando como elemento integrador e igualador.
A hombros del tío Ethan, el cineasta ya había transitado en Centauros del desierto el racismo inveterado y obsesivo que yace enquistado contra el indio, avanzando así una incipiente vena revisionista y descreída que, en el caso de los ancestrales moradores del país, quedará definitivamente cristalizada en El gran combate, una película que cabalga entre el homenaje y la disculpa. Justo a mitad de ambas, Ford estrenará El sargento negro, que explora con idéntico sentido el racismo que sufre la población afroamericana, que a pesar de la abolición de la esclavitud y de participar del país de la libertad no disfruta de una emancipación plena, víctima de incontables injusticias legales, sociales y económicas. El mensaje, colocado en la década de 1880, no estaba exento de validez para aquella época. Quizás tampoco para la actualidad.
Para El sargento negro -proyecto que antes había trabajado y abandonado André de Toth-, Ford se basaba en un relato de James Warner Bellah, escritor especializado en el western con componente castrense a quien Ford ya había adaptado en la Trilogía de la caballería, que enmarca Fort Apache, La legión invencible y Río Grande. Un par de años después de la aquí comentada, volverá a recurrir a él, otra vez emparejado con Willis Goldbeck, para filmar el acta de defunción cinematográfica del género -al menos para cualquier intento de clasicismo- con la angular El hombre que mató a Liberty Valance.
Regresando a El sargento negro, la función arranca con una canción en honor del «capitán Búfalo», es decir, la idealización del ‘buffalo soldier‘: los combatientes afroamericanos de la caballería y la infantería que se dieron a conocer en las guerras indias, admirados por sus contrincantes por su resistencia y ferocidad y denominados así por las similitudes que estos veían entre las cabelleras rizadas y azabache de los soldados y de los animales. Son, claro, aquellos a los que en 1983, póstumamente, cantaba Bob Marley en la que probablemente sea la manifestación cultural más conocida sobre este cuerpo militar.
Los entusiastas versos de la apertura condicionan pues el transcurso de un juicio en el que, por medio de un encadenamiento de flashbacks por parte de los testigos llamados a declarar, se reconstruye la presunta implicación del acusado, el sargento Braxton Rutledge (Woody Strode), en la violación y asesinato de la hija adolescente de un mayor y en la muerte a tiros de este. Lo defenderá un abogado de fuertes escrúpulos y respeto por la normativa, independientemente de a quien atañase, que encarna Jeffrey Hunter, quien precisamente había ofrecido el contrapunto de inocencia, empatía y amor incondicional frente al envenenado tío Ethan de Centauros del desierto -en esta línea irá también el guiño de la alusión al rancho de los Jorgensen-.
Las intenciones humanísticas del discurso de El sargento negro son, pues, bastante explícitas, lo que no es óbice para que propine rotundos, sentidos y valientes puñetazos a la conciencia colectiva estadounidense. Sus persistentes aguijonazos -iguales a los que el defenestrado sargento Rutledge padece en sus carnes y en su moral a costa de esos prejuicios que, como denunciaba Spike Lee en Infiltrado en el KKKlan, el cine también ha contribuido a perpetuar-, se extienden hasta un desenlace en el que, como punto y final, parece que va a entregar al pueblo ese eterno y redentor voto de confianza de saber reconocer las bondades del prójimo. Pero, en cambio, lo apuntilla con una confesión que, aunque de forzado efectismo en términos expositivos, no deja de resultar tremendamente agresiva, en especial habida cuenta de la truculencia del caso criminal que se aborda, inusual en este tipo de ambientes.
En constante juego entre el presente y el pasado -este último plasmado con mayor intriga y dramatismo-, la estructura narrativa parece por momentos algo tosca todavía, si bien no resulta pesada gracias al dominio del ritmo de Ford, cuya labor, a pesar de las limitaciones de la producción, no está exenta de expresivos detalles estéticos -el empleo de la sombra, el escenario de terror de la estación de tren, la ascendencia mitológica de Monument Valley, la estampa heroica del sargento recortada contra el horizonte-.
Además, el libreto incorpora los típicos alivios cómicos del autor -humor a cargo de secundarios pintorescos de solemnidad satíricamente en entredicho, descreído descaro, afición por el alcohol o atrevimiento rompedor-, por desgracia impensable en el cine de aspiraciones serias contemporáneo. También gotas de romance a raíz de la tensión entre el letrado y una de las declarantes, en deuda de vida con el encausado -o viceversa, atendiendo a la resolución de la escena-, y que arroja otro personaje tan fuerte, íntegro y épico como el objeto principal del elogio.
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Nota IMDB: 7,4.
Nota FilmAffinity: 7,8.
Nota del blog: 7,5.
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Etiquetas: 60's, Arizona, Asesinato, Buena, Dignidad, Ejército, Indios, Juicio, Racismo y xenofobia, Recuerdos, Violación
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