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Pinky

4 Mar

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Año: 1949.

Director: Elia Kazan.

Reparto: Jeanne Crain, Ethel Waters, Ethel Barrymore, William Lundigan, Evelyn Varden, Griff Barnett, Frederick O’Neal, Basil Ruysdael, Raymond Greenleaf, Dan Riss, Arthur Hunnicut, Kenny Washington.

Tráiler

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          Serie en la que Misha Green recupera los años cincuenta estadounidenses de las leyes Jim Crow para ponerlos, a través de un argumento fantástico, en diálogo con el presente del Black Lives Matter, en Territorio Lovecraft una mujer negra descubre que ha ingerido una poción que la metamorfiza en una mujer blanca, lo que le provoca un dilema entre la fidelidad a sí misma o el disfrute no solo de privilegios sociales, sino de derechos civiles básicos antes vedados por la fuerza del racismo. En Pinky, estrenada en 1949, una enfermera regresa al hogar, situado en un pueblecito de Alabama, y reconoce avergonzada ante su abuela, una limpiadora negra que se ha dejado la espalda lavando ropa para pagarle los estudios, que se ha aprovechado de la insólita palidez de su piel -de ahí su apodo, Pinky, literalmente «sonrosada»- para, por omisión, hacerse pasar por blanca. «He sido tratada como un ser humano, como una igual», alegará entre lágrimas para justificar sus motivos.

          La distancia de siete décadas entre ambas producciones habla de las dificultades del presunto país de la libertad a la hora de abordar y resolver las hondas disfunciones y desigualdades sociales que yacen en su seno, recrudecidas tras la revitalización y aceptación de una vía política ultraconservadora de esencia supremacista, xenófoba y machista. También descubre la valentía de una película que, en su momento, llegó a ser censurada en la localidad texana de Marshall por sus muestras de amor -e incluso de delictuoso deseo sexual, tanto daba- hacia una mujer negra. Curiosamente, ese mismo año también llega a las salas El color de la sangre, que lleva al cine la historia real de un doctor afroamericano y su familia que recurrieron a hacerse pasar por caucásicos en la Nueva Inglaterra de los años treinta y cuarenta para poder mejorar sus condiciones de vida.

No son las únicas obras que desarrollan una reflexión social a partir de esta ‘infiltración’ racial. Ahí está, diez años después, el caso de la joven mestiza de Imitación a la vida. El mismo 1959 en el que, desde el underground guerrillero e improvisado, John Cassavetes exponía las andanzas por un Nueva York jazzístico de tres hermanos afroamericanos, aunque de distintos todos de piel, en Sombras. A partir de esta premisa, Philip Roth continuaba examinando la médula moral de los Estados Unidos en La mancha humanacon posterior versión cinematográfica-. Otras, como la novela francesa Escupiré sobre vuestra tumbatambién adaptada a la gran pantalla– o The Black Klansman, desarrollan feroces ejercicios de violencia y venganza. Historias de conciliaciones imposibles como la que, desde Reino Unido, entregará Crimen al atardecer.

          Pinky no es especialmente optimista en este sentido, aunque es antimaniquea en la composición del paisaje humano de este villorrio que Elia Kazan -¿o quizás ese John Ford que miraba con lírica melancolía al viejo Sur y a quien había sustituido el cineasta grecoamericano después de que el todopoderoso Darryl F. Zanuck lo despidiera a la semana de comenzar el rodaje?- presenta, en primera instancia, como surgido de una ensoñación fantasmagórica, sumido en una suave fotografía que transmite cierto romanticimo ajado, colonizado por el musgo español, erizado con unos vallados que, afilados e irregulares, parecen propios de un cuento gótico. El escenario lo preside de fondo una mansión semirruinosa que, abandonada por los esclavos que la mantenían en pie, resume la decadencia de este viejo paraíso levantado desde el racismo y la reducción del ser humano a simple mercancía.

Sin renunciar a las vías de conciliación -la amistad entre la criada y la señora, producto de la convivencia y el entendimiento directo y sincero-, el relato aborda la pervivencia y sistematización de esta estructura social a través de situaciones donde la denuncia es descarnada y agresiva. Su virulencia se conserva vigente, y por eso es hoy todavía más terrible y potente. Con todo, tal vez se le pueda achacar cierto clasismo a su perspectiva: las principales actitudes de odio proceden de personajes vulgares -e incluso de aspecto desastrado, como el jefe de polícía, o vicioso, como los violadores alcoholizados-. En cambio, a excepción de la señorona litigante, chismosa y advenediza, aquellos que podrían considerarse como la élite social del lugar -la patrona, el médico, el abogado, el magistrado- no muestran una disposición negativa tan clara, si bien con determinados matices -el juez que duda de la palabra- que contribuyen a otorgarle profundidad a la mirada.

