Tag Archives: Deep South

Pinky

4 Mar

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Año: 1949.

Director: Elia Kazan.

Reparto: Jeanne Crain, Ethel Waters, Ethel Barrymore, William Lundigan, Evelyn Varden, Griff Barnett, Frederick O’Neal, Basil Ruysdael, Raymond Greenleaf, Dan Riss, Arthur Hunnicut, Kenny Washington.

Tráiler

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          Serie en la que Misha Green recupera los años cincuenta estadounidenses de las leyes Jim Crow para ponerlos, a través de un argumento fantástico, en diálogo con el presente del Black Lives Matter, en Territorio Lovecraft una mujer negra descubre que ha ingerido una poción que la metamorfiza en una mujer blanca, lo que le provoca un dilema entre la fidelidad a sí misma o el disfrute no solo de privilegios sociales, sino de derechos civiles básicos antes vedados por la fuerza del racismo. En Pinky, estrenada en 1949, una enfermera regresa al hogar, situado en un pueblecito de Alabama, y reconoce avergonzada ante su abuela, una limpiadora negra que se ha dejado la espalda lavando ropa para pagarle los estudios, que se ha aprovechado de la insólita palidez de su piel -de ahí su apodo, Pinky, literalmente «sonrosada»- para, por omisión, hacerse pasar por blanca. «He sido tratada como un ser humano, como una igual», alegará entre lágrimas para justificar sus motivos.

          La distancia de siete décadas entre ambas producciones habla de las dificultades del presunto país de la libertad a la hora de abordar y resolver las hondas disfunciones y desigualdades sociales que yacen en su seno, recrudecidas tras la revitalización y aceptación de una vía política ultraconservadora de esencia supremacista, xenófoba y machista. También descubre la valentía de una película que, en su momento, llegó a ser censurada en la localidad texana de Marshall por sus muestras de amor -e incluso de delictuoso deseo sexual, tanto daba- hacia una mujer negra. Curiosamente, ese mismo año también llega a las salas El color de la sangre, que lleva al cine la historia real de un doctor afroamericano y su familia que recurrieron a hacerse pasar por caucásicos en la Nueva Inglaterra de los años treinta y cuarenta para poder mejorar sus condiciones de vida.

No son las únicas obras que desarrollan una reflexión social a partir de esta ‘infiltración’ racial. Ahí está, diez años después, el caso de la joven mestiza de Imitación a la vida. El mismo 1959 en el que, desde el underground guerrillero e improvisado, John Cassavetes exponía las andanzas por un Nueva York jazzístico de tres hermanos afroamericanos, aunque de distintos todos de piel, en Sombras. A partir de esta premisa, Philip Roth continuaba examinando la médula moral de los Estados Unidos en La mancha humanacon posterior versión cinematográfica-. Otras, como la novela francesa Escupiré sobre vuestra tumbatambién adaptada a la gran pantalla– o The Black Klansman, desarrollan feroces ejercicios de violencia y venganza. Historias de conciliaciones imposibles como la que, desde Reino Unido, entregará Crimen al atardecer.

          Pinky no es especialmente optimista en este sentido, aunque es antimaniquea en la composición del paisaje humano de este villorrio que Elia Kazan -¿o quizás ese John Ford que miraba con lírica melancolía al viejo Sur y a quien había sustituido el cineasta grecoamericano después de que el todopoderoso Darryl F. Zanuck lo despidiera a la semana de comenzar el rodaje?- presenta, en primera instancia, como surgido de una ensoñación fantasmagórica, sumido en una suave fotografía que transmite cierto romanticimo ajado, colonizado por el musgo español, erizado con unos vallados que, afilados e irregulares, parecen propios de un cuento gótico. El escenario lo preside de fondo una mansión semirruinosa que, abandonada por los esclavos que la mantenían en pie, resume la decadencia de este viejo paraíso levantado desde el racismo y la reducción del ser humano a simple mercancía.

Sin renunciar a las vías de conciliación -la amistad entre la criada y la señora, producto de la convivencia y el entendimiento directo y sincero-, el relato aborda la pervivencia y sistematización de esta estructura social a través de situaciones donde la denuncia es descarnada y agresiva. Su virulencia se conserva vigente, y por eso es hoy todavía más terrible y potente. Con todo, tal vez se le pueda achacar cierto clasismo a su perspectiva: las principales actitudes de odio proceden de personajes vulgares -e incluso de aspecto desastrado, como el jefe de polícía, o vicioso, como los violadores alcoholizados-. En cambio, a excepción de la señorona litigante, chismosa y advenediza, aquellos que podrían considerarse como la élite social del lugar -la patrona, el médico, el abogado, el magistrado- no muestran una disposición negativa tan clara, si bien con determinados matices -el juez que duda de la palabra- que contribuyen a otorgarle profundidad a la mirada.

