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Alien, el octavo pasajero

11 Sep

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Año: 1979.

Director: Ridley Scott.

Reparto: Sigourney Weaver, Tom Skerritt, John Hurt, Yaphet Kotto, Veronica Cartwright, Harry Dean Stanton, Ian Holm, Bolaji Badejo, Helen Horton.

Tráiler

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         A finales de los setenta, la era de lo taquillazos se abría paso dejando tras de sí un tentador reguero de dólares. Se suelen citar dos películas icónicas para ilustrar este amanecer, Tiburón y La guerra de las galaxias. Episodio IV: Una nueva esperanza. Alien, el octavo pasajero posee un depredador letal que opera igual que el asesino implacable de un slasher -otro género que arrasaba entre el público- en un entorno donde el ser humano se encuentra en inferioridad de condiciones, el espacio exterior, uno de los escenarios privilegiados por ese tirón popular de la ciencia ficción. No es de extrañar que, en este momento determinado y luciendo semejantes ingredientes -que entroncan además con clásicos del género como El enigma de otro mundo, que en este tiempo también se reeditaría con La cosa-, la primera irrupción del xenomorfo en el cine sentara las bases de una saga de culto.

Estas corrientes cinematográficas vendrían de la mano de auténticos cineastas cinéfilos. John Carpenter, devoto del cine de género, sería precisamente quien actualizaría El enigma de otro mundo. Provenía de la Universidad de California, de donde salió con un irreverente proyecto de ciencia ficción, Estrella oscura, armado junto a Dan O’Bannon. Responsable de buena parte de las ideas del desenfadado guion y del diseño de unos descaradamente estrafalarios efectos especiales, en esta cinta O’Bannon se las hacía pasar canutas al sargento Pinback poniéndolo a perseguir a su mascota extraterrestre por los pasillos de la nave Dark Star que daba nombre al filme. Es decir, una semilla que, desnudada de comedia paródica, germinaría en Alien, el octavo pasajero, también con la participación en la escritura de Ronald Shusett -con quien O’Bannon colaborará posteriormente en otro conocida producción del género, Desafío total-, amén de posteriores retoques a cargo de Walter Hill, David Giler y Gordon Carroll, propietarios de los estudios Brandywine y que velarían, de aquí en adelante, por la coherencia de los siguientes capítulos de la serie.

         En realidad, el armazón argumental de Alien, el octavo pasajero se puede encuadrar perfectamente dentro de la serie B por su sencillez conceptual y su concisión narrativa -luego, paradójicamente, inflada de filosofía mística en el devenir de la franquicia, en especial en las pretenciosas entregas actuales con las que Ridley Scott se empeña en rebuscar las monedas que hayan podido quedar olvidadas en viejos cajones-.

Por aquellas fechas, Scott, que traía el bagaje de una prolija carrera en la publicidad, trataba de consolidar su nombre como director de cine, después de llamar la atención con Los duelistas. Alien, el octavo pasajero lo consagraría como uno de los nombres a seguir. Sus imágenes llevarían a buen puerto la creación de atmósfera que invoca un soberbio diseño de producción en el que H.R. Giger consigue uno de los trabajos más celebrados del séptimo arte. El director, por su parte, dominará el terror mediante el tempo de la escena. Las explosiones de violencia gráfica abren la veda para dejar claro al espectador lo que se le viene en cima -y, según la conocida anécdota, también a un reparto que no sabía lo que iba a acontecer sobre la mesa donde se retorcía la víctima-; pero a la postre son contadas. Un páramo de oscuridad, niebla y desolación; una tensa espera entre estancias lóbregas, la asfixia claustrofóbica de un túnel donde se avanza con torpeza con un tosco lanzallamas, las sombras que se manifiestan desde la nada, cegadoras luces estroboscópicas… Los formatos con los que provocar inquietud son variados y estimulantes.