          En este sentido, Pinky trata de poner al espectador presuntamente desprejuiciado y progresista ante el espejo, utilizando para ello una figura ajena a este microsmos particular: el novio de la protagonista, un doctor bostoniano que descubre la ascendencia de su enamorada y pone a prueba sus sentimientos tanto desde el punto de vista emocional como racial. Una cuestión que, de hecho, podría girarse hacia el propio estudio, que había rechazado a candidatas como Lena Horne, afroamericana, para darle el papel a una actriz anglosajona, Jeanne Crain, a fin de rebajar inflamables polémicas como la que, aun así, terminaría estallando en Texas.

Sea como fuere, este conflicto orientado hacia la platea se combina con la tensión dramática que experimenta Pinky a raíz de su disyuntiva entre abrazar su problemática herencia o huir de ella hacia un futuro expedito. Hay un recorrido de aprendizaje, un tradicional viaje del héroe al que, sin embargo, Crain tampoco le extrae todo el jugo merced a una interpretación más bien convencionaleso sí, nominada al Óscar-, sobre todo en comparación con la conmovedora dignidad que transmite Ethel Waters –también postulada a la estatuilla en la categoría de actriz secundaria, compartiendo papeleta con otra compañera de reparto, Ethel Barrymore-.

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Nota IMDB: 7,2.

Nota FilmAffinity: 6,7.

Nota del blog: 9.

El juicio de los 7 de Chicago

14 Feb

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Año: 2020.

Director: Aaron Sorkin.

Reparto: Eddie Redmayne, Sacha Baron Cohen, Mark Rylance, Joseph Gordon-Levitt, Jeremy Strong, John Carroll Lynch, Alex Sharp, Yahya Abdul-Mateen II, Frank Langella, Michael Keaton, Ben Shenkman, J.C. MacKenzie, Noah Robbins, Danny Flaherty, Alice Kremelberg, Kelvin Harrion Jr., Caitlin FitzGerald, John Doman.

Tráiler

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          Dos de los últimos estrenos ‘de prestigio’ de Netflix, Da 5 Bloods: Hermanos de armas y El juicio de los 7 de Chicago, a cargo de creadores de robusta conciencia crítica como Spike Lee y Aaron Sorkin, coinciden en mirar a un periodo reciente de los Estados Unidos, los tiempos de guerra en Vietnam, marcado por una abrupta y violenta polarización política y social que no se había igualado jamás hasta el momento presente, convulso por el populismo de ultraderecha encarnado por la administración Trump y el resurgir de los movimientos antiracistas con el Black Lives Matter. «¿Puedes respirar?», le pregunta el abogado William Kunstler al confundador de las Panteras Negras Bobby Seale, amordazado a consecuencia de sus infructuosos intentos de hacer valer sus garantías legales en un juicio que, afirma, lo utiliza tan solo para asustar al jurado aportando un acusado afroamericano.

          Después de Molly’s Game, Sorkin continúa labrando su carrera de cineasta combinando el guion, apartado en el que está consagrado como uno de los principales referentes de las últimas décadas, con la dirección de su propio texto, sin intermediarios. Y, en El juicio de los 7 de Chicago, deja más dudas que en su debut, paradójicamente, merced a una formulación que abunda en el lugar común -en especial en cuanto a la integración de la banda sonora, que da lugar incluso a un sorprendentemente sobado clímax dramático con crescendo musical a juego- que va incluso en perjuicio del libreto -esos arcos tan convencionales que desarrollan la relación entre personajes antitéticos, desde la confrontación hasta el entendimiento-. Con todo, consigue mantener su característico dinamismo del diálogo, patente de primeras en esa presentación que encadena escenarios y personajes prácticamente sin rupturas ni en la conversación ni en el movimiento.

