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La invasión de los ultracuerpos

28 Feb

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Año: 1978.

Director: Philip Kaufman.

Reparto: Donald Sutherland, Brooke Adams, Leonard Nimoy, Jeff Goldblum, Veronica Cartwright, Art Hindle, Lelia Goldoni.

Tráiler

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         Algunos remakes hacen buena la idea de que conocer una historia de antemano no es un impedimento para disfrutar de la película. En este sentido, La invasión de los ultracuerpos es escrupulosa. Desvelado el aterrador secreto que se ocultaba en el pueblecito de La invasión de los ladrones de cuerpos, esta nueva adaptación de la novela de Jack Finney pone las cartas sobre la mesa desde el principio, arrancando precisamente en el espacio exterior desde donde aterriza esta insólita amenaza alienígena. ¿Para qué simular que no se sabe ya?

De este modo, la apuesta de Philip Kaufman parte de lo formal, de la expresión de la paranoia desde unos fotogramas donde la profundidad de campo, combinada con el sonido, convierte la San Francisco de los años setenta en una ciudad inquietante, donde lo conocido se transforma en irreconocible, velado por una dudosa apariencia anodina. También aparecen fotogramas oblicuos, torcidos, ensombrecidos. Kaufman demuestra una gran pericia para apuntar la cámara, para componer el plano.

         En La invasión de los ultracuerpos, lo cotidiano resulta extrañamente sospechoso. La atmósfera, pues, está muy lograda. Podría decirse que el filme primigenio de Don Siegel -aquí homenajeado en un cameo al igual que el protagonista de aquella, Kevin McCarthy, cuyo destino además se repara- fundaba buena parte de su intriga en la dosificación de la información. Aquí, expuesta esta desde el primer momento, el suspense se basa más en el poder sugestivo de la imagen. De hecho, la cinta pierde fuerza a mi juicio cuando, camino del desenlace, se adentra en terrenos más propios de la acción.

         En paralelo, el mensaje de fondo sobre la deshumanización permanece perfectamente vigente -entonces y ahora-, dado que ese retrato de una comunidad desprovista de cualquier sentimiento se puede relacionar con cualquier masa acrítica y sumisa, desde el totalitarismo soviético hasta la sociedad hipermaterialista. Los invasores ni siquiera tratan de imponerse por la violencia salvaje, sino tentando con una utopía desprovista de conflictos emocionales. Continúan siendo unos monstruos pavorosos.

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Nota IMDB: 7,4.

Nota FilmAffinity: 7,1.

Nota del blog: 7,5.

Vida oculta

10 Feb

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Año: 2019.

Director: Terrence Malick.

Reparto: August Diehl, Valerie Pachner, Maria Simon, Karin Neuhäuser, Johannes Krisch, Karl Markovics, Tobias Moretti, Franz Rogowski, Matthias Schoenaerts, Bruno Ganz, Ulrich Matthes, Michael Nyqvist, Martin Wuttke.

Tráiler

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         En La delgada linea roja, el soldado Witt, el desertor renacido a la humanidad que es devuelto a rastras al frente bélico, consigue ejercer una militante objeción de conciencia en medio de la barbarie, aun a coste de su vida. El conflicto que se le plantea al Franz Jägerstätter de Vida oculta, campesino austríaco que se niega a jurar fidelidad a Adolf Hitler y a asesinar al prójimo en defensa de su causa, se mueve en similares términos morales. De hecho, hay una estrecha similitud en la llegada de un destructor estadounidense a la isla melanesia donde se refugia Witt con el sonido de los motores de avión que invaden el bucólico valle alpino donde Jägerstätter trabaja la tierra y saca adelante a su familia junto a Fani, su mujer. Es, de nuevo, la civilización torcida que contamina el paraíso ancestral; la corrupción del buen salvaje, como se describía igualmente en El nuevo mundo con los indios algonquinos que afrontan la violenta llegada del colono europeo.