         En cualquier caso -y de nuevo al igual que el desenlace de Tiburón-, esos mimbres narrativos servirían para conectar otra vez con Howard Hawks -quien se dice que dirigió buena parte de El enigma de otro mundo-, y por consiguiente a un admirador suyo como Carpenter, a partir de un relato de supervivencia extrema en el que se observa el comportamiento de un grupo humano sometido a un asedio homicida. Y, como los personajes hawksianos, los de Alien, el octavo pasajero son personajes vivos, con personalidades definidas con tanta concreción como eficacia. En contraste con la aparatosa ingeniería espacial -no siempre sofisticada, no obstante-, la tripulación del carguero comercial Nostromo está conformada por currelas que hacen coñas durante el almuerzo, protestan por el reparto de tareas, discuten por la paga extra y se enfrentan como buenamente pueden -esto es, a trancas y a barrancas, con una desesperación que poco ayuda a encauzar una actuación colaborativa- contra una entidad que no solo sobrepasa sus capacidades de lucha, sino que además cuenta con el traicionero respaldo de la empresa.

La identificación por estos sufridos empleados de multinacional, prescindibles a ojos de sus jefes y abandonados de la mano de Dios -aquí Madre, la personificación de la tecnología que gobierna la nave-, es de una importante efectividad. A ello contribuye asimismo una acertada elección del reparto, alejada de prototipos artificiales en su edad y su aspecto, acaso coletazos de ese Nuevo Hollywood que declinaba arrasado precisamente a mamporros de blockbuster. En este contexto, adquiere pleno sentido la prosaica sordidez de ese componente sexual que arraiga en el terror de Alien -y que irá más allá en entregas posteriores-, con el desasosegante e invasivo abrazacaras, la explícita alusión al «hijo» de Kane, las insinuaciones fálicas en una de las muertes y, por último, ese tradicional enfrentamiento entre la bestia y una doncella que, en esta ocasión, y aun estando en paños menores, será de armas tomar.

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Nota IMDB: 8,4.

Nota FilmAffinity: 8.

Nota del blog: 8.

El diablo sobre ruedas

1 Abr

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Año: 1971.

Director: Steven Spielberg.

Reparto: Dennis Weaver, Jacqueline Scott, Lou Frizzell, Lucille Benson, Eddie Firestone, Carey Loftin.

Filme

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         «Veinte, veinticinco minutos, y todas las cuerdas que sostenían tu vida quedan cortadas. Y aquí estás de nuevo, de vuelta a la jungla». David Mann conduce por las carreteras de una California desértica en pos de salvar su vida. Es una América extraña, enrarecida, alucinada, donde la mayoría silenciosa se traviste de mujer para hacer las labores domésticas, despojada de su estatus de cabeza de familia, y donde hay virtuosos que interpretan música tocando piezas de carne. Es la América que se desangra en Vietnam, que muere en magnicidios, que revienta en conflictos sociales. Pero, según cita el novicio director, también es la alegoría del niño que sufre bullying por parte de abusones que lo superan en fuerza y tamaño, así como la idealización de los duelos del cine del Oeste, ya por entonces revisados, entre un terrible villano y un héroe que ha de plantarse y hacerle frente no tanto por sentido del deber como por simple movimiento de superviviencia.

         Una de mis lecturas favoritas de Tiburón es la que hace Sergio Sánchez, que ve en ella una reapropiación de Río Bravo, con un grupo de pistoleros que esperan en tensa calma la llegada del malvado homicida para batirse con él a vida o muerte. El diablo sobre ruedas ya antecedía esta atmósfera westerniana, pues. En realidad, la formulación como thriller de ambas es muy similar. El monstruo, el mal que nos acecha, el que en solo un instante es capaz devolvernos a la verdad incontestable una ley atávica que nos despoja del orgullo y nos reduce otra vez a una simple condición de presas vulnerables, puede ser tanto un camión infernal como un escualo hambriento. Los dos poseen una personalidad propia. El camión también se constituye como un ente orgánico. Observa de hito en hito, embosca con astucia, bufa y grita como una fiera. La cámara lo dota de vida. Su primera embestida llega de improviso, rozando el lateral del coche como un enorme depredador que falla en su tentativa de cobrar un objetivo indefenso. También puede aparecer en la lejanía, amenazante y a la espera. O salir de nuevo de la nada para morder con volencia. O esperar desde una posición dominante a que prácticamente choquemos contra él.

