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Pacto de honor

2 Mar

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Año: 1955.

Director: André de Toth.

Reparto: Kirk Douglas, Walter Matthau, Elsa Martinelli, Diana Douglas, Walter Abel, Lon Chaney Jr., Eduard Franz, Harry Landers, Michael Winkelman, Elisha Cook Jr., Alan Hale Jr., Ray Teal, Frank Cady, William Phipps, Hank Worden.

Filme

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          En unos años en los que Estados Unidos veía tambalearse los derechos civiles y democráticos bajo la presión del infame Comité de Actividades Antiamericanas, Kirk Douglas, estrella del Hollywood que había sido mirado con lupa como presunto nido de rojos, estrenaba su productora, Bryna Productions, con Pacto de honor, una película que, dentro de su adscripción al cine de género, muestra un decidido compromiso con los valores humanos.

          Pacto de honor es un western antirracista que, al igual que ocurría con la polarizaciónde la sociedad estadounidense coetánea y de la geopolítica en tiempos de Guerra Fría, refleja un mundo trágicamente divido. No solo por la desconfianza y hostilidad entre los colonos que buscan su camino hacia Oregón y los indios recluidos en pequeñas reservas a fuerza de masacres, sino también por un país que, pese a su juventud y sus promesas de esperanza, sale de un enfrentamiento fratricida, la Guerra de Secesión, cuyos ecos todavía se dejan sentir en conversaciones y actitudes. El cainismo frente al entendimiento -integrado en el relato también desde una perspectiva romántica, a lo Flecha rota, considerado uno de los principales western de serie A estrenados tras la Segunda Guerra Mundial en desarrollar una mirada comprensiva hacia el indio-.

De este modo, el argumento matiza la conquista del Oeste desde una mirada crítica que sitúa en plano de igualdad a los sioux y su forma de vida, la cual André de Toth filma con respeto y dignidad. La misma solemnidad que otorga a los paisajes vírgenes del territorio, que captura en toda su majestuosidad pero impregnada de una nota de melancolía, de sentimiento de pérdida frente al avance de una civilización no siempre positiva con todo aquello de lo que se apropia -los nativos, la naturaleza-. El cineasta húngaro también entrega poderosas escenas como la del asalto al fuerte, envuelto en polvo y fuego, que sobresale en su tarea de ajustarse al lucimiento personal de Douglas.

          Aunque todo sonrisa prieta, Douglas encarna un personaje de cierta rugosidad, ya que a pesar de transitar entre ambos mundos es un superviviente conocido por el justificado apelativo de «matador de indios». El posicionamiento que, desde su ambigüedad de partida, adopta este protagonista, navegando entre intolerancias, fundamentalismos y egoísmos de diverso pelaje, es lo que va conformando el discurso de Pacto de honor, una primera muestra de la andadura que pretendía seguir Douglas como hombre de cine. Un camino que, en los años posteriores, traería consigo obras mayores como Senderos de gloria o Espartaco -en la que, como es sabido, se recuperará a Dalton Trumbo de las listas negras del mccarthismo-.

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Nota IMDB: 6,4.

Nota FilmAffinity: 6,3.

Nota del blog: 7.

Rebelde sin causa

9 Feb

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Año: 1955.

Director: Nicholas Ray.

Reparto: James Dean, Natalie Wood, Sal Mineo, Jim Backus, Ann Doran, Edward Platt, Wiliam Hopper, Rochelle Hudson, Marietta Canty, Corey Allen, Frank Mazzola, Dennis Hopper, Jack Grinnage, Virginia Brissac.

Tráiler

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         «Este va a ser un día fantástico. Aprovéchalo porque quizás mañana no vivirás», reflexiona el atormentado Jim Stark. Una latencia de muerte entre la profunda angustia adolescente. Desde este desgarro existencial, embebido del pesimismo propio de una edad que suele afrontarse como el melodrama de un incomprendido, Rebelde sin causa terminará mirando directamente a los ojos a sus protagonistas. Estrellas fugaces cuyo fulgor se consumirá en apenas un instante, James Dean, Sal Mineo y Natalie Wood fallecerán en desgraciadas circunstancias. El primero, Dean, un mes antes del estreno del filme, al volante del ‘Little Bastard’, encumbrándose de inmediato a la categoría de mito. El segundo, a puñaladas a los 37 años, tras una vida de frecuentes escándalos. La tercera, a los 43, ahogada en el mar en un turbio suceso todavía sin esclarecer.