          En este sentido, Pinky trata de poner al espectador presuntamente desprejuiciado y progresista ante el espejo, utilizando para ello una figura ajena a este microsmos particular: el novio de la protagonista, un doctor bostoniano que descubre la ascendencia de su enamorada y pone a prueba sus sentimientos tanto desde el punto de vista emocional como racial. Una cuestión que, de hecho, podría girarse hacia el propio estudio, que había rechazado a candidatas como Lena Horne, afroamericana, para darle el papel a una actriz anglosajona, Jeanne Crain, a fin de rebajar inflamables polémicas como la que, aun así, terminaría estallando en Texas.

Sea como fuere, este conflicto orientado hacia la platea se combina con la tensión dramática que experimenta Pinky a raíz de su disyuntiva entre abrazar su problemática herencia o huir de ella hacia un futuro expedito. Hay un recorrido de aprendizaje, un tradicional viaje del héroe al que, sin embargo, Crain tampoco le extrae todo el jugo merced a una interpretación más bien convencionaleso sí, nominada al Óscar-, sobre todo en comparación con la conmovedora dignidad que transmite Ethel Waters –también postulada a la estatuilla en la categoría de actriz secundaria, compartiendo papeleta con otra compañera de reparto, Ethel Barrymore-.

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Nota IMDB: 7,2.

Nota FilmAffinity: 6,7.

Nota del blog: 9.

Easy Rider (Buscando mi destino)

2 Mar

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Año: 1969.

Director: Dennis Hopper.

Reparto: Peter Fonda, Dennis Hopper, Jack Nicholson, Luke Askew, Luana Anders, Sabrina Scharf, Toni Basil, Karen Black, Warren Finnerty, Antonio Mendoza, Phil Spector.

Tráiler

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         En el cambio de las décadas de los sesenta y setenta, los Estados Unidos afrontaban una profunda crisis de identidad en la que, entre otros factores como la lucha por los derechos civiles y la igualdad racial, la Guerra de Vietnam se estaba convirtiendo en una cuña que partía por la mitad una sociedad neurótica que no había estado tan polarizada desde la Guerra de secesión. Con huellas todavía visibles en el presente, medio siglo después, surgía entonces un intenso cuestionamiento de conceptos como el patriotismo, la libertad, las garantías individuales o la honestidad del sistema oficial. En este contexto, Easy Rider brotaría como una película radicalmente conectada con las pulsiones del momento, enraizada en esa contracultura que reinventaba las posturas tradicionales en cuanto a la estética, el lenguaje, la música, las drogas y, sobre todo, la mirada hacia el país. También, por supuesto, el cine, en el que nacía un Nuevo Hollywood.

         Los moteros que emprenden el viaje en Easy Rider son melenudos, han hecho fortuna con el trapicheo de cocaína y rechazan las comodidades burguesas que les puede ofrecer el American Way of Life, así como las esclavitudes de una vida corriente, con un reloj de pulsera como simbólica cadena opresora. Aunque el statu quo también los repudia a ellos por insubordinados, lo cierto es que entroncan con una esencia nacional ya olvidada o marchita. Son herederos del ‘hobo’ que se lanza al camino en busca de la última frontera virgen, que a su vez se emparenta con el jinete que avanza hacia el Oeste que busca su propio Destino manifiesto en el país de las oportunidades.

La road movie es una de las enseñas del periodo. Los caballos ahora son de acero. La carretera es el último territorio verdaderamente libre en una nación que ya no es nueva, que no está por construir, que muestra ya las corrupciones de la edad. «Este solía ser un país cojonudo», lamenta el picapleitos en la deriva de su marasmo alcohólico, devorado por una desidia terminal. Porque, en realidad, Easy Rider es un recorrido por los Estados Unidos. De costa a costa. De Los Ángeles hasta Nueva Orleáns, donde el Destino manifiesto es el Mardi Gras. Es decir, el carnaval, que no es sino la fiesta de la subversión por antonomasia. Y donde las máscaras permiten vivir sin máscaras.

         Mientras sigue la ruta de gasolina y estupefacientes, Dennis Hopper rastrea símbolos. La bandera que ornamenta el casco y el depósito de la moto, las catedrales de piedra del Monument Valley, Paul Bunyan, los pueblecitos de los pioneros. Ahora, a ellos se unen las comunas hippies que tratan de llenar de flores y frutos el desierto; el rock que proclama que nacimos para ser buenos salvajes.