Hay imaginación y talento en la puesta en escena -a pesar de que la celeridad del rodaje, dentro de una producción televisiva de limitado presupuesto, también deje errores de bisoñez no corregidos, como la manifestación del cuerpo técnico en sombras y reflejos-. Gracias a ello, se domina la tensión de un relato proveniente de la pluma de un maestro del fantástico, Richard Matheson. Su retrato de caracteres hace que el protagonista no solo se encuentre en inferioridad de condiciones a bordo de su Plymouth rojo, sino que también vea asediada su masculinidad: es un tipo que duda en enfrentarse al vecino que prácticamente ha violado a su esposa en la santidad del hogar, es un histérico que hace el ridículo en un bar de carretera, es un conductor del que se ríen los niños porque no es quien de empujar con fuerza el autobús escolar que no arranca. Son sensaciones reconocibles que nos recuerdan que, al igual que David Mann, nosotros mismos tampoco tenemos pasta de héroes de película. Y que de vez en cuando nos enfrentamos a problemas que, a priori, superan con creces nuestras capacidades. A objetivos frustrantes que semejan ora insuperables, ora inalcanzables.

         La sencillez se torna concepto y, con ello, el joven y atevido realizador puede otorgar una mayor trascendencia a su rotundo dominio de la narración cinematográfica, que bien podría haber plasmado en forma de cine mudo, sin necesidad de líneas de diálogo, solo con la fuerza de la imagen y del montaje. En su debut, Steven Spielberg disparaba primero. Y a la frente.

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Nota IMDB: 7,6.

Nota FilmAffinity: 7,4.

Nota del blog: 7,5.

Tucker & Dale contra el mal

8 Dic

“La ignorancia es el germen de la ira.”

Richard Gere

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Tucker & Dale contra el mal

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Tucker & Dale contra el mal.

Año: 2010.

Director: Eli Craig.

Reparto: Tyler Labine, Alan Tudyk, Katrina Bowden, Jesse Moss, Philip Granger, Brandon Jay McLaren, Christie Laing, Chelan Simmons, Travis Nelson, Alex Arsenault.

Tráiler

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            La parodia es una de las clases más bajas de humor, ya que consiste en burlarse de creaciones, ideas y aspiraciones ajenas más o menos elevadas dándoles un giro de 180 grados con el cruel objetivo de reducirlas al absurdo. Es facilísima, parasitaria y cobarde, pero, además de ocasionalmente efectiva a causa de su muy asequible juego de contrastes, si está realizada con inteligencia también puede arrojar nuevos ángulos de luz sobre temas del todo desgastados.

            Bajo su apariencia desenfadada, Tucker & Dale contra el mal esconde una parodia sobre el slasher –ya saben, el de jovencitos descocados que, aislados de la civilización, son asesinados brutalmente y uno a uno por un asesino despiadado, improvisado garante de la moral establecida-, la cual, no obstante, se desmarca de chabacanerías inmediatas e insípidas tipo Scary Movie para ofrecer una película más entrañable, divertida e inspirada.

            Tomando como punto de partida el choque de civilizaciones entre el entorno urbano y rural -foco de violento conflicto en películas como Defensa o La presa y, ya pasando al puro gore, en Viernes 13 o Las colinas tienen ojos-, centralizado en la tradicional cabaña perdida en la indómita y paupérrima Virginia Occidental, Tucker & Dale contra el mal juega con los estereotipos cultivados por el subgénero para, aparte de desarrollar un hilarante intercambio de roles fomentados por una serie de desdichados malentendidos, dialogar en paralelo acerca de cómo la ficción en general y el cine en particular modela la percepción y los prejuicios del individuo.