         Nicholas Ray también se había adentrado en la delincuencia juvenil con Llamad a cualquier puerta, donde se investigaba en las raíces sociales de un fenómeno que se había convertido en una preocupación de primero orden en los Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial, reflejado por el cine también en otras cintas del periodo como Salvaje o Semilla de maldad. Los rebeldes con causa. Pero, antes, ya había sumergido en el fatalismo y la tragedia adolescente con Los amantes de la noche, sublimación romántica de los amantes exiliados. Y es esa impronta romántica, lírica, desde la que Rebelde sin causa trasciente el potencial amarillismo de su argumento, que traslada a un relato de ficción los trabajos de Robert M. Lindner para aportar un cierto enfoque psicologista a este catálogo de conflictos paternofiliales -la sobreprotección, el rechazo durante el problemático paso a la edad adulta, el abandono- que, a estas alturas, está bastante desfasado -como esas pullas al «hombre blandengue», que diría El Fary-.

Siguiendo el curso de este día extraordinario en el que todo ocurre, Jim y Judy encuentran su refugio, su propio mundo, en la oscuridad de la noche, en una mansión abandonada, apartada de toda las presiones, las hipocresías y las luchas generacionales. Incluso, en cierto plano, su situación en el encuadre replica la Keechie y Bowie, sus antecesores en Los amantes de la noche. Un oasis marginal, como ellos mismos, a pesar de su procedencia social y familiar.

En este contexto, consigue reforzarse el conmovedor dramatismo del vulnerable Platón, víctima propiciatoria en un universo cruel donde, no obstante, ni siquiera los presuntos machos alfa, como el líder de los macarras, se libran de esa fragilidad tan humana, por mucho que traten de esconderla tras tupés, chupas de cuero, desafíos de virilidad y peleas a navaja. Platón y su pistola, que en su desesperación de apaleado recuerda pavorosamente a los muchachos del instituto de Columbine y otras masacres adolescentes.

         En Rebelde sin causa, las pulsiones sexuales se hallan a flor de piel. La manera en la que Platón escruta a Jim -hay expertos que aseguran que el libreto contenía inicialmente un beso homosexual-; las insinuaciones incestuosas de Judy y su padre; los coqueteos de ella delante de su pareja, la sugerencia de la escapada a una habitación recóndita. Quizás es una materialización de la atmósfera de rodaje, en el que Ray mantuvo una breve relación con Woods -de apenas 16 años y vinculada a la par a Dennis Hopper, presente en el reparto- y, según algunos, también con Mineo.

En lo profesional, explotaría la afinidad entre el cineasta y el rutilante astro emergente, que emplearía esa energía irrefrenable para alzarse en el corazón mismo de la obra. Su interpretación, poseíada por el Método, es igualmente rompedora, insurgente. Dean puede ser el más duro, pero también el más torturado y el más tierno. Jim insiste en dar calor a los desamparados, sea un juguete abandonado, al que arropa, o un niño de ojos grandes, al que ofrece su chaqueta. Arrebatado por esta naturaleza bullente, enfundado en la icónica chaqueta de rojo ardiente, Dean se retuerce ante la cámara, exalta la gestualidad, eleva exponencialmente la temperatura de su intensidad. Todo gira en torno a su influjo. El fotograma se revierte con él, se disloca con él. Revela la leyenda atrapada en esa tragedia que terminaría dándole alcance también fuera del escenario.

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Nota IMDB: 7,7.

Nota FilmAffinity: 7.

Nota del blog: 8.

Pánico en las calles

16 Ene

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Año: 1950.

Director: Elia Kazan.

Reparto: Richard Widmark, Paul Douglas, Jack Palance, Barbara Bel Geddes, Zero Mostel, Tommy Cook, Dan Riss.

Tráiler

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            Los años cincuenta, o cuanto menos su primera mitad, es la década del miedo. Un miedo de profundo color rojo que, tamizado por la imaginería popular de la serie B, se metamorfoseaba en mil y una amenazas, como criaturas mutadas por la radioactividad que marchan arrasando con todo a su paso o visitantes de otro planeta que llegan para invadirnos. Frecuentemente, se ciernen sobre esos pequeños pueblos de interior que, según la tradición sociológica de los Estados Unidos, vienen a encarnar el corazón mismo del país, su esencia más pura.