         El dilema de Vida oculta se plantea a la vez como un acto de resistencia de la dignidad humana y como una prueba de fe, análoga a la que se enfrentaba la familia de cuáqueros de La gran prueba, cuyas pacifistas convicciones religiosas quedaban confrontadas por el conflicto fratricida y sin cuartel de la Guerra de secesión. A través del martirio de un hombre justo, Terrence Malick traza múltiples paralelismos entre Jägerstätter y Jesús, entre otras lecturas cristianas, lo que también le sirve para interpelar directamente al espectador -ubicado en un presente crispado en el que rebrotan las ideologías del odio-, por boca de otro artista, un pintor que reflexiona acerca de su limitación para reproducir experiencias y ejemplos no vividos en carne propia y, además, del restringido poder de unas creaciones que son capaces de despertar simpatía y convocar admiradores, pero no verdaderos seguidores de las enseñanzas morales que residen en ellas.

         En este marco se desarrolla el sacrificio decidido -y un tanto reiterativo desde un libreto que empuja el metraje hacia las innecesarias tres horas- de Jägerstätter, tentado como Cristo en el desierto por las múltiples voces que polemizan con él, así como la crisis espiritual que, en cambio, sufre su esposa, atormentada por el silencio de Dios. Frente al pozo seco en el que se adentra ella, la visión del hombre parece reflejar esta presencia, el misterio, en las aguas que fluyen eternas, en la primavera que reverdece aun a pesar del horror en el que se ha enzarzado el ser humano; con la naturaleza como expresión inagotable e inabarcable del milagro de la vida como otro elemento estético y argumental recurrente en la obra del cineasta texano.

Así, Malick despliega su talento para capturar la sobrecogedora belleza del paisaje, en la que se incluye su sensibilidad para mostrar la ternura y la intimidad cotidiana de una existencia plena, con vínculos que arraigan en el otro y en la misma tierra, pues las conclusiones derivan el discurso hacia un amor absoluto, inmarcesible y vencedor. También es cierto que sus movimientos de cámara parecen mas impetuosos que en anteriores ocasiones, una relativa agresividad que a veces delata demasiado el aparato técnico, plastificando y por tanto restando emoción al relato.

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Nota IMDB: 7,6.

Nota FilmAffinity: 7,2.

Nota del blog: 7.

Caza salvaje

13 Sep

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Año: 1981.

Director: Peter Hunt.

Reparto: Charles Bronson, Lee Marvin, Andrew Stevens, Carl Wathers, Angie Dickinson, Ed Lauter, August Schellenberg, Maury Chaykin, Scott Hylands, Amy Marie George.

Tráiler

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         Un año antes de que John Rambo regresara del Vietnam para verse convertido en una alimaña a la que acorralar, el trampero Albert Johnson ya demostraba en las inexpugnables montañas del Yukon canadiense que estaba entrenado para ignorar el dolor, las condiciones climatológicas, vivir de lo que da la tierra, comer cosas que harían vomitar a una cabra y, por supuesto, matar o morir. No por nada portará el rostro de un legendario tipo duro como Charles Bronson, imprescindible para escapar del hostigamiento del sargento de la Policía Montada Edgar Millen, que rivaliza con él en virilidad desde las curtidas facciones de Lee Marvin.

         Caza salvaje es un relato que se inspira -muy libremente, transformando la naturaleza de los personajes a su antojo- en la considerada como la mayor caza al hombre del país norteamericano, que es la que, en la década de los años treinta del siglo pasado, trató de cercar y cobrarse, perros, rifles y dinamita mediante, la cabeza del conocido como ‘El trampero loco de Rat River’.

Para narrar esta persecución feroz se había contratado a un experto en plasmar la violencia, Robert Aldrich, que ya había comandado a Bronson y Marvin en Doce del patíbulo. No obstante, terminaría renunciando a dirigir el filme por desacuerdos de producción. Lo reemplazará Peter Hunt, curtido en la edición y la realización al servicio del agente 007. Curiosamente, la carestía del proyecto se evidenciará en factores como los tosquísimos cortes del montaje, que llegan incluso a afectar al natural desarrollo de la historia.