Es decir, que, siguiendo esta idea, el guion avanza a la metalingüística e inteligente La cabaña en el bosque, donde, a lo largo del metraje, los protagonistas acomodaban paulatinamente su comportamiento a los dictámenes que exigían de ellos los arquetipos del slasher y el cine.  La mención a la relevancia de las apariencias es de hecho explícita en alguna escena.

            Así, dos apacibles ‘rednecks’ locales –los simpáticos Tyler Labine y Alan Tudyk- sufren el barbárico asedio de unos universitarios sugestionados por los mitos del séptimo arte y por la violencia salvaje que reprimen con poco éxito sus modales urbanitas. La propuesta combina con acierto el gag físico (y sanguinolento) con el humor verbal y conceptual, virtudes que la permiten resistir con solvencia durante el metraje al completo sin que ni la ocurrencia, ni el cachondeo decaigan o pierdan vuelo.

            El agradecimiento por parte de los fieles de este campo del cine de terror se plasmaría en el reconocimiento de la obra como mejor película en el especializado Festival de Sitges en la sección Panorama -premières en España de títulos de temática fantástica y de horror con vocación independiente-.

 

Nota IMDB: 7,6.

Nota FilmAffinity: 6,7.

Nota del blog: 6,5.

La cabaña en el bosque

24 Nov

“No hay nada más fácil que asustar al espectador. Es mucho más difícil hacerlo reír, que se ría de verdad.”

Ingmar Bergman

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La cabaña en el bosque

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La cabaña en el bosque.

Año: 2011.

Director: Drew Goddard.

Reparto: Kristen Connolly, Chris Hemsworth, Anna Hutchinson, Frank Kranz, Jesse Williams, Richard Jenkins, Bradley Whitford, Sigourney Weaver.

Tráiler

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            Un género epidérmico por naturaleza como el cine de terror está sometido a la exigencia de una renovación continua para lograr el objetivo de burlar un envejecimiento en este caso especialmente rápido y pronunciado –ejemplo de ello es el ya manifiesto agotamiento de recientes vías abiertas como el ‘torture porn’ y el metraje encontrado-. En este sentido, el empleo repetitivo hasta la saciedad de una limitada serie de fórmulas y recursos provoca que estos hayan quedado deformados hasta el ridículo, pasando por esta misma razón a constituir un campo abonado para la parodia –ver Scary Movie y similares-.

La cabaña en el bosque parte con la lección bien aprendida de estas premisas para entremezclar un sentido homenaje al cine de terror popular junto con el despelleje irónico y despiadado de sus más evidentes desmanes. Más que una película de terror, La cabaña en el bosque es una película sobre las películas de terror.

            El guion de Drew Goddard –curtido en las enmarañadas tramas metafísicas de Perdidos– y Joss Whedon –un cineasta lo suficientemente inteligente como para haber dignificado el monótono ‘blockbuster’ superhéroico con Los vengadores– se presenta entonces como un auténtico estudio metalingüístico en el que el paradigmático esquema del ‘slasher’ entrecruza su camino con una tesis satírica sobre el acto demiúrgico de este universo en miniatura que es la ‘horror movie’, sujeto a leyes y códigos particulares y casi inmutables.

Si Wes Craven, personalidad de referencia en el terror contemporáneo, se erigía en pionero en el propósito de exponer el género ante su propio reflejo por medio de la saga Scream -donde la figura del fan, convertido en un personaje más, era capaz de predecir los pasos del asesino gracias a su irreductible cinefagia-, en La cabaña en el bosque son por su parte una pareja de metódicos funcionarios los que oficiarán de transmutación alegórica de los ideólogos y artífices de la función.

Son ellos los que, desde su cabina de mando, reclutan a los protagonistas a partir de un listado de arquetipos preestablecidos –la prostituta, el atleta, el loco, el erudito, la virgen-, proponen las reglas de juego, desencadenan una amenaza escogida de entre un millar de opciones posibles y se sientan a observar divertidos cómo evoluciona poco a poco su criatura, destinada a contentar a una clientela ávida de atrocidades malsanas –el público, dios supremo al que se ofrendan cruentos sacrificios desde la noche de los tiempos-. Incluso podría entenderse a una de las víctimas de la historia, el tópico amigo fumeta sentenciado por sistema a morir descuartizado a las primeras de cambio, como otra metáfora acerca de uno de los más habituales modos de consumo de esta clase de cintas: no hay nada como una experiencia en grupo y con unas risas al calor de la marihuana para desbaratar cualquier tipo de lógica o de atmósfera siniestra que se precie. 