Solo el recorrido a través de los paisajes con la banda sonora de fondo ya valdría como justificación de la obra, que deja otros detalles estilísticos propios de la época como esas elipsis marcadas mediante un ‘parpadeo’ de planos o una escena lisérgica un tanto más anticuada. Entre medias, se intercalan encuentros que se exponen a través de esa mirada entre optimista y melancólica del Capitán América de Peter Fonda. También dan pie a un desarrollo que parece ligado al acid-western del periodo, pues el viaje se dirige hacia la pesadilla, hacia la muerte premonitoria. Trágica y violenta, como un estallido. Las utopías son asuntos venusianos.

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Nota IMDB: 7,3.

Nota FilmAffinity: 7.

Nota del blog: 8.

Richard Jewell

6 Ene

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Año: 2019.

Director: Clint Eastwood.

Reparto: Paul Walter Hauser, Sam Rockwell, Olivia Wilde, Jon Hamm, Kathy Bates, Nina Arianda, Ian Gomez, Niko Nicotera.

Tráiler

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         Las discusiones posteriores a El francotirador me hicieron dudar muy seriamente acerca de mi interpretación de la película, que consideraba un homenaje bastante directo a un héroe americano, primer paso de esa exploración del heroismo en la que Clint Eastwood ha convertido el último trecho de su filmografía como director. Pese a los convincentes argumentos que apuntaban a que el retrato del soldado Chris Kyle escondía mayores matices -o interesada ambigüedad, según se mire-, continuaban pareciéndome problemáticos a este respecto asuntos como el empleo como punto de giro dramático de los atentados del 11 de septiembre, que el enemigo iraquí se dedicase a taladrar cráneos de inocentes infantes o, emparejando el discurso del filme con el de su autor fuera de la pantalla, que Eastwood se pronunciara públicamente a favor de las posiciones políticas del Partido Republicano.

En sus declaraciones, Eastwood suele definirse a través de unas pautas ideológicas muy concretas: es un libertario alérgico a las manifestaciones de un poder estatal y le gusta llamar al pan, pan, y al vino, vino, sin los relativismos propios de estos tiempos de verdades líquidas -y ajustándolo, claro, a esa cosmovisión propia de un hombre que este 2020 cumplirá noventa años y que parece propeso a mitificar unos comportamientos presuntamente viriles que, de haber sido ciertos alguna vez, están ya afortunadamente matizados o superados-. Aunque nunca figure acreditado como guionista, su estatus merecidamente adquirido dentro de la industria le garantiza una evidente influencia en sus proyectos o, al menos, en la elección de aquellos que mejor se ajusten a sus intereses, a la manera de John Ford.

         Richard Jewell es una película de buenos y malos.

Los villanos son caricaturescos: arrogantes, ambiciosos, corruptibles, irresponsables, sabihondos y fulleros. Representan al Estado, titán que coarta la iniciativa del individuo libre, y a los medios de comunicación, capaces de convertir la verdad en mentira y la mentira en verdad –como acusa insistentemente Donald Trump-. Juntos conforman un sistema que oprime al ciudadano bajo su peso descomunal. Y, además, los actores que los encarnan -Jon Hamm y Olivia Wilde- son condenadamente guapos, lo cual no deja de ser otra forma de poder, una de las nuevas formas de discriminación del mundo contemporáneo que rinde culto a la imagen exterior mientras desatiende los valores interiores. En resumen, son tipos en absoluto honestos, esa virtud invocada como un mantra en el discurso público estadounidense.

Por su parte, los buenos son gente sencilla -hasta la simplonería-, ajena a sofisticaciones presuntuosas, trabajadora hasta decir basta en busca de un futuro mejor, amantes con su familia y respetuosos y serviciales con la autoridad y la ley. Si acaso, se les puede imputar algún pecadillo pintoresco, como comerse las hamburguesas de diez en diez, olvidarse de pagar los impuestos o acumular arsenales militares en el sótano de casa. Es decir, una composición que podría ajustarse a esa visión idealizada que, atendiendo a los testimonios que pueden verse en televisión, el americano medio tiene de su país y de sí mismo.