Curiosidades del idioma, la misma palabra ‘alien’, internacionalizada como sinónimo de extraterrestre, sirve también en inglés para designar al extranjero. Y es un extranjero, y más concretamente un inmigrante ilegal de extraño acento europeo, el agente que desencadena la ola de terror que barre una Nueva Orleáns bajo la amenaza de la peste neumónica.

            Pánico en las calles aborda la epidemia desde un esquema elemental de cine negro, en el que prima la acción continua. En él, el reponsable de salud pública en la ciudad debe recorrer sus sórdidos rincones, acompañado del jefe de Policía, en busca del primer eslabón de la plaga. De hecho, este queda representado por un violento maleante que permite ponerle rostro a la muerte y, en un mensaje dudoso, equiparar la erradicación de la enfermedad con la del delincuente, persecución climática incluida. Es un villano que, no obstante, no alcanza una entidad del todo bien perfilada, a pesar de que el aquí debutante Jack Palance le entrega su angulosa presencia.

            Elia Kazan -que parece jugar con la ironía al dejar guiños a sus orígenes grecotomanos en el relato- se adscribe a la vertiente realista del noir y explora los callejones, escondrijos, localizaciones proletarias y multicidades étnicas de la urbe portuaria, complementadas por los efectos de sonido para realzar esta textura naturalista y con preferencia por los escenarios nocturnos y sombríos. Este rigor se traslada a la investigación a contrarreloj que emprenden, cada uno con sus métodos y procedimientos, estos dos servidores públicos. Los enfrentamientos y consensos entre ambos, interpretados con perfecta solvencia por Richard Widmark y Paul Douglas, aportan rasgos de tensión personal y dramática que puntean esa intriga médica y criminal sostenida con buen pulso.

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Nota IMDB: 7,3.

Nota FilmAffinity: 7,1.

Nota del blog: 7.

Fresas salvajes

16 Dic

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Año: 1957.

Director: Ingmar Bergman.

Reparto: Victor Sjöström, Ingrid Thulin, Bibi Andersson, Gunnar Björnstrand, Jullan Kindahl, Folke Sundquist, Björn Bjelvenstam, Naima Wifstrand, Gertrud Fridh, Gunnar Sjöberg, Gunnel Broström, Max von Sydow.

Tráiler

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         Al parecer, durante una etapa de mala salud motivada por el estrés, el médico de Ingmar Bergman, también amigo personal del director, le recomendaba asistir a sus charlas sobre los trastornos psicosomáticos. Pero lo cierto es que Bergman es un cineasta que vierte sus preocupaciones, su dolor físico y existencial, en su obra. En crisis personal a causa de la mala relación con sus padres y la deriva de sus relaciones amorosas -el ya irregular romance con Bibi Andersson que se compagina con un tercer matrimonio todavía no zanjado-, Bergman imagina en Fresas salvajes a un doctor que, al final del viaje de su vida, emprende un viaje en coche mientras que, en una tercera reflexión, impulsado por sus vivencias presentes -ese reconocimiento que prácticamente sabe a póstumo, la compañía de tres chavales enredados en un triángulo amoroso, el encontronazo con un matrimonio tóxico-, este emprende viajes mentales y oníricos en los que recorre puntos de inflexión de su vida -el presentimiento de la muerte, la frustración del amor de juventud, la infidelidad de su esposa como culmen de un enlace desdichado-.

         Berman entrega el personaje a un ídolo, Victor Sjöström, a quien ya había dirigido en Hacia la felicidad. Con el reloj ya sin manecillas que marquen el tiempo que le queda de prórroga, el doctor Borg abandona su refugio de ermitaño para exponer sus debilidades e inseguridades en la confrontación con su nuera, perteneciente a otra generación y dueña de otro aliento vital, con quien comparte odisea y duelos dialécticos marcados por unas confesiones tan aparentemente educadas como dolorosamente incisivas. Fuera de su aislamiento, los adentros del anciano galeno se remueven, saliendo a flote un remolino de dudas, remordimientos y miedos que se manifiestan a través de sueños y evocaciones que parecen tomar cuerpo en las incidencias de la ruta -como evidencia el doble papel de Bibi Andersson, en un detalle que llega a recalcarse incluso en las conversaciones-. La frialdad emocional y la insensibilidad hacia el otro; el egoísmo; los dilemas entre racionalidad y creencia; la angustia existencial como condición psicológica hereditaria, como si se tratase de un mal congénito -un retrato de familia que «no tiene valor», la paternidad como otro clavo para retenernos en el absurdo de la vida-.