            Es esta realidad/película paralela la que da sentido y sostiene a La cabaña en el bosque. La mirada cotidiana y profesional de los dos técnicos establece un estimulante marco autorreflexivo y un desternillante contrapunto cómico ideal para disfrutar con sonrisa complacida un argumento que, en su aspecto estrictamente terrorífico –factor secundario en esta ocasión, a pesar del excesivo peso que con menos acierto se le otorga en el desenlace-, no pasa de rutinario.

Es decir, que La cabaña en el bosque supone un sabroso pellizco crítico y amoroso a partes iguales que permite acercarse con placer renovado a un arte menor –pero arte al fin y al cabo- malherido por su galopante devaluación.

 

Nota IMDB: 7,1.

Nota FilmAffinity: 6,4.

Nota del blog: 7.

Seis mujeres para el asesino

8 Ene

«Dales placer, el mismo que consiguen cuando despiertan de una pesadilla.»

Alfred Hitchcock

 

 

Seis mujeres para el asesino

 

Seis mujeres para el asesino

Año: 1964.

Director: Mario Bava.

Reparto: Cameron Mitchell, Eva Bartok, Thomas Reiner, Ariana Gorini, Dante DiPaolo, Mary Arden.

Tráiler

 

 

            Aunque ya había apuntado ciertos rasgos del mismo en ese ejercicio de suspense hitchcockiano que era La muchacha que sabía demasiado, no es hasta Seis mujeres para el asesino cuando se considera que, de manera oficial, Mario Bava define los códigos del cine giallo, uno de los pilares del cine popular italiano de los sesenta y setenta y uno de los géneros más influyentes en el thriller y el cine de terror posterior.

            La trama criminal enrevesada y de cuestionable coherencia –su progresiva estilización la irá desquiciando hasta rayar el surrealismo- en la que un asesino misterioso, que generalmente oculta sus rasgos para incrementar la intriga, da muerte de las maneras más retorcidas a atractivas jovencitas semidesnudas, muchas veces con motivaciones sádicas, sexuales o psicoanalíticas subyacentes –y contando además con la complicidad con el espectador gracias al empleo del punto de vista subjetivo en el retrato de su tarea–, son las premisas que configuran el esqueleto fundamental de un cine que toma su nombre de la cubierta amarilla (gialla) de las novelas de misterio publicadas por la editorial Mondadori, recipientes de la literatura pulp más cruda y rebuscada, si bien no sería ésta la única influencia presente en el subgénero, con trazos presentes a su vez de las novelas de detectives clásicas.

             Seis mujeres para el asesino se muestra rauda desde su apertura: el brutal homicidio de una modelo desencadena un terrorífico juego de secretos, medias verdades y terror entre los miembros de una casa de alta costura que sembrará su camino con nuevos cadáveres de féminas, a cada cual más imaginativo –también se le considera uno de los primeros slashers del cine-, mientras el respetable, al más puro estilo de los referidos relatos detectivescos, los whodunit (‘quién lo hizo’), trata de desentrañar, entre los numerosos candidatos que encarnan los vicios de una sociedad enferma –drogas, traiciones amorosas, enfermedades mentales, miseria moral y económica camuflada en el culto a la apariencia-, el móvil y la identidad del perturbado asesino.

             Bava, experto fotógrafo, traslada el rojo de la sangre al escenario –los maniquíes, objeto icónico del giallo; el decorado, la iluminación- por medio de una puesta en escena de encendido y desbordado colorismo, capaz de crear un efecto similar, por dionisíaco, febril, deformante y desasosegante, al que el expresionismo alemán provocaba con sus juegos de sombras, composiciones y encuadres oblicuos y forzados.