         Eastwood ya se había acercado a la sensibilidad de Frank Capra en Sully, otra cinta en la que arremetía contra el cuestionamiento que la Administración y la autoridad empresarial realizaba contra un héroe inmaculado, ejemplo de cómo la determinación y el buen hacer del hombre común puede contribuir si no a cambiar el mundo, al menos a salvarlo moral y, allí, físicamente. Todo el mundo puede ser un héroe, incluso un patán zampabollos al que su entrega en la defensa de la justicia le lleva a un extravagante exceso de celo profesional. Más que incluso, especialmente él, un Juan Nadie a quien tratará de aplastar la maquinaria del poder establecido, que lo rechaza y desprecia -en dicha obra del cineasta italoamericano, por cierto, el amarillismo periodístico desempeñaba asimismo un papel capital-. Un Leviatán contra el que se ha de luchar desde esa misma convicción individual, también libre y voluntariamente asociada con otros individuos. A pesar de que, dada la potencia del sistema, uno pueda quedar ya estigmatizado para siempre, como un tupper marcado con rotulador indeleble.

         Eastwood desarrolla la historia con su característico clasicismo de corte discreto y elegante, que, al igual que sus protagonistas, no quiere ser pomposo. No obstante, unas veces por las líneas del guion, otras por su exposición en pantalla, suelta brochazos como la presentación de la reportera o la alusión al totalitarismo soviético. En esta línea, el uso de la minimalista banda sonora es enfático y sensiblero. Y, quizás por cosas de la edad, la narración deja una sensación de cierta torpeza en la transición entre escenas, aparte de entregar unas más bien desmañadas tomas multitudinarias. Richard Jewell se sostiene en gran medida por las actuaciones de Paul Walter Hauser, que alcanza una excelente naturalidad, y de Sam Rockwell, que fructifican en una efectiva relación personal.

         Pero, en cualquier caso, al término de la función todavía cabe formular otra pregunta: ¿Se puede considerar a Eric Rudolph como otro prototipo representativo de los Estados Unidos al igual que Richard Jewell?

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Nota IMDB: 7,7.

Nota FilmAffinity: 7,3.

Nota del blog: 6.

Green Book

4 Mar

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Año: 2018.

Director: Peter Farrelly.

Reparto: Viggo Mortensen, Mahershala Ali, Linda Cardellini, Sebastian Maniscalco, Dimiter D. Marinov, Mike Hatton.

Tráiler

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         Las vueltas que da la vida en el cine. Después de convertirse en el adalid de la comedia escatológica de los noventa junto a su hermano Bobby y de atravesar una amplia barrena en taquilla en las décadas sucesivas, el bueno de Peter Farrelly se encuentra hoy encumbrado como el director de la flamante vencedora del Óscar a la mejor película con Green Book, en la que, en lugar de chistes con fluidos corporales, se aborda un asunto serio, y por desgracia vigente, como es el racismo existente en la sociedad estadounidense.

Lo hace de la mano de la amistad entre el pianista y compositor afroamericano Don Shirley y su chófer italoamericano, Tony ‘Lip’ Vallelonga -quien por cierto terminaría haciendo incursiones en el cine en obras como El padrino, Manhattan Sur, Vínculos de sangre, Uno de los nuestros, Donnie Brasco o Los soprano, donde su origen étnico y la imagen asociada a él es precisamente relevante-.

        Green Book asienta por tanto su relato sobre el esquema de la relación íntima entre dos caracteres antagónicos -aparte de la contraposición entre el vitalismo y el tormento de cada uno y del conflicto racial de base, también se produce un choque de clase social e intelectual-, en cuyo recorrido -aquí literal, al tratarse de una road movie- se entremezclan y contaminan sus personalidades.

El filme posee los mimbres para que esta estructura, tan tradicional y trillada como efectiva si se maneja bien, funcione adecuadamente. Es decir, un protagonista carismático, encarnado con autenticidad y simpatía por  Viggo Mortensen, que halla un notable contrapunto dramático e interpretativo en el atildado y trágico músico con el que Mahershala Ali consiguió su segunda estatuilla al mejor actor secundario después del cosechado dos ediciones atrás con Moonlight, una cinta con puntos de contacto temáticos con la presente.

         Así, la narración se sigue sin esfuerzo y con una sonrisa complacida. Green Book es fácil de ver, el ritmo es ligero, la realización clásica y el humor derivado de la convivencia y el absurdo de algunas situaciones se combina con la denuncia antirracista y con el acercamiento emocional, gracias o por culpa de que la suya no deja de ser una fórmula que se conoce al dedillo y que, además, no trae consigo sorpresa alguna, lo que es extensible a una resolución sensiblera y en exceso edulcorada.