          En cualquier caso, El juicio de los 7 de Chicago contiene temas fundamentales en la obra del neoyorkino, como el éxito que es capaz de lograr un grupo de personas inteligentes que trabaja en coordinación y entendimiento. Sorkin no esconde su posicionamiento -no es que hiciera falta, es de sobra conocido- al enfrentar a los activistas antibelicistas y pro derechos civiles contra un nuevo Gobierno -la entusiasta sustitución del retrato de Lyndon B. Johnson por el de Richard Nixon en la oficina del fiscal general- que, representado por la conexión del Ejecutivo con el poder judicial, queda marcada por la nostalgia rancia y la arrogancia machirula. La deplorable farsa en la que se convierte el juicio, con individuos rídiculos y unas maniobras grotescas, prolonga esta fractura en la que, no obstante, el fiscal Richard Schultz ejerce como contrapunto para matizar el maniqueismo y abrir una puerta a una reconciliación basada en una mirada crítica y desprejuiciada -si bien el personaje termina por dejarse progresivamente en un segundo plano-.

Cabe decir que, aunque parezca que se toma licencias exageradas, la crónica es relativamente fiel a la realidad de los hechos y del proceso. Eran días en los que un ‘destroyer’ como Peter Watkins podía imaginarse perfectamente un sistema judicial como el de Punishment Park, cinta en la que sus integrantes, haciendo gala de la libertad que les concedía el director británico, descerrajaban opiniones no demasiado diferentes a las que podían sostener en su vida cotidiana.

          La aguda escritura del guionista va entresacando la raíz reaccionaria que se esconde detrás de unos movimientos políticos que encuentran su reflejo en análogas tendencias contemporáneas y desnudando las estrategias que emplea el poder para perpetuar los privilegios de una clase dominante y retrógrada, recurriendo para ello distintas a distintas coartadas -no necesariamente disimuladas, puesto que también pueden ser brutales, miopes y aparatosamente ilegales, perfectamente desgranables en un monólogo cómico como el que practica Abbie Hoffman-. Uno de los elementos de impacto del filme consiste, pues, en trazar similitudes entre los hechos de este pasado que se denuncia con un presente en el que se reproducen, aspecto en el que Sorkin se maneja con habilidad.

Al mismo tiempo, el drama plantea dilemas -la pertinencia de las medias tintas conciliadoras de Tom Hayden o del anarquismo rupturista de Abbie Hoffman, el conflicto entre las convicciones personales y las exigencias políticas, la efectiva separación de los tres poderes…- que se lanzan contra el espectador, agitándolo para que ese cotejo con la actualidad suscite una reacción.

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Nota IMDB: 7,8.

Nota FilmAffinity: 7,1.

Nota del blog: 6,5.

Pasaje a la India

2 Nov

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Año: 1984.

Director: David Lean.

Reparto: Judy Davis, Victor Banerjee, Peggy Ashcroft, James Fox, Alec Guinness, Nigel Havers, Richard Wilson, Antonia Pemberton, Saeed Jaffrey, Art Malik, Michael Culver, Roshan Seth, Clive Swift, Ann Firbank, Roshan Seth, Sandra Hotz.

Tráiler

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          David Lean llevaba catorce años asumiendo el duelo por las malas críticas de La hija de Ryan cuando estrenó Pasaje a la India, que a la postre se convertiría en el último jalón de su obra cinematográfica. Taciturno durante el rodaje, quizás ese contexto existencial se perciba a través del personaje de la señora Moore, una anciana en permanente contacto con la noción de muerte que la rodea, con el temor de ser una simple figura que transita en un universo sin Dios ni sentido.

          Pasaje a la India se basa en una novela de E.M. Forster, autor refractario a que sus textos se trasladaran al cine, cosa que no sucederá hasta después de su fallecimiento. Finalmente, James Ivory -quien también había tanteado este libro en particular- hará de su literatura una importante fuente de inspiración para su filmografía –Una habitación con vistas, Maurice, Regreso a Howards End-. El relato original es una profundización en la imposibilidad de entendimiento entre un imperio, el británico, y sus territorios colonizados. Lean plantea este choque por medio del contraste. No solo durante la llegada de la protagonista a Calcuta, con la aglomeración, los burkas y los olores que provocan que una dama se lleve el pañuelo a la nariz, sino, sobre todo, por la disposición clasista de los ocupadores, cuyas advertencias acerca de las mezclas se reforzarán en lo visual -el tren que atraviesa parajes portentosos y enigmáticos pero también espacios reducidos a la miseria; los planos alternos entre las barriadas coloniales y las nativas- y, por consiguiente, en lo conceptual -nada como un sandwich de pepino para echar el freno a las pretensiones de aventura exótica-, hasta confluir con el ascenso de los movimientos independentistas indios.

