Año: 1979.
Director: Ridley Scott.
Reparto: Sigourney Weaver, Tom Skerritt, John Hurt, Yaphet Kotto, Veronica Cartwright, Harry Dean Stanton, Ian Holm, Bolaji Badejo, Helen Horton.
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A finales de los setenta, la era de lo taquillazos se abría paso dejando tras de sí un tentador reguero de dólares. Se suelen citar dos películas icónicas para ilustrar este amanecer, Tiburón y La guerra de las galaxias. Episodio IV: Una nueva esperanza. Alien, el octavo pasajero posee un depredador letal que opera igual que el asesino implacable de un slasher -otro género que arrasaba entre el público- en un entorno donde el ser humano se encuentra en inferioridad de condiciones, el espacio exterior, uno de los escenarios privilegiados por ese tirón popular de la ciencia ficción. No es de extrañar que, en este momento determinado y luciendo semejantes ingredientes -que entroncan además con clásicos del género como El enigma de otro mundo, que en este tiempo también se reeditaría con La cosa-, la primera irrupción del xenomorfo en el cine sentara las bases de una saga de culto.
Estas corrientes cinematográficas vendrían de la mano de auténticos cineastas cinéfilos. John Carpenter, devoto del cine de género, sería precisamente quien actualizaría El enigma de otro mundo. Provenía de la Universidad de California, de donde salió con un irreverente proyecto de ciencia ficción, Estrella oscura, armado junto a Dan O’Bannon. Responsable de buena parte de las ideas del desenfadado guion y del diseño de unos descaradamente estrafalarios efectos especiales, en esta cinta O’Bannon se las hacía pasar canutas al sargento Pinback poniéndolo a perseguir a su mascota extraterrestre por los pasillos de la nave Dark Star que daba nombre al filme. Es decir, una semilla que, desnudada de comedia paródica, germinaría en Alien, el octavo pasajero, también con la participación en la escritura de Ronald Shusett -con quien O’Bannon colaborará posteriormente en otro conocida producción del género, Desafío total-, amén de posteriores retoques a cargo de Walter Hill, David Giler y Gordon Carroll, propietarios de los estudios Brandywine y que velarían, de aquí en adelante, por la coherencia de los siguientes capítulos de la serie.
En realidad, el armazón argumental de Alien, el octavo pasajero se puede encuadrar perfectamente dentro de la serie B por su sencillez conceptual y su concisión narrativa -luego, paradójicamente, inflada de filosofía mística en el devenir de la franquicia, en especial en las pretenciosas entregas actuales con las que Ridley Scott se empeña en rebuscar las monedas que hayan podido quedar olvidadas en viejos cajones-.
Por aquellas fechas, Scott, que traía el bagaje de una prolija carrera en la publicidad, trataba de consolidar su nombre como director de cine, después de llamar la atención con Los duelistas. Alien, el octavo pasajero lo consagraría como uno de los nombres a seguir. Sus imágenes llevarían a buen puerto la creación de atmósfera que invoca un soberbio diseño de producción en el que H.R. Giger consigue uno de los trabajos más celebrados del séptimo arte. El director, por su parte, dominará el terror mediante el tempo de la escena. Las explosiones de violencia gráfica abren la veda para dejar claro al espectador lo que se le viene en cima -y, según la conocida anécdota, también a un reparto que no sabía lo que iba a acontecer sobre la mesa donde se retorcía la víctima-; pero a la postre son contadas. Un páramo de oscuridad, niebla y desolación; una tensa espera entre estancias lóbregas, la asfixia claustrofóbica de un túnel donde se avanza con torpeza con un tosco lanzallamas, las sombras que se manifiestan desde la nada, cegadoras luces estroboscópicas… Los formatos con los que provocar inquietud son variados y estimulantes.
En cualquier caso -y de nuevo al igual que el desenlace de Tiburón-, esos mimbres narrativos servirían para conectar otra vez con Howard Hawks -quien se dice que dirigió buena parte de El enigma de otro mundo-, y por consiguiente a un admirador suyo como Carpenter, a partir de un relato de supervivencia extrema en el que se observa el comportamiento de un grupo humano sometido a un asedio homicida. Y, como los personajes hawksianos, los de Alien, el octavo pasajero son personajes vivos, con personalidades definidas con tanta concreción como eficacia. En contraste con la aparatosa ingeniería espacial -no siempre sofisticada, no obstante-, la tripulación del carguero comercial Nostromo está conformada por currelas que hacen coñas durante el almuerzo, protestan por el reparto de tareas, discuten por la paga extra y se enfrentan como buenamente pueden -esto es, a trancas y a barrancas, con una desesperación que poco ayuda a encauzar una actuación colaborativa- contra una entidad que no solo sobrepasa sus capacidades de lucha, sino que además cuenta con el traicionero respaldo de la empresa.
La identificación por estos sufridos empleados de multinacional, prescindibles a ojos de sus jefes y abandonados de la mano de Dios -aquí Madre, la personificación de la tecnología que gobierna la nave-, es de una importante efectividad. A ello contribuye asimismo una acertada elección del reparto, alejada de prototipos artificiales en su edad y su aspecto, acaso coletazos de ese Nuevo Hollywood que declinaba arrasado precisamente a mamporros de blockbuster. En este contexto, adquiere pleno sentido la prosaica sordidez de ese componente sexual que arraiga en el terror de Alien -y que irá más allá en entregas posteriores-, con el desasosegante e invasivo abrazacaras, la explícita alusión al «hijo» de Kane, las insinuaciones fálicas en una de las muertes y, por último, ese tradicional enfrentamiento entre la bestia y una doncella que, en esta ocasión, y aun estando en paños menores, será de armas tomar.
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Nota IMDB: 8,4.
Nota FilmAffinity: 8.
Nota del blog: 8.
Contracrítica