En ella, Green Book escoge la opción de generar una empatía esencial en defensa de la dignidad básica de todo ser humano frente al cuestionamiento en profundidad y la abierta rebelión desde el espíritu crítico. El ejercicio de ‘poner en la piel del otro’ es un camino totalmente legítimo y que, desde esta identificación emocional, también es capaz de despertar conciencia. Pero en este caso, como decíamos, evoluciona hacia una apuesta sentimentalista por el ‘todo el mundo es bueno’ gratificante y acomodaticia en último término; por la acción individual de corte capriano como vía para corregir los desmanes de un sistema que parece ajeno y no consustancial a quienes forman parte de él; por le reconciliación personal como reconciliación colectiva que reconstruye la gran y heterogénea familia americana.

La sonrisa complacida no tiene detrás esa rabia o esa mordiente que quizás sí demandaba semejante trasfondo y sus resonancias presentes. Bien podría comparase con el desenlace y la agresiva coda de imágenes documentales que arrojaba Infiltrado en el KKKlan, con la que competía por el máximo galardón de la Academia norteamericana.

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Nota IMDB: 8,3.

Nota FilmAffinity: 7,6.

Nota del blog: 6,5.

El sol siempre brilla en Kentucky

13 Feb

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Año: 1953.

Director: John Ford.

Reparto: Charles Winninger, Arleen Whelan, John Russell, Stepin Fetchit, Russell Simpson, Ludwig Stössel, Paul Hurst, Mitchell Lewis, Clarence Muse, Elzie Emanuel, Milburn Stone, Jane Darwell, Dorothy JordanFrancis Ford, Slim Pickens, Henry O’Neill, Grant Withers.

Filme

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         John Ford, un tipo propenso a la declaración esquiva o chocante, a construir su propio mito transfigurándose en un personaje fordiano, solía afirmar que El sol siempre brilla en Kentucky era su preferida de entre las películas que había dirigido.

Lo cierto es que el filme es una de esas piezas en la que se materializaban en fotogramas su nostalgia de tiempos pasados, de escenarios míticos modelados a partir de fantasías folclóricas sobre una arcadia perdida -aunque no idealizada, a pesar de que pudiera parecerlo en un vistazo superficial-. Es este un universo fabulado que se rige por los valores de la pequeña comunidad: esa decencia declamada por los estadounidenses como virtud fundamental del ciudadano, la solidaridad con el vecino, la unidad entre diferentes mediante el respeto de unos principios y unos símbolos compartidos.

De hecho, Ford se había adentrado ya en este somnoliento escenario sureño de principios del siglo XX en El juez Priest, quizás la mejor de sus colaboraciones con el popular cómico Will Rogers, que encarnaba en sí mismo, a través de su querido personaje público, todos estos conceptos ideales. La sabiduría del terruño, práctica, empática y ajena a pomposidades e imposturas; la sobriedad y el cultivo del pequeño placer como camino que conduce a una realizadora plenitud; la capacidad para asumir las propias falencias y las pequeñas excentricidades con una media sonrisa de estoica autoironía; la rectitud moral, que no moralista, como guía para lidiar con las problemáticas sociales y personales del entorno; un profundo sentido de la humanidad como manual de vida y convivencia sin distinción de raza, credo o color. El héroe fordiano quintaesencial, un Abraham Lincoln en potencia pero orgullosamente de andar por casa, a pie de calle.

         En El sol siempre brilla en Kentucky, y ahora con el rostro de Charles Winninger, Ford se reencuentra con este juez casi oficioso, más orientado por su experiencia, instinto y comprensión que por los códigos legales, en tres nuevas aventuras que unifica en un solo largometraje sin que aparezcan fisuras e incoherencias en su fusión, amalgamada por la naturaleza del personaje y por las tonalidades crepusculares, tiznadas con la inevitable melancolía marca de la casa, con la que el cineasta la aborda. La despedida del juez en pantalla prácticamente prefigura el retorno al vacío, con una puerta que se cierra tras de él, del tío Ethan de Centauros del desierto, solo que esta vez el protagonista desaparece puertas adentro, en las sombras de su propia casa, en el pueblecito arquetípico del que es un auténtico pilar maestro. Antes lo ha redimido. Quizás por última ocasión, a pesar del premio que pueda recibir por salvarlos de nuevo «de ellos mismos».