          Una vertiente del drama, pues, parte de esta disensión entre culturas. Pero, en cualquier caso, Lean prefiere otorgar preeminencia a los conflictos íntimos de los personajes que a su alegoría o su manifestación política. Pasaje a la India se abre en un Londres lluvioso que es un caos de paraguas de negro fúnebre. Frente a ellos, la maqueta de un barco en el escaparate de una agencia de viajes aparece como un estimulante espejismo a ojos de la señorita Quested (Judy Davis), una joven en busca de nuevos horizontes. Es esta exploración la que va activando los resortes de la tragedia, desencadenados por la violenta colisión entre los encarnizados apetitos y represiones de la mujer.

Así pues, el subcontinente se abre paso como un nuevo mundo de excitación y sensualidad que obliga a ponerse a la protagonista delante del espejo, con traumáticas consecuencias. El deseo y el peligro, como ese magnífico y terrible Ganges en cuyas aguas flotan cadáveres y se esconden cocodrilos siempre al acecho. Lean lo desarrolla con escenas de alto voltaje, como la incursión en un templo abandonado repleto de esculturas eróticas, divinidades que observan e impulsos animales desatados, que luego encontrarán su anodida -y tranquilizadora- contraposición en esa figura del prometido inglés y, posteriormente, su resurgimiento en un paseillo hasta el juicio donde esa diosa perturbadora de ojos penetrantes aparece mutada en una estatua colosal de la reina Victoria.

          El cineasta es muy expresivo en la plasmación de las emociones de los personajes, aunque de vez en cuando caiga en recursos un tanto manidos -el viento penetrante que comunica las estancias del doctor y la joven; la tormenta que limpia la cargada atmósfera- o subrayados -la evocación del templo durante una noche tórrida-, e incluso algún personaje de fuerte contenido simbólico, como el inescrutable brahmán interpretado por Alec Guinness, no termine de funcionar. Sea como fuere, la excursión a las cuevas de Marabar marca el punto álgido de este misterio sobrecogedor, de esta llama que arde y que rebosa en las entrañas de la señorita Quested. También de esos ecos de muerte que convocan a la señora Moore, imbuidos ambos en una textura como ensoñada o alucinada. Lean es un artista filmando paisajes, imbricándolos en los procesos sentimentales de los protagonistas. Y aquí deja su muy estimable último ejemplo.

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Nota IMDB: 7,3.

Nota FilmAffinity: 7,1.

Nota del blog: 7,5.

Vida oculta

10 Feb

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Año: 2019.

Director: Terrence Malick.

Reparto: August Diehl, Valerie Pachner, Maria Simon, Karin Neuhäuser, Johannes Krisch, Karl Markovics, Tobias Moretti, Franz Rogowski, Matthias Schoenaerts, Bruno Ganz, Ulrich Matthes, Michael Nyqvist, Martin Wuttke.

Tráiler

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         En La delgada linea roja, el soldado Witt, el desertor renacido a la humanidad que es devuelto a rastras al frente bélico, consigue ejercer una militante objeción de conciencia en medio de la barbarie, aun a coste de su vida. El conflicto que se le plantea al Franz Jägerstätter de Vida oculta, campesino austríaco que se niega a jurar fidelidad a Adolf Hitler y a asesinar al prójimo en defensa de su causa, se mueve en similares términos morales. De hecho, hay una estrecha similitud en la llegada de un destructor estadounidense a la isla melanesia donde se refugia Witt con el sonido de los motores de avión que invaden el bucólico valle alpino donde Jägerstätter trabaja la tierra y saca adelante a su familia junto a Fani, su mujer. Es, de nuevo, la civilización torcida que contamina el paraíso ancestral; la corrupción del buen salvaje, como se describía igualmente en El nuevo mundo con los indios algonquinos que afrontan la violenta llegada del colono europeo.

         El dilema de Vida oculta se plantea a la vez como un acto de resistencia de la dignidad humana y como una prueba de fe, análoga a la que se enfrentaba la familia de cuáqueros de La gran prueba, cuyas pacifistas convicciones religiosas quedaban confrontadas por el conflicto fratricida y sin cuartel de la Guerra de secesión. A través del martirio de un hombre justo, Terrence Malick traza múltiples paralelismos entre Jägerstätter y Jesús, entre otras lecturas cristianas, lo que también le sirve para interpelar directamente al espectador -ubicado en un presente crispado en el que rebrotan las ideologías del odio-, por boca de otro artista, un pintor que reflexiona acerca de su limitación para reproducir experiencias y ejemplos no vividos en carne propia y, además, del restringido poder de unas creaciones que son capaces de despertar simpatía y convocar admiradores, pero no verdaderos seguidores de las enseñanzas morales que residen en ellas.