         La fotografía se oscurece en torno al confuso y atribulado protagonista, perdido ya el soleado resplandor de la niñez y dejado atrás también ese bosque ligeramente tétrico en el que tienen lugar unos cuernos donde lo más terrible no es lo que se representa en escena, sino lo que sucederá fuera de pantalla y que se rememora mediante la voz y las correspondientes expresiones de reacción. Los diálogos son afilados y contundentes. La dirección del reparto, precisa. Las imágenes, tan aparentemente sencillas como expresivas; bien taciturnas, bien inquietantes, bien sensuales, bien hermosas.

         Precisamente, ese regreso del doctor Borg a las relaciones sociales -a la que había renunciado al considerarlas un mero sistema de enjuiciamiento de los unos a los otros- es uno de los motores dramáticos de Fresas salvajes; el proceso de autoexploración y de transformación que desencadena la confrontación frente al prójimo. En este caso, se traduce en un abandono del ensimismamiento que deja una puerta abierta al perdón, a la reconciliación con el presente fuera del permanente refugio en los recuerdos de la infancia.

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Nota IMDB: 8,2.

Nota FilmAffinity: 8,1.

Nota del blog: 8,5.

Las vacaciones del señor Hulot

30 Oct

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Año: 1953.

Director: Jacques Tati.

Reparto: Jacques Tati, Nathalie Pascaud, Micheline Rolla, Valentine Camax, Louis Perrault, André Dubois, Lucien Frégis, Raymond Carl, René Lacourt, Marguerite Gérard.

Tráiler

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         La naturaleza del señor Hulot va contracorriente. No como forma de protesta voluntaria, es cierto, pero bien vale como posición frente a la locura del mundo, que abarca desde su terrible violencia bélica hasta sus tóxicas convenciones cotidianas.

El señor Hulot, decíamos, se estrena en el trabajo cinematográfico yéndose de vacaciones a la playa. Toda una paradoja. Unas vacaciones en las que, además, no se relajará junto al resto de huéspedes del hotel, sino que se dedicará a sembrar el caos y a propagar la tensión nerviosa. Para ello se vale de su despiste consustancial, de su genuina torpeza y de la franquza de sus sentimientos. No por nada, los personajes de corazón puro, como por ejemplo los niños, se identifican rápidamente con él y lo convierten en impagable compañero de aventuras y modelo para lidiar con la sociedad sin perder la inocencia y, por tanto, la esperanza.

         El humor que despliega Jacques Tati es conceptualmente sencillo, a veces algún gag queda incluso un tanto anticuado, pero en conjunto es muy eficaz. Nace del slapstick del cine mudo, del que hereda también esa posición marginal desde la que enfrentarse a la vida que poseían Charles Chaplin y Buster Keaton, que encarnaban antihéroes que, a diferencia de los protagonistas convencionales de las películas, de los héroes y de los galanes, deben hacer frente al doble de obstáculos para conseguir satisfacer cualquier anhelo, por pequeño que sea. Justo como cualquiera de nosotros.

Así pues, la coreografía del movimiento, combinado con un exagerado y estrambótico empleo del sonido, se acompaña de una atmósfera tierna y dulcemente melancólica en su seguimiento de los andares del señor Hulot. Su viaje en un desvencijado coche sirve, ya de primeras, como perfecta presentación del personaje: un tipo en clara desventaja frente a los arrogantes privilegiados pero perseverante en sus intenciones y, a pesar de las penurias, siempre amable con sus pares, como prueba su caricia al chucho que se resistía a renunciar a la siesta para cederle el paso.

         Las vacaciones del señor Hulot recopila una serie de escenas cómicas, amables, absurdas, plácidas… donde el costumbrismo, de la mano de esta subversiva presencia, llega por momentos a tener trazas de surrealismo solo por la simple exposición de la banalidad rutinaria, que se deforma y pierde sentido tan solo por representarla fuera de la realidad en sus múltiples formas, tan disparatada es en el fondo. La capacidad revolucionaria de Hulot es tal que puede transformar el duelo en carcajada. Porque, como decíamos, allá afuera el mundo es feo. La radio habla de problemas incomprensibles entre los que permanece el recuerdo de las últimas «tres» guerra mundiales. Pero esto no es nada si se compara con un baile con una joven guapa y agradable.