         Al menos, esta rudeza formal concuerda con la noción de irracionalidad que preside una cacería enloquecida hasta el delirio, en la que rechina por tanto el papel del veterano Marvin y de su joven e inocente ayudante al lado de la turbamulta de garrulos y degenerados que pueblan este territorio al margen de las leyes de la civilización.

El argumento, mínimo en el fondo, avanza adusto y rocoso, con olor de testosterona revenida y con una banda sonora que hasta incorpora un crispante sonido de cuchillos amolándose. Encajonado en un decorado natural tan portentoso como hostil, el escenario es igualmente áspero y descreído -un perro moribundo es el desencadenante de la sinrazón irrefrenable; la mitad de los desdichados que buscan sus sueños en la última frontera perecen congelados, como avisa el tendero-.

         Dentro de la acción, y a través del desarrollo de personajes -a pesar de que deja descolgada como mujer florero nada menos que a Angie Dickinson y de que prestar más atención al sargento que al trampero, simple forastero westerniano-, Caza salvaje también intenta infiltrar detalles de crepuscularidad que hermanan a perseguidor y perseguido, identificados como caracteres en peligro de extinción. De ahí las similitudes que se pueden trazar -por supuesto con un lirismo mucho menor- con Los valientes andan solos, incluida la persecución aérea como signo aciago de un futuro sin honor ni humanidad.

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Nota IMDB: 7.

Nota FilmAffinity: 6,1.

Nota del blog: 6,5.

Solo ante el peligro

1 Feb

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Año: 1952.

Director: Fred Zinnemann.

Reparto: Gary Cooper, Grace Kelly, Katy Jurado, Thomas Mitchell, Lloyd Bridges, Lon Chaney Jr., Otto Kruger, Henry Morgan, Howland Chamberlain, Larry J. Blake, Robert J. Wilke, Sheb Wooley, Lee Van Cleef, Ian MacDonald.

Tráiler

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          «Solo ante el peligro es la cosa más antiamericana que he visto en mi vida», declararía John Wayne, indignado con que el protagonista de la película, sheriff de un poblacho dejado de la mano de Dios, se pasase todo el metraje caminando apurado de un lado a otro en busca de ayuda contra el malvado que llegará en el tren del mediodía a Hadleyville. Irritado por el simbólico cierre del filme, añadiría que incluso no sentía remordimiento alguno por que el guionista, Carl Foreman, hubiera tenido que irse de los Estados Unidos bajo el peso de las persecuciones anticomunistas lideradas por el senador Joseph McCarthy.

En la década de los cincuenta, sobre todo en su primera mitad, los Estados Unidos se miraban en el espejo y no les gustaba el reflejo que veían. La oscuridad política y moral de la caza de brujas, envuelta en el insoportable e insostenible Temor rojo, sembraba dudas en la identidad nacional del presunto adalid del mundo libre. Ese conflicto en la propicepción se trasladaba irremisiblemente hacia la mitología fundacional del país, hacia el relato épico de su construcción por medio de la voluntad del individuo honesto y sacrificado, que se impone frente a la hostilidad de la naturaleza salvaje y de sus moradores incivilizados. El western quedaba así herido de gravedad, atravesado por una corriente psicológica que explotaba los dilemas interiores de los personajes, las rugosidades de su motivación o la fragilidad de sus arquetipos, desde el más honorable al más despiadado.