         En este marco se desarrolla el sacrificio decidido -y un tanto reiterativo desde un libreto que empuja el metraje hacia las innecesarias tres horas- de Jägerstätter, tentado como Cristo en el desierto por las múltiples voces que polemizan con él, así como la crisis espiritual que, en cambio, sufre su esposa, atormentada por el silencio de Dios. Frente al pozo seco en el que se adentra ella, la visión del hombre parece reflejar esta presencia, el misterio, en las aguas que fluyen eternas, en la primavera que reverdece aun a pesar del horror en el que se ha enzarzado el ser humano; con la naturaleza como expresión inagotable e inabarcable del milagro de la vida como otro elemento estético y argumental recurrente en la obra del cineasta texano.

Así, Malick despliega su talento para capturar la sobrecogedora belleza del paisaje, en la que se incluye su sensibilidad para mostrar la ternura y la intimidad cotidiana de una existencia plena, con vínculos que arraigan en el otro y en la misma tierra, pues las conclusiones derivan el discurso hacia un amor absoluto, inmarcesible y vencedor. También es cierto que sus movimientos de cámara parecen mas impetuosos que en anteriores ocasiones, una relativa agresividad que a veces delata demasiado el aparato técnico, plastificando y por tanto restando emoción al relato.

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Nota IMDB: 7,6.

Nota FilmAffinity: 7,2.

Nota del blog: 7.

La vida de Émile Zola

3 Feb

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Año: 1937.

Director: William Dieterle.

Reparto: Paul Muni, Joseph Schildkraut, Gale Sondergaard, Gloria Holden, Donald Crisp, Henry O’Neill, Louis Calhern, Robert Barrat, Harry Davenport, Robert Warwick, Gilbert Emery, Walter Kingsford, Grant Mitchell, Morris Carnovsky, Florence Roberts, Vladimir Sokoloff.

Tráiler

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         En La forma de lo que vendrá, publicada en 1933, H.G. Wells pronosticaba un futuro inmediato condicionado por un extensísimo conflicto bélico -presentimiento acertado de la Segunda Guerra Mundial– en el que, no obstante, España se mantenía al margen gracias a la influencia en pro de la paz y en contra de las ideologías del odio por parte de intelectuales como José Ortega y Gasset -a quien había conocido personalmente- o Miguel de Unamuno -a quien defendería después de que muriera en torturado conflicto consigo mismo-. Aunque esta última predicción estuviese rematadamente errada -al final España sería la primera en dar cuerpo a este clima bélico protagonizando una guerra civil con toda esa virulencia fratricida que el escritor inglés no veía tan acentuada en el país-, la posición de Wells sirve para ejemplificar la relevancia de los pensadores y de las personas de cultura para calibrar y advertir sobre la deriva moral de la sociedad, un debate candente en una actualidad marcada por el relativismo -moral, histórico- y en la que el debate público se encuentra más vulgarizado que democratizado -las posiciones estridentes tienden a quedar sobrerrepresentadas- de la mano de las redes sociales o, en el ámbito público, las tertulias entre opinólogos para todo.

En la coda de La vida de Émile Zola, se describe al literato francés como «un momento de la conciencia del ser humano». El filme reconstruye la acción suicida y a contracorriente que Émile Zola acometió, poniendo en juego su propia persona, en defensa del capitán Alfred Dreyfuss, procesado y condenado por alta traición en un consejo de guerra sin garantía alguna y que, en el fondo, revelaba el profundo antisemitismo de la Europa del periodo -cuestión esta última, por desgracia, atemperada desde el aparato de producción-. Así pues, la película muestra la intervención de Zola -Paul Muni, con su habitual e intensa convicción- en el caso Dreyfuss como la culminación épica y definitiva de un recorrido biográfico marcado por el compromiso con el ser humano y con la verdad frente a cualquier forma de poder -imperio, república…- y frente a las injusticias de la sociedad, que William Dieterle presenta en una París sucia, brutal y despiadada a través de escenas tan hondamente demoledoras como la del suicidio en el Sena. El novelista revolucionario queda emparejado, de esta forma, con el intelectual comprometido.