La sencillez de Tati es también una muestra de delicadeza. A partir de ella, consigue extraer lirismo. Ni siquiera se puede decir que su sátira es despiadada o cínica, o que trate de arremeter contra el espectador con maliciosa agresividad. En la torpeza y el despiste de Hulot descansa también una honda e inspiradora hermosura.

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Nota IMDB: 7,5.

Nota FilmAffinity: 7,4.

Nota del blog: 7,5.

Gardenia azul

16 Oct

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Año: 1953.

Director: Fritz Lang.

Reparto: Anne Baxter, Richard Conte, Raymond Burr, Ann Sothern, Ruth Storey, Jeff Donnell, Richard Erdman, George Reeves, Ray Walker, Norman Leavitt.

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         En 1953, Gardenia azul pondría el primer pilar de esa especie de trilogía -completada por Más allá de la duda y Mientras Nueva York duerme– en la que Fritz Lang aborda una trama de cine negro otorgándole un papel protagonista a un periodismo de fuerte tendencia sensacionalista, donde la falta de escrúpulos de sus implicados termina, en ocasiones como esta, por ofrecer otro elemento de opresión contra el individuo acorralado, una constante que aparece de forma recurrente en su filmografía.

Aquí, este papel lo padecerá una joven telefonista atormentada por el remordimiento de ser la presunta autora del asesinato de un lascivo pintor. El relato la sitúa como una mujer inocente y sola en medio de un mundo de depredadores sexuales, traidores sentimentales y parejas desquiciadas, con potencial para convertirse de improviso en una sórdida novela detectivesca de Mickey Spillane, a quien se cita maliciosamente bajo el nombre de Mickey Mallet.

         Acompañando al sarcasmo desmitificador hacia el oficio periodístico, Gardenia azul arroja sobre todo una negra ironía contra el sexo masculino mientras la protagonista se ve envuelta en el torbellino de una intriga policíaca que se cierne sobre ella, análogo a su sentimiento de culpa. La investigación se enfoca desde un curioso punto de vista, el de la propia sospechosa, aunque para ello se ha de recurrir al conveniente cliché del episodio amnésico. El argumento y el fondo crítico, por tanto, recuerdan a Vorágine, en la que también participaba Richard Conte, quien debía probar tanto la inocencia como la virtud de su esposa, cuestionada asimismo por el espacio en blanco de su memoria. Incluso se diría que el remolino que Lang superpone sobre la desvanecida Anne Baxter -en un recurso visual un tanto pedestre y anticuado- guiña al título inglés de aquella, Whirpool.

De esta forma, en una hábil elipsis, la lluvia contra el parabrisas del descapotable, en una escena de que ya posee cierto cariz turbio por las intenciones ocultas del conductor, se torna tormenta sobre el ventanal de una casa para introducir un ambiente de película de miedo. Luego, lo mismo ocurre con el empleo de la luz, donde una situación de galanteo se vuelve acoso cuando de repente, a la par de un impulso libidinoso, se imponen las sombras. La suerte de una chica, junto a un desconocido, puede cambiar en un solo instante. El escenario que compone el cineasta alemán alcanza cotas verdaderamente siniestras, como un regreso al expresionismo que había cultivado en tiempos.

         Así pues, la ambigüedad de la protagonista es menor que la del obsesivo profesor de La mujer del cuadro, otro ciudadano corriente que atraviesa circunstancias en cierta manera similares, y su desenlace, a pesar de lo forzado que es también el giro, no es tan tramposo. De hecho, se han dejado suficientes pistas como para averiguarlo sin necesidad de ser Perry Mason, a quien Raymond Burr estaba a punto de interpretar por aquel entonces. Aquí, de momento, encarna al verdadero villano de la función, el lobo feroz que representa el máximo ejemplo de esta sociedad que odia o como mínimo acecha sin piedad a las mujeres. No por casualidad, Gardenia azul adapta el texto de una escritora, Vera Caspary. Su obra más celebre en la gran pantalla, Laura, ya había sintetizado los apuros que supone para una mujer estar sometida a los fantasiosos ideales que los hombres pueden proyectar sobre ella.

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Nota IMDB: 6,9.

Nota FilmAffinity: 6,8.

Nota del blog: 7.

El puente sobre el río Kwai

16 Sep

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Año: 1957.

Director: David Lean.