          El sheriff Will Kane deambula azorado por las calles del pueblo, con el rostro cada vez más sudoroso y envejecido y el aliento más entrecortado, mientras el tic tac de los relojes, presentes en cada pared como una sentencia de muerte inapelable, apremian su desesperación. Solo ante el peligro es la enseña absoluta de este periodo en el que el ciudadano podía quedar desguarnecido de todo derecho ante una simple acusación infundada que lo condenase al escarnio y el ostracismo. Doliente y pesimista, su alegórico discurso se apoya en la cita histórica, propia y ajena, para examinar el comportamiento de la persona corriente cuando le acecha la responsabilidad moral de actuar en un contexto adverso y, además, cuando queda cobijado en la masa informe que da cabida a sus instintos de supervivencia más primarios, disfrazados bajo coartadas de cualquier tipo. El duelo en el que se bate el sheriff Kane, que ni siquiera es oficialmente el dueño de la placa que respalda su autoridad, es contra sus convecinos, que esgrimen como arma el interés egoísta, el pavor cerval, el resentimiento enquistado, la mezquindad pura, la insidia desacreditadora…

          Este tratado acerca del comportamiento colectivo de una comunidad humana se conserva vigente, pues como señalan sus referencias históricas se trata de una moneda común en tiempos de crisis moral y social, como puede ser este terminar de la segunda década del siglo, marcado por la reconcentración nacionalista bajo el ala de la extrema derecha más clasista, racista y xenófoba. Pero también arroja otro aliciente para el análisis contemporáneo, por su igual permanencia en el debate público, como es la perniciosa influencia que los tópicos machistas, consolidados por la tradición cultural común, tienen igualmente sobre el hombre. «Sí, quizás tenga miedo», admite el sheriff Kane en una confesión aún insólita en un personaje de semejante naturaleza. El líder que siente el peso de las circunstancias y que puede verse doblegado ante ellas, que ha de apoyarse en el otro, en la empatía del prójimo. El héroe que no es imperturbable, ni siempre puede ponerse por encima de los acontecimientos que arrasan a los cualquiera. La continuidad de esta idea será literal en ese Tony Soprano que se desmorona en un ataque de ansiedad frente al inexorable agotarse del tiempo y de la vida, simbolizado por los patos que emigran, mientras se pregunta dónde ha quedado el tipo fuerte y silencioso que asumía sus problemas sin exteriorizarlos, como los vaqueros de Gary Cooper, decía precisamente.

          El tiempo es el que imprime una cadencia sostenida e incesante a la intriga, que se construye no solo por la amenaza que se aproxima, sino también por la soga de socorro que se aleja de la mano, cercenada incluso por quienes habrían de sostenerla. Las agujas avanzan prácticamente en tiempo real, la  melodía de Dimitri Tiomkin marca un compás de pesaroso fatalismo y el montaje de Elmo Williams espolea el relato con precisión. La cobardía del sheriff no es completa como la del Lord Jim de Joseph Conrad -uno de los nuestros-, pues se sostiene en pie hasta que le alcance un destino que se presume funesto, ya que un verdadero hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer. Aunque esta resistencia es más ética que viril, al estilo por ejemplo del Henry Fonda de otro emblema del periodo como Doce hombres sin piedad. Y, de nuevo, la conclusión que encolerizaba a John Wayne advierte de que cualquier redención que pueda leerse de las acciones del desenlace es equívoca o, cuanto menos, dudosa.

          Unos años después, Wayne se uniría a Howard Hawks, otro indignado por Solo ante el peligro, para rodar una especie de versión del argumento desde su propio punto de vista: Río Bravo.

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Nota IMDB: 8.

Nota FilmAffinity: 8,1.

Nota del blog: 9.

Dies Irae

23 Mar

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Año: 1943.

Director: Carl Theodor Dreyer.

Reparto: Lisbeth Movin, Thorkild Roose, Preben Lerdorff Rye, Anna Svierkier, Sigrid Neiiendam, Olaf Ussing, Albert Hoeberg.

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          En una Europa sumergida en el horror absoluto del nazismo, la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, Carl Theodor Dreyer, exiliado en Suecia, rastrea el pasado del viejo continente y, con la intermediación de una pieza teatral preexistente, recupera otro episodio terrible, el de las cazas de brujas que se sucedieron a lo largo de los siglos, para reflexionar sobre la intolerancia, la hipocresía, la heterofobia y la paranoia que dominan la sociedad humana de ayer y hoy, por más que el autor danés -con unas razones probablemente fundadas que se empeñan a contradecir unas golosas analogías para un texto crítico- negase cualquier vinculación entre su filme y la situación de delaciones, secuestros y asesinatos en masa que, por entonces, tenía lugar en territorio ocupado, incluido su país de origen.