         Hay por ello una inevitable tristeza en sus episodios costumbristas, pintorescos, etílicos e incluso añejos en su uso de los estereotipos, como el siempre polémico personaje con el que Stepin Fetchin hizo carrera y que hoy desataría las iras de cualquier analista concienciado con la igualdad de los afroamericanos. Hay drama en su comedia, lacerada por la noción de su propia agonía, ya irreparable. El sur, derrotado aunque digno, cede paso al progreso nordista -también desde una firme voluntad de respeto, honorabilidad y reconciliación estatal, vez sí sublimada-. El campechano juez apenas resiste los embates del altisonante aspirante. Él y sus compinches son recuerdos sentimentales de heridas antiguas, reliquias vivientes merecedoras del destierro, rezan los libelos políticos en la campaña electoral que amenaza con dar el descabello definitivo a esta época.

         Ford, que tenía una consciencia de sí mismo como un individuo anacrónico, que miraba el país desde esta perspectiva secular enraizada en unas tradiciones sincréticas, captura el poderoso lirismo de esta luminaria que se apaga, ignorada por las letras capitales del relato histórico.

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Nota IMDB: 7,1.

Nota FilmAffinity: 7,3.

Nota del blog: 7,5.

Ladrones como nosotros

4 Ene

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Año: 1974.

Director: Robert Altman.

Reparto: Keith Carradine, Shelley Duvall, John Schuck, Bert Remsen, Louise Fletcher, Ann Latham, Tom Skerritt.

Tráiler

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         En Ladrones como nosotros, los protagonistas escuchan constantemente los seriales de la radio, tremendos en su dramatismo y en su romanticismo teatral que subrayan, por oposición, la condición vulgar de los oyentes, envueltos por lo general en una actividad paralela a la narración. Cuando atracan un banco, las tétrica banda sonora de Gangbusters advierte de una terrible amenaza criminal que ellos resuelven con profesionalidad de robagallinas; cuando hacen el amor, los refinados y castos versos del Romeo y Julieta de William Shakespeare contrastan con las calenturas de unos amantes que se tratan con apelativos cariñosos como “Keechie-keechie-cú” y “Bowie-bowie-bú”.

Robert Altman insiste en recalcar, por contexto, por escenario y por diálogo, que los personajes son tipos corrientes, “gente auténtica, como tú o como yo”, según sus propias palabras. Individuos arrastrados por las circunstancias que impone un sistema amañado y que, al final, si su destino les consiente la vida, se entremezclarán con la masa ciudadana de los Estados Unidos, sufrida y mediocre. Ladrones como nosotros, que avanzaba ya el título.

         El retrato criminal del filme, que es un retrato de los Estados Unidos, representado por el depauperado Deep South que atraviesa la Gran Depresión, posee una dimensión antiépica, antirromántica. A sus protagonistas, en resumen, se les niega la excepcionalidad que concede el glamour cinematográfico, capaz de bañar en polvo de estrellas todo aquello sobre lo que pose sus fotogramas. De hecho, en cierta escena, al chico de campo transformado en forajido irreparable, y que encarna Keith Carradine, se le reconocen ciertas cualidades propias de un héroe de película -mientras su antagonista ya había expresado tiempo atrás su sorpresa por que los medios de comunicación, crónica legendaria del presente, lo apodaran ‘Metralleta’ cuando solo había empleado este arma en un único golpe y, además, sin oportunidad de dispararla-. Pero este reconocimiento estelar será justo antes de que sufra una muerte atroz.

Es verdad que esta secuencia de ejecución sumaria recuerda a la sangrienta matanza de Bonnie & Clyde, un hito del periodo -considerado una de las piedras fundacionales del Nuevo Hollywood-, la cual se adentra también en la mitología de los proscritos románticos, una figura de jugosa presencia en el séptimo arte –Solo se vive una vez, El demonio de las armas, Los asesinos de la luna de miel, La huida, Malas tierras, Corazón salvajeAmor a quemarropa, KaliforniaAsesinos natos, Profundo carmesí, Turistas (Sightseers), la reciente serie The End of the Fucking World…-. Pero, a diferencia de los Bonnie Parker y Clyde Barrow de Faye Dunaway y Warren Beatty, los Keechie y Bowie de Shelley Duvall y Keith Carradine no son una pareja de modelos desbordantes de carisma, aventura, violencia y sensualidad, sino pueblerinos que viven un momento de resplandor en la roñosidad de sus vidas antes de reventar en mil pedazos por morder más de lo que pueden -de lo que se les permite- llevarse a la boca. Improbables maniquíes de pasarela, estos últimos solo pueden ser un cutre anuncio publicitario de la Coca-Cola que beben con exagerada afición, irónico símbolo del American Way of Life y su fervor por el consumismo y la marca comercial.