Reparto: William Holden, Alec Guinness, Sessue Hayakawa, Jack Hawkins, Geoffrey Horne, James Donald, André Morell, Ann Sears, Percy Herbert, Harold Goodwin, Keiichirô Katsumoto, M.R.B. Chakrabandhu, Vilaiwan Seeboonreaung, Ngamta Suphaphongs, Kannikar Dowklee, Javanart Punynchoti.

Tráiler

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         Un grupo de prisioneros entra en un campo de concetración japonés, perdido en mitad de una jungla infernal, en perfecta formación y silbando la Marcha del coronel Bogey que, desde su comienzo sin arreglos, termina resonando sinfónica mientras el coronel Nicholson permanece cuadrado frente a sus hombres. Hay un sentido de gloriosa dignidad marcial en un pelotón que se resiste a someterse moralmente al pérfido enemigo. Una batalla psicológica en la que el soldado del Imperio británico, haciendo gala de su estoica flema, debe demostrar al salvaje asiático de qué pasta está hecho. Una arrogancia que lanza su órdago definitivo al reemplazarlo en la construcción de un estratégico puente que comunique Bangkok y Rangún a través del ferrocarril.

El puente sobre el río Kwai no esconde la ironía con la que va deformando este reflejo heroico que, observado desde la suficiente altura -no por nada el filme concluye como se abría, a vuelo de pájaro sobre una selva sobrehumana-, se contempla trasnochado, racista y homicida. El mismo procedimiento se aplicará al mayor Warden, precisamente encargado, al frente de un pequeño destacamento de comandos, de volar toda la infraestructura junto con el convoy que prevé inaugurarla. Y, en su caso, esa desfiguración se produce desde su comportamiento obsesivo, que va adquiriendo tintes más oscuros y violentos a cada paso que da. Podría decirse que los paralelismos y diferencias entre ambos altos mandos son análogos a los que se trazan entre aquellos que, en contraposición, ejercen de brújulas morales del relato: el soldado estadounidense Shears, un buscavidas capaz de anteponer una cita con una muchacha a su deber militar, y el oficial médico que, sobrio y racional, admite no comprender los procederes de Nicholson, lo que se enfatizará con la idéntica réplica que, por su parte, este le dedica en los diálogos.

         El enfrentamiento dialéctico es una herramienta fundamental para establecer las posiciones de los personajes, en especial en ese duelo que libran Nicholson y su par en grado Saito, que concentrará gran parte de la fuerza dramática del filme. Las interpretaciones de Alec Guiness y Sessue Hayakawa aportan los perfectos matices para ir desarrollando la figura del primero como explotador y la del segundo como derrotado. En el clímax, David Lean lo muestra como un hombre cabizbajo que sigue al inglés en silenciosa sumisión, con el peso del harakiri sobre los hombros. Antes, la paz sobre el atardecer en el puente construido ya arrojaba sombras sobre los dos, igualados en esa sensación terminal que embarga el discurso del uno y la posición del otro. Visto el recorrido argumental y la situación histórica del momento, con los procesos de descolonización avanzados, quizás podría considerarse una imagen simbólica tanto de la defección del nacionalismo japonés como de la decadente soberbia imperial. Regresando a las actuaciones, en esta línea también destaca la de Jack Hawkins para dibujar la evolución monomaníaca de un personaje que, de primeras, aparecía afable ante el espectador.

         A diferencia de la novela de Pierre Boulle, adaptada en primera instancia por Carl Foreman y luego, tras las objeciones de Lean y el productor Sam Spiegel, reconducida por otro ‘black listed’, Michael Wilson -aunque ninguno de ellos sería acreditado por un guion que recibiría uno de los siete Óscar conquistados por la película-, la versión cinematográfica, que altera diametralmente el desenlace, redime en última instancia a los personajes -ya sea parcial o totalmente-, dejando hueco a una cierta ambigüedad que ya podía achacarse a esa amable vida del campamento de prisioneros o a algún toque triunfalista en las pequeñas victorias de Nicholson ante su oponente nipón. En cambio, el empleo de la música, a veces a contrapelo de lo que expresa la escena, contradice esta aparentemente honorable rigidez de los militares. Y, en especial, el laconismo con el que resuelve la violencia -bien fuera de plano, bien en un triste silencio- contagia de pesimismo la acción bélica más estricta que rematará en la locura, en el horror.

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Nota IMDB: 8,1.

Nota FilmAffinity: 7,9.

Nota del blog: 7,5.