El argumento y las imágenes, a mi entender, tampoco comparten esta correlación entre procesos inquisitoriales, pero en cualquier caso Dies Irae percibe y captura una maldad que, atendiendo a la sobriedad cotidiana con la que se retrata la consecución de unas confesiones «voluntarias» y «buenas», o cuanto menos a la aceptación social de estos tortuosos procedimientos judiciales, bien podría asimilarse a la industrialización funcionarial de la muerte perpetrada por sujetos como Adolf Eichmann.

          Ambientada en el siglo XVII, Dies Irae es una inmersión en las sombras, metafórica y literalmente. Como La pasión de Juana de Arco, es la crónica de un proceso de crueldad justificada por la religión. Y, de nuevo, se establece una colisión abrupta entre las emociones manifestadas en el rostro humano y la austeridad espartana del escenario, que las ensalza. Pero la nívea crudeza que enmarcaba las facciones de Maria Falconetti en los planos más célebres de aquella, entra aquí en contraste con las tinieblas que perturban la composición, destacan ademanes feroces o siniestros, y coartan parcialmente la expresión de los personajes o los sumergen en una inquietante ambigüedad. Incluso las escenas bucólicas y soleadas están condenadas a romperse por la aparición de un símbolo disruptor, como la leña destinada a alimentar la hoguera ejecutoria.

El trabajo con la iluminación y la sombra, prácticamente expresionista, resulta espectacular, sobrecogedor. Y afecta principalmente a dos mujeres capitales en el relato: Marte Herlofs (Anna Svierkier), acusada de tratos con el maligno, y Anne Pedersdotter (Lisbeth Movin), la joven esposa del reverendo, sobre la que sobrevuela una difusa herencia del mal. El conmovedor patetismo, la subversiva rabia y la desasosegante perversidad que alterna la gestualidad de Svierkier desencadena sensaciones encontradas e intensas, que se repiten con la posterior transformación de la segunda, condicionada por el prejuicio de quien la mira -los personajes, el espectador-. Aunque asimismo, es necesario reconocerlo, por la propia interpretación de Movin y sus ensayos de femme fatale.

          En esta línea, Dreyer plantea el conflicto y la tensión que deriva de él -la posesión íntima, la amenaza fatal- como una maldición que, en realidad, mana de cada individuo implicado en ella. Los personajes, pues, son apenas siluetas en manos o a ojos del otro, como parecen indicar escenas de estremecedora potencia visual como el encuentro de los amantes en los campos tras la tragedia. Marionetas sin capacidad sobre su propio destino, a merced de la iniquidad, la misericordia o el simple interés del prójimo. De un prójimo que, además, es masa. Por presumibles cuestiones de producción, pero con afortunado provecho expresivo, su presencia en la escena se reduce al tumulto, al ruido.

          La angustia latente medra a cuentagotas, fruto de una narración pausada hasta lo contemplativo, interesada no por la acción o, desde luego, por el morbo de lo escabroso, sino por las convulsiones que avanzan en el interior de unos protagonistas que son observados con cierta objetividad, que no frialdad, pues los primeros planos, decíamos, muestran sus emociones con recogimiento y devoción. La realización tampoco se concentra en el plano fijo de instinto pictórico, puesto que Dreyer también emprende trabajados movimientos de cámara en escenas como la huida de Merte o la presentación del lecho mortuorio de Laurentius. Aunque también sería hipócrita por mi parte si no admitiese que, a ratos, uno le pedía más viveza a la película.

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Nota IMDB: 8.

Nota FilmAffinity: 8,2.

Nota del blog: 7,5.

M, el vampiro de Düsseldorf

7 Mar

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Año: 1931.

Director: Fritz Lang.

Reparto: Peter Lorre, Otto Wernicke, Theodor LoosGustaf Gründgens, Friedrich Gnass, Fritz Odemar, Paul Kemp, Georg JohnRudolf Blümner, Franz Stein.