Tampoco es tampoco casual otro paralelismo fílmico. Ladrones como nosotros adapta la misma novela de Edward Anderson sobre la que Nicholas Ray había construido Los amantes de la noche, sublimación romántica de este citado tópico de la pareja de enamorados a la fuga de una sociedad deshumanizada que los repudia y condena; una cinta henchida de un superlativo lirismo, delicado, doloroso y conmovedor. En este caso, la distancia entre Los amantes de la noche y Ladrones como nosotros queda delimitada por la subyugante belleza clásica de Cathy O’Donnell frente al peculiar físico desgarbado de Shelley Duvall.

         “¿Tienes dueño o eres un ladrón como yo?”, le pregunta Bowie a un perro callejero que se cruza en su camino. A pesar de, o con toda esta cobertura desmitificadora, el relato de Ladrones como nosotros engarza a la perfección con la temperatura anímica de finales de los sesenta y principios de los setenta, territorio del Nuevo Hollywood rebelde, contestatario y contracultural que trasladaba a un nuevo escenario, las eternas carreteras del país, el imaginario popular de la inmensidad por conquistar de los pioneros libres, esta vez con un incierto y atribulado sentido de búsqueda existencialista. Ahí relucen ejemplos icónicos como Easy Rider (Buscando mi destino), encaminada como esta hacia la frontera sur, guardiana de las pulsiones y los instintos primigenios, tanto sugerentes como siniestros, de esta América gastada y por descubrir al mismo tiempo. Igualmente, el cine del periodo siente inclinación por evocar el pasado de cuatro décadas atrás, como Propiedad condenada, Danzad, danzad malditos, Tomorrow, El otro, Sounder, El emperador del norte, Como plaga de langosta, El luchador, El último magnate, Los Bingo Long, equipo de estrellas; Esta tierra es mi tierra… en muchas ocasiones, como en la presente, con el identificativo espíritu revisionista de la corriente. Y, como demostraba la citada Bonnie & Clyde, esto abarca con frecuencia inmersiones en el cine de de ambientación policiaca o criminal, como El rey del juego, El infierno del whisky, La banda de los Grissom, El tren de Bertha, Luna de papel, El golpe, Dillinger, Chinatown, Una mamá sin freno o Las aventuras de Lucky Lady. Podría haberse añadido aquí perfectamente Un largo adiós, pero Altman decidió trasladar el libro de Raymond Chandler y el cinismo del detective Philip Marlowe a los por entonces enfebrecidos y enrarecidos tiempos contemporáneos para firmar una de las cumbres de su filmografía. De tono desmitificado, por supuesto.

         Así las cosas, en concordancia con esta mirada desengañada y crítica hacia la historia del país norteamericano -que en el cineasta ya había florado en el Oeste de Los vividores, donde el gran mal y el símbolo definitivo de supuesta civilización quedaba encarnado en el gran capital que todo lo devora-, en Ladrones como nosotros esta noción de fatalismo tradicional del género está asociada al discurso de la obra; esto es, a la extracción socioeconómica de los personajes, condicionados por un entorno de miseria material y moral. Las cartas están marcadas. Y la única vía de escape que ensayan a tientas los protagonistas, que solo puede abrirse a tiros en una espiral de violencia con pocos visos de llegar a buen puerto, los condena aún más. Y a muerte. No hay perdón posible para el que se alza contra su sino. Es el precio de la América democrática, reza la declamación de los créditos de cierre, en tanto que en los créditos iniciales, enmarcados en una huida de prisión con secuestro, irrumpía el himno de los Estados Unidos.

         A juego con todo ello, la narración está articulada de forma un tanto desastrada, sin aparente preocupación o interés por seguir los cánones de cohesión y ritmo al pie de la letra. La fotografía semeja sucia, empañada, mientras que el apartado sonido se percibe totalmente descuidado. Son urgentes notas de producción que habían llamado ya la atención en Los vividores. Y al igual que sucedía con aquel discordante énfasis dramático que se mencionaba al comienzo, toda la música de la película surge de la radio; un mundo paralelo donde se manifiesta una proyección fantasiosamente exaltada del mundo auténtico. Como el cine mismo, en definitiva.

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Nota IMDB: 7,1.

Nota FilmAffinity: 5,9.

Nota del blog: 7,5.

Infiltrado en el KKKlan

22 Nov

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Año: 2018.

Director: Spike Lee.

Reparto: John David Washington, Adam Driver, Laura Harrier, Topher Grace, Jasper Pääkkönen, Paul Walter Hauser, Ryan Eggold, Ashlie Atkinson, Robert John Burke, Ken Garito, Michael Buscemi, Nicholas Turturro, Frederick Weller, Corey Hawkins, Isiah Whitlock Jr., Harry Belafonte.