         La vida de Émile Zola es por tanto el reflejo de esta lucha por sacar a la luz lo feo, lo desagradable y lo verdadero aun a costa de un innegociable sacrificio personal -económico, de prestigio-, tan solo en aras de la honestidad y de la dignidad. Frente a la entereza de Zola -que también necesita de su propia brujula para recuperar el sendero, en este caso el pintor Paul Cézanne que viene a recordarle el hambre como acicate esencial del artista independiente- se contrapone una jerarquía militar que obra con arrogante impunidad, hasta convertir valores absolutos como la Justicia en una atroz farsa -las contradicciones de la justicia militar, ese tema tan apropiado para entregar obras mayores como Senderos de gloria, Rey y patria o Consejo de guerra-. Y no digamos ya conceptos tan interesados y fraudulentos como el de la patria.

         A pesar de esa citada timidez para hacer hincapié en la cuestión racial, el fondo de La vida de Émile Zola es rotundo y contundente en su médula subversiva y su cuestionamiento de la autoridad establecida. El libreto ofrece reflexiones de calado y profundidad de la boca de un hombre que osó poner en negro sobre blanco los atropellos criminales de un sistema que se ceba con los parias, los diferentes o los discriminados. Un hombre que desenmascaró las atronadoras vergüenzas que se esconden detrás de proclamas con las que se manipula torticeramente la voluntad de unas masas que, por su parte, hacen dejación de todo espíritu crítico. Unas lecciones que sirven tanto para practicar el recuerdo del pasado como para mirar con perspectiva fiscalizadora los movimientos sociopolíticos del presente. Prueba de su vigencia puede ser el reciente estreno de El oficial y el espía, un nuevo acercamiento al caso Dreyfuss que, en algunos planos, como la degradación del capitán alsaciano, cita directamente el trabajo de Dieterle.

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Nota IMDB: 7,2.

Nota FilmAffinity: 7,1.

Nota del blog: 8,5.

El oficial y el espía

8 Ene

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Año: 2019.

Director: Roman Polanski.

Reparto: Jean Dujardin, Louis Garrel, Emmanuelle Seigner, Grégory Gadebois, Hervé Pierre, Wladimir Yordanoff, Didier Sandre, Melvil Poupaud, Eric Ruf, Mathieu Amalric, Laurent Stocker, Vincent Pérez, Michel Vuillermoz, Vincent Grass, Denis Podalydès, Kevin Garnichat, Laurent Natrella, André Marcon.

Tráiler 

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         Quienes inculparon, procesaron y condenaron en falso por alta traición al capitán Alfred Dreyfuss proclamaban actuar en nombre del honor y la seguridad de la patria. No deja de ser curioso cómo, frecuentemente, esa concepción de la patria se alinea de forma milimétrica con los intereses particulares de aquellos que la mentan o, como mucho, con los de su clase social. Yo contra el otro. Y en El oficial y el espía, que recrea este traumático episodio histórico, el otro que contamina la pureza de la patria se presenta como el judío, el homosexual o el extranjero. O, a la postre, el disidente. «Vinieron por los judíos, y yo no dije nada, porque yo no era judío…»

         El estreno de El oficial y el espía suscitó abundantes lecturas del caso Dreyfuss como una alegoría con la que Roman Polanski, proscrito de la justicia estadounidense por drogar y violar a una menor de edad, intenta exponer a espectador su propia situación. Es una interpretación poco estimulante, no completamente ajustada y que, en último término, se puede obviar sin problema en favor de ese reflejo de una sociedad heterófoba que, todavía en la actualidad, sigue aferrándose a una imposible y fantasiosa inmutabilidad solo para tratar de perpetuar los rancios privilegios de unas élites.

         El autor polaco, también firmante del guion adaptado, desarrolla con absoluta sobriedad y rigor la investigación del teniente coronel Georges Picquart -un igualmente mesurado Jean Dujardin-. Su profundización en las cloacas del Ejército francés se despliega mediante un tempo contenido, perfectamente templado, y análogo a la total ausencia de golpes de efecto.