Filme

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         Por desgracia, el trabajo me lleva en ocasiones a buscar información sobre hechos atroces y personas aberrantes. Una de las últimas es José Enrique Abuín Gey ‘El Chicle’, autor confeso de la muerte de la joven Diana Quer. Parte de la recopilación de datos me condujo a sus redes sociales, ahora de dominio público. Cada foto suya, cada post, está infestado de los más terribles insultos y maldiciones, de deseos de una punición vengativa tan crueles como los propios actos del reconocido homicida. Y leyéndolos, sobre todo en las imágenes que aparece con su familia -sobre todo con su hija, menor de edad-, la sensación que predominaba en mí era la de lástima. Me aterran los linchamientos públicos, por más que los puedan sufrir sujetos de probada maldad; incluso -o en especial- cuando simplemente se reducen a una lapidación frívola con el tuit como arma.

Es un sentimiento que intuyo en varios tramos de la obra de Fritz Lang, como en Furia, Solo se vive una vez, Mientras Nueva York Duerme o, en su ejemplo paradigmático, M, el vampiro de Düsseldorf.

         Uno no sabe decidir si el juicio sumario a cargo de los bajos fondos de la ciudad, pendiente de decidir sobre la vida o la muerte de un asesino de niñas, es una manera de disimular el impacto de las acusaciones contra la sociedad que contiene del relato o una manera de acentuar este retrato monstruoso, tanto o más cuando se refuerza con unos cáusticos montajes paralelos que hermanan al sindicato del crimen con las autoridades civiles -analogía que inevitablemente conduce a pensar en la Alemania herida, desestructurada, volátil y paranoica del periodo de Entreguerras, caldo de cultivo del entonces inminente auge del nacionalsocialismo, cuyo régimen prohibiría precisamente la obra en 1934-.

Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra, parece exclamar este proceso literalmente ‘underground’, en el que el investigado se revela, en cierta forma, como un producto involuntario de unas circunstancias propias y ajenas. Una trágica víctima de una naturaleza innata tampoco demasiado distante de la criatura de Frankenstein que aquel mismo año también era cazada sin cuartel con horcas y antorchas a través de los estudios de Hollywood.

Por otro lado, esta conexión funda la primera vinculación estética entre las turbias y retorcidas sombras del expresionismo que había cultivado Lang y su transferencia al otro lado del charco, que se canalizará con el cine de terror pero que, además, será igualmente asimilada por el cine negro estadounidense, aunque en este caso acondicionada sobre una paradójica crudeza realista. En este sentido, M, el vampiro de Düsseldorf es considerada una de las primeras muestras del cine de asesinos en serie. Sea esto estrictamente cierto o no, reivindica de nuevo el papel de Lang como pionero de los géneros cinematográficos, atributo que se le asigna asimismo por El doctor Mabuse con el cine policíaco y Los espías con los filmes de espionaje.

         El autor vienés se embarca aquí en su primera película sonora, y lo hará sin plegarse a las  comodidades del sonido, que utiliza como un recurso expresivo más y no como una solución universal. Los créditos silentes y misteriosos que se cierran con un severo golpe de percusión. La canción infantil como factor inquietante que revela la amenaza latente y el morbo por lo escabroso que siente la conciencia colectiva -una innovación fundacional en la época, al igual que el leitmotiv del silbido de En la gruta del rey de la montaña o el uso de la voz en off para exponer los procedimientos policiales que también asumirá el cine de gángsters norteamericano-.

Más adelante se halla una clara muestra de esta combinación de narrativa visual y contrapunto sonoro. Es el único asesinato que acontece en el metraje. Después de una soberbia introducción que empuja la tensión subyacente por medio de un montaje paralelo entre los peligros urbanos y el refugio doméstico, entre la certeza de la amenaza y el cada vez más desasosegante vacío en el hogar, la consumación del crimen queda expresada a través de tres planos fijos -una silla desocupada, una pelota que cae, un globo que escapa-, demoledores en su sencillez y su significado. Tras el tempo y aliento contenido, que certifica un breve fundido a negro, ese nerviosismo contenido estalla en la alarma social que gritan los vendedores de periódicos y su proclama de una edición extraordinaria. La correspondencia con estas imágenes fijas vendrá posteriormente con los destrozos materiales, humanos y morales que explican la captura del fugitivo en un edificio de oficinas.