Tráiler

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         Enmarcado en su discurso sobre el racismo pasado y presente que se encuentra enquistado en la entraña de los Estados Unidos, Infiltrado en el KKKlan reflexiona acerca de la fuerza del cine para configurar y potenciar ideologías, a partir de la influencia que El nacimiento de una nación tuvo en el resurgimiento del Ku Klux Klan y, en general, en la consolidación de las corrientes de rechazo hacia la población negra del país. Una idea que, de igual manera, puede tratar de impulsar en sentido contrario este filme en el que Spike Lee parece por momentos plantear una opción conciliadora no demasiado habitual en su cine militante y rabioso.

Sin embargo, lo cierto es que pocas veces los fotogramas resisten la comparación con las imágenes rescatadas en crudo de la realidad, sin el filtro fantasioso de la representación. Infiltrado en el KKlan cierra su alegato trasladando un relato de un pasado reconstruido -la dramatización del operativo en el que el policía afroamericano Ron Stallworth se infiltró en el Ku Klux Klan en el Colorado de los años setenta– hasta un presente en el que esa semilla de guerra racial fructifica en violentas manifestaciones supremacistas, avaladas por la autoridad política vigente, que estallan en amenazas, palizas e incluso muertes. Estos segmentos documentales propulsan la película recién concluida hasta ponerla a mil revoluciones y hacerla reventar en la cara del espectador, destrozando su ánimo y su conciencia. Dejan hecho polvo. La rememoración del atroz linchamiento del joven Jesse Washington en 1916, narrado de forma directa y sencilla, de viva voz, ya había dado un serio aviso al respecto. El poder de los hechos ciertos, en su comparación y su combinación con una recreación firmemente comprometida pero que también dejaba notas de humor sarcástico, es atronador.

         Infiltrado en el KKKlan, decíamos, es cine combativo. Se abre con tambores de guerra para dar paso a una especie de cortometraje de propaganda locutado por Alec Bladwin mientras, en un breve instante, lucen sobreimpresionados en su rostro las palabras «White» y «House», Casa Blanca -o eso me pareció-. Baldwin, que no por casualidad es un actor que realizó populares imitaciones del entonces candidato Donald Trump durante la campaña de los comicios presidenciales estadounidenses de 2017, irrumpe aquí clamando por la recuperación de la grandeza de América blanca, en un mensaje muy similar al que precisamente esgrimió el empresario neoyorkino en sus lemas y mítines. Su «América first» también se citará más adelante, amén de otras alusiones indirectas y finalmente, por si no había quedado claro, su aparición en pantalla.

La nueva primavera ultraconservadora, clasista, racista y xenófoba es uno de los fenómenos con mayor incidencia en el cine contemporáneo, y un cineasta guerrillero como Lee no podía dejar pasar un tema semejante, habida cuenta de una filmografía en la que la desigualdad del ciudadano negro y sus múltiples manifestaciones y consecuencias conforma un motivo recurrente desde sus comienzos en los años ochenta. Infiltrado en el KKKlan, en definitiva, habla del hoy a partir del ayer. Investiga las raíces de la bomba de relojería que amenaza con estallar en cualquier momento para recordar que ese tic-tac del mecanismo lleva décadas sonando.

         Lee vuelca en la trama y los personajes su habitual furia indignada, que muchas veces tiende a caricaturizar -e incluso simplificar- al declarado enemigo para caer en el panfleto. Con todo, su película policíaca posee ritmo, carisma y sustancia de denuncia, aunque para componer este fresco hiriente que ahora se replica hace alguna trampa histórica -el suceso original ocurre en 1979, con el demócrata y humanista Jimmy Carter de presidente, y no en 1972 con la reelección en ciernes de un Richard Nixon al que se atribuía el apoyo del Klan-. Emplea el celuloide y no el formato digital para dar textura de época al filme, ambientado con ese orgullo de raza que por entonces reflejaba una blaxploitation de la cual, no obstante, el director separa igualmente su esencia tópica y nociva -aquella Super Fly y su camello de tintes heroicos-. Son disquisiciones que no son frívolas ni posmodernas, sino que se incardinan en la invectiva de Lee, en su urgente mensaje de advertencia. De serlo, Infiltrado en el KKKlan es un panfleto riguroso, que tiene un reflejo tremendamente trágico y real en la que apoyarse para atacar con virulencia a cualquier espectador descreído.

        Gran premio del jurado en el festival de Cannes.

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Nota IMDB: 7,6.

Nota FilmAffinity: 7,5.

Nota del blog: 7.