La potencia de los hechos, la mezquindad que se esconde detrás de ellos, es suficiente incentivo. De hecho, el último tercio del metraje, que acumula un mayor número de sucesos para resolver tamaño nudo histórico, es quizás menos fascinante. Y esa tensísima calma permite dejar el poso de reflexión sobre la información que se recibe: la suciedad del poder y de quienes lo detentan a toda costa; el papel del individuo para oponerse a este sistema cerrado y excluyente; la capacidad del artista para denunciar la inmoralidad, el compromiso con la verdad frente al prejuicio impuesto, el oxímoron de la justicia militar, la desigualdad que se atenúa pero que nunca termina, los mencionados ecos que resuenan en un presente convulso…

         En la misma línea, la recreación de época es soberbia en su minuciosidad y le ayuda a Polanski a componer hermosos fotogramas pictóricos, pero siempre está en segundo plano, sometida a la narración, sin sobreponerse a ella ni ahogarla. Las imágenes son tan poderosas como el texto. La imponente apertura en el patio del palacio ya imprime esa rotundidad estética que está a la altura de la tragedia -privada, colectiva- que se aborda.

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Nota IMDB: 7,3.

Nota FilmAffinity: 7.

Nota del blog: 9.

Punishment Park

18 Dic

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Año: 1971.

Director: Peter Watkins.

Reparto: Mark Keats, Gladys Golden, Sanford Golden, Sigmund Rich, George Gregory, Katherine Quittner, Carmen Argenziano, Mary Ellen Kleinhal, Stanford Armstead, Patrick Boland, Kent Foreman, Luke Johnson, Scott Turner, Norman Sinclair, Paul Rosenstein.

Tráiler

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         Punishment Park es un falso documental rodado a principios de los setenta estadounidenses, en pleno desencanto tras la fallida revolución hippie -todo Vietnam, Richard Nixon y conflictividad social- pero que, en su paranoia parafascista de Guerra Fría, bien podría ofrecer un relato ucrónico de los años cincuenta del Temor rojo y el Comité de Actividades Antiamericanas. Pero, además, es un filme que recobra aterradora vigencia casi medio siglo después a causa de la reactivación del ultraconservadurismo demagógico, de raíz elitista, xenófoba, autoritaria e intransigente, encarnada en el país norteamericano por la administración de Donald Trump, y la consiguiente polarización de la opinión pública. Aunque bien podría funcionar ya con la promulgación del Acta Patriótica tras los atentados yihadistas del 11 de septiembre de 2001, durante el gobierno de George W. Bush.

         En esta línea, es esclarecedor comprobar la perpetuación, casi palabra por palabra, de los argumentos que esgrimen los dos bandos enfrentados en la escena: un grupo de activistas, intelectuales u objetores de conciencia que son sometidos a juicio sumario por un tribunal en el que quedan representados diversos grupos y estratos sociales y que, de considerarse procedente, posee la potestad de entregar a los procesados a un pelotón policial y militar para que los someta a una prueba de supervivencia como condena alternativa a unas prisiones sobresaturadas. Peter Watkins aseguraba que en la mayoría de las escenas ni siquiera ensayaba líneas de guion con los intérpretes, sino que estos, que encarnaban personajes relativamente similares a su propia personalidad, daban rienda suelta a sus posicionamientos, bien progresistas, bien conservadores. Razonamientos muy parejos pueden encontrarse hoy en foros y redes sociales, entre otros. El estado de la situación no es que haya cambiado, sino que ha ignorado cualquier tipo de avance y ha retrocedido a entonces.

         El uso del turno de palabra por parte de los encausados quizás provoque que Punishment Park sea una de las obras más frontalmente discursivas del incisivo cineasta británico, especialista en montar ficciones escalofriantemente verosímiles a partir de herramientas propias del documental, de la presunta realidad naturalista. En este caso, por ejemplo, la insistencia de las fuerzas del orden establecido en respetar escrupulosamente los rituales judiciales para aplicarlos a un juicio absurdo no hace más que exacerbar lo delirante de la situación, más terrible cuanto más creíble y reconocible -si bien cabe decir que el sádico castigo represor termina por llevarse por delante su coartada inicial y quedarse, a fin de cuentas, sin justificación alguna-.

De igual manera opera la voz en off neutra -hasta que toma partido, otro rasgo que fuerza ese pronunciamiento del autor respecto del contexto analizado bajo esta lente deformante-, así como el desasosegante fondo sonoro, con permanente ruido de disparos. La intrusión de representaciones simbólicas de la nación -la bandera- juega un papel decididamente irónico y crítico.

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Nota IMDB: 7,8.

Nota FilmAffinity: 7,2.

Nota del blog: 7.