         El montaje paralelo es una herramienta especialmente presente en M, el vampiro de Düsseldorf, y Lang no la emplea solo para espolear la angustia creciente de la platea, sino también con intereses críticos -como se aludía con la homologación de delincuentes y policías- y hasta humorísticos -la alusión durante el interrogatorio al fallecimiento de un vigilante de seguridad-. Porque M, el vampiro de Düsseldorf es una obra cargada de una tremebunda y rabiosa mala baba -la acusación literalmente ciega, el derecho a la defensa reducido a un vagabundo alcoholizado-, análoga a la que le empujaba al director austríaco a despeñar incontables veces por las escaleras a Peter Lorre en aras de la perfección de la escena. 

Lorre, que era un actor fundamentalmente ligado a la comedia, posee unos rasgos particularmente adecuados para las intenciones de la obra: de ojos bulbosos, expresión infantil y aspecto inocente, bobalicón, obsesivo, azorado o patético, según las exigencias de la historia. Una figura digna de, al menos, una empatía mínima y esencial, que es el punto de apoyo desde el que Lang enfrenta a la sociedad con su reflejo. Cuando Lorre presenta su desesperado alegato lo hace mirando directamente a la cámara, prácticamente rompiendo la cuarta pared. Es el cliché vuelto del revés, convertido en bumerán que se revuelve contra aquel que lo arroja, impulsado por la comodidad moral de la fantasía y sus códigos; una reversión que todavía en el cine de hoy es motivo de innovación y de impacto.

En M, el vampiro de Düseldorf, el ente criminal sobre el que Lang pone el foco no anda escondiéndose por las esquinas de la ciudad. Originalmente, el título de la cinta era Los asesinos están entre nosotros.

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Nota IMDB: 8,4.

Nota FilmAffinity: 8,3.

Nota del blog: 9,5.

La noche del cazador

13 Dic

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Año: 1955.

Director: Charles Laughton.

Reparto: Billy Chapin, Sally Jane Bruce, Robert Mitchum, Lillian Gish, Shelley Winters, Evelyn Varden, Don Beddoe, James Gleason, Gloria Castillo, Peter Graves.

Tráiler

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         Un grupo de críos juega en un patio de recreo. Hay elementos del escenario que están ocultos por el encuadre del plano pero que ofrecen sugerencias perturbadoras. Los pequeños entonan a coro una cancioncilla «Hing hang hung. See what the hangman done. Hing hang hing hang hing hang hung. See what the hangman done. Hung hang hing. See the robber swing. Hing hang hing hang hing hang hing hang. Hing hang hung. Now my song is done. Hing hang hung. See what the hangman done. Hung hang hing. See the robber swing. Hing hang hing hang hing hang hing hang. Hing hang hung». Mira lo que ha hecho el verdugo, mira retorcerse al ladrón. Estridente y repetitiva, se clava en los oídos de los niños protagonistas, cuyo padre acaba de ser ejecutado en la horca, y en los oídos del espectador.

Personalmente, considero que esta es una de las escenas más terribles de La noche del cazador, entre otras cosas por su manifestación de uno de los elementos capitales de la obra: la crueldad que todo lo domina, la vileza presente en el ser humano desde su misma infancia, por más que se idealice ingenuamente su presunta inocencia.

Porque La noche del cazador está narrado como si se tratase de un cuento tradicional. Y los cuentos tradicionales son relatos que, pese a su lavado de cara contemporáneo -en buena medida gracias al cine-, entrañan una enorme violencia, con tragedias funestas, abandonos innombrables, latencias sexuales y acciones sanguinolentas; por lo general en marcos históricos definidos por la desesperación y la brutalidad. En este particular, el periodo en el que se ambienta la narración, desbordado de familias depauperadas, inanición rampante y niños expósitos que vagan en pos de su supervivencia, es la Gran Depresión.