             Es este plano artístico vibrante el que contrarresta otros aspectos de la película a los que el paso del tiempo no les ha sentado del todo bien, muchos por las carencias de su propio argumento, tramposete aunque muy entretenido, de suspense bien montado y dosificado, y otros derivados en gran medida por los recurrentes homenajes, imitaciones y plagios, producto de su evidente influencia en realizadores posteriores.

 

Nota IMDB: 7,3.

Nota FilmAffinity: 6,4.

Nota del blog: 6,5.

El fotógrafo del pánico

20 Sep

El fotógrafo del pánico y Fellini 8½ dicen todo lo que hay que decir sobre el proceso de hacer cine, sobre la objetividad y la subjetividad y la confusión entre ambas. capta la parte de glamour y el disfrute, mientras que El fotógrafo del pánico muestra su agresividad, el carácter violador de la cámara… Estudiándolas se puede aprender todo sobre los cineastas, o al menos lo que estos expresan en sus películas”.

Martin Scorsese

 

 

El fotógrafo del pánico

 

Año: 1960.

Director: Michael Powell.

Reparto: Karlheinz Böhm, Anne Massey, Maxine Audley, Jack Watson.

Tráiler

 

 

            En junio de 1960, sir Alfred Hitchcock revolucionaba el thriller de terror con Psicosis, en la que la mutante, retorcida y siniestra personalidad de su protagonista, un individuo retraído de apariencia inofensiva, marcaba un antes y un después en la construcción del perfil del psicópata asesino.

En abril de 1960, Michael Powell estrenaba una nueva diana, esta vez como arquero solitario al separarse por diferencias profesionales de Emeric Pressburger, su habitual pareja artística. En ella, apuntaba sus dardos, como poco después hará Hitchcock, hacia los sórdidos laberintos de la locura y el asesinato en serie a través de un personaje, Mark Lewis (complejo trabajo de Karlheinz Böhm), fotógrafo de cine, que coincide en su concepción con Norman Bates, con una enajenación producto de una influencia familiar de interpretación freudiana, somatizada en una personalidad frágil e infantil que se desdobla mediante pulsiones irrefrenables que lo llevan al homicidio.

            Sin embargo, a diferencia de Psicosis, la naturaleza del sujeto queda revelada desde la primera secuencia, prescindiendo de prólogos o paños calientes. Es un mirón –clara transposición metalingüística del oficio de cineasta y, a la vez, del propio espectador; fascinados por la violencia y la víscera-, hijo y amante del terror, que usa la cámara como herramienta de exploración de sus obsesiones, como refugio de seguridad frente a sus propios demonios y como instrumento de goce morboso, de fuerte significación sexual.

No en vano, los asesinatos de mujeres en situaciones de encuentro amoroso; en ocasiones acaricia compulsivamente el instrumento; un fuerte contraste con esa personalidad de hombre apocado, pueril y asexuado que luce cuando se encuentra alejado del influjo perverso de su otro yo, cuando lucha por una inesperada segunda oportunidad con el apoyo de esa intromisión de ‘lo normal’ que es la inquilina Helen Stephens (Anne Massey).

            A pesar de que algunos de sus elementos no han encajado demasiado bien el paso del tiempo, El fotógrafo del pánico todavía resulta una obra de más que notable pegada, en la que Powell retoma esa característica, sugerente y fascinante combinación de intensidad cromática y sustrato siniestro, muy bien ajustada al espectro mental del fotógrafo, bordeando la alucinación o lo irreal, y, al mismo tiempo, a ese reflejo de lo malsano que se oculta tras esa misma apariencia preciosista, creando así un conjunto que parece una reversión tenebrosa del universo Disney, cuya marca de estilo tanto inspiraba al cineasta británico.

            No obstante, su acogida por público y crítica no sería buena, defenestrando la carrera futura del director. El valor de El fotógrafo del pánico no se reivindicaría hasta años más tarde.

 

Nota IMDB: 7,8.

Nota FilmAffinity: 7,4.

Nota del blog: 8.

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