         La primera y última película dirigida por Charles Laughton es un cuento de terror formulado en imágenes barrocas y expresionistas -el poder de la sombra, la geometría de la composición, las figuras en escorzo, el lirismo de lo aberrante-, en las cuales explosiona un contraste abrupto entre la cruda realidad del escenario y la imaginería fantástica -bíblica, popular- que aplican sobre ella los hermanos protagonistas, perseguidos por un ogro o un barba azul disfrazado de predicador si bien, de nuevo, asentado sobre los hechos verdaderos -el asesino en serie Harry Powers, ajusticiado en los años treinta por el asesinato de dos mujeres viudas y tres menores-. La pesadilla de una América gótica.

El trazo onírico y exagerado del cineasta permite asimilar la agresividad de los acontecimientos con un halo poético -la naturaleza romántica- hasta en sus últimas consecuenciaslas ondas del cabello mecidas en armonía con las corrientes del río-. Laughton y Mitchum también lo aplican, esta vez con un tono entre alucinado y cartoonesco, a la esencia de este aterrador predicador errante; un ente por momentos sobrenatural pero que, al mismo tiempo, entre saltos, muecas y alaridos, puede transformarse en un guiñol de barraca o en un dibujo animado. Los tatuajes en los nudillos (HATE, «odio», y LOVE, «amor»), su caracterización estrafalaria, su retórica antiguotestamentaria, el corpachón, el bramido atronador y la gestualidad desbordada de Mitchum. El carisma del predicador Harry Powell es abrumador, lo que lo erigirá en uno de los grandes monstruos del cine.

         Decía François Truffaut de La noche del cazador que era un filme experimental que realmente se atrevía a experimentar. La herencia del expresionismo alemán se evidencia en una plasmación en fotogramas que bebe en abundancia del cine mudo, de su sus imágenes profundamente físicas y expresivas -potenciadas por la fotografía del experto Stanley Cortez-, e incluso de recursos gramaticales como el ‘iris shot‘ y de sus estrellas olvidadas, en este caso Lillian Gish. Aunque, sin perjuicio de lo anterior, la obra necesita del sonido para redondear sus tétricas vibraciones. El perfil lejano pero ya identificable del villano al acecho, recortado en el horizonte, resulta espeluznante por sí mismo. Aun así, la voz cavernosa de Mitchum mientras canta su himno -que de hecho antecede a su aparición- refuerza los efectos inquietantes de la composición visual.

         El argumento, no obstante, trasciende la mirada infantil para desarrollar un retrato perverso del ser humano, tanto en su individualidad como, especialmente, en su agregación como masa irracional. En La noche del cazador existen figuras maternales benefactoras, pero de su exposición se extraen, particularmente, pronunciados alientos misóginos que, en paralelo, conectan con las citadas pulsiones sexuales del cuento, que aquí pueden entreverse en el simbolismo de la navaja automática, penetrante herramienta ejecutora que, en un detalle significativo, reacciona ante el erotismo femenino desatado, sea en un antro de striptease, sea ante las inclinaciones amorosas de una adolescente.

La influencia de la cosmovisión religiosa es patente en este sentido. Las nociones de pecado, castigo y redención dominan unos acontecimientos en los que participan falsos profetas que representan una idea abstracta del Mal, adoradores hipócritas que navegan entre dos aguas al albur de sus apetencias y una protectora ‘mamá oca‘ que, de forma casi metalingüística, interpreta y reconduce la narración en curso.

         Tras su fracaso en taquilla, quizás demasiado turbadora y extraña para la época, La noche del cazador sería posteriormente reivindicada como gran clásico del séptimo arte.

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Nota IMDB: 8.

Nota FilmAffinity: 8,2.

Nota del blog: 9.

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