Tag Archives: Cine mudo

Tabú

26 Ago

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Año: 1931.

Director: Friedrich Wilhelm Murnau.

Reparto: Matahi, Anne Chevalier, Hitu, Bill Bambridge, Ah Fong.

Filme

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         Robert Flaherty, el hombre que había consagrado el documental -género fundacional del cine- como un arte maduro e incluso rentable para los grandes estudios, había fracasado en su expedición en la Polinesia. Con Moana -encargada por la Paramount para comprobar las posibilidades de la fotografía pancromática- y Sombras blancas en los mares del sur chocaría con las imposiciones bien la productora, bien del codirector –W.S. van Dyke en el segundo caso-, lo que abarcará incluso la remodelación del filme en la sala de montaje. Después de no poder llevar a buen puerto un trabajo sobre los pueblos primigenios de Norteamerica, Flaherty conocería, a través de su hermano, a F. W. Murnau, quien, emigrado a Hollywood, venía de encadenar un par de pinchazos con Los cuatro diablos y El pan nuestro de cada día. Juntos, decidirían buscar la aventura en el paraíso: Bora Bora.

         Tabú tomó cuerpo a partir de la experiencia en la zona del documentalista, que junto al cineasta germano y al director de fotografía, Floyd Crosby, serían los únicos miembros occidentales y profesionales del equipo de rodaje en aras de recortar los costes de una producción que estaba resultando azarosa -de igual manera, se filmaría la obra en blanco y negro y no en color-. El resto serían lugareños, como explican los títulos de crédito para reivindicar la naturalidad del reparto. Así pues, Flaherty tomaría una leyenda local para dar cuerpo junto a Murnau al argumento de Tabú, un ejemplo tardío de cine mundo que el segundo desarrolla, como en El último, prácticamente sin intertítulos explicativos. Esta sería la primera derrota del documentalista, puesto que el relato quedaría, a su juicio, demasiado occidentalizado. La autoría de la película terminaría por pertenecer, casi por completo, a Murnau, que dominó la dirección arrinconando a su colaborador.

         Tabú narra una historia dividida en dos mitades: Paraíso y Paraíso perdido. La primera presenta la tragedia de dos jóvenes cuyo idilio se rompe por un amor prohibido a causa de las tradiciones seculares de la comunidad, mientras que la segunda describe su huida y adaptación a una isla ya sometida a la colonización del hombre blanco -si bien el principal malvado será chino, no europeo-. De esta manera, la tensión derivada de la lucha del ser humano contra una naturaleza sobrecogedora que empleaba Flaherty para dotar de dramatismo y romanticismo a su fundacional Nanuk, el esquimal, queda reemplazada en esta cinta, ambientada en un entorno benigno -uno de los elementos que precisamente habían restado pegada a Moana, localizada en Samoa-, por el enfrentamiento entre los deseos humanos y las imposiciones de la sociedad.

         El filme arranca mostrando a los nativos con planos heroicos, como si se tratara de héroes olímpicos que habitan el Edén sobre la Tierra, disfrutando de la abundancia de los mares, de la calidez del clima, del frescor de las cascadas. En camaradería, con el amor a flor de piel. Hasta con toques de comedia, como la riña entre muchachas celosas. La música de Hugo Riesenfeld redondea la excitación de la pesca o, adaptando a las imágenes el poema sinfónico de Bedřich Smetana sobre el río Moldava, otorga una fastuosidad romántica a los remeros polinesios. De ese bucolismo parte la contraposición trágica de un honor -el nombramiento de la chica como doncella sagrada de los dioses- que es al mismo tiempo condena.

Luego, el infortunio de los amantes a la fuga no alcanza tantas revoluciones por parte de la atmósfera, aunque medien desafíos como la corrupción de la inocencia del buen salvaje, las apariciones fantasmagóricas del perseguidor o el acecho de un tiburón como simbólico castigo divino. No obstante, destaca el contraste que se forma en la resolución de Tabú, entre el ímpetu desesperado del protagonista y la sencillez con la que, en un suave movimiento, se sella el destino de los enamorados, tremendamente conmovedor en la delicadeza con la que se expresa.

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Nota IMDB: 7,5.

Nota FilmAffinity: 7,8.

Nota del blog: 7,5.

La quimera del oro

24 Sep

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Año: 1925.

Director: Charles Chaplin.

Reparto: Charles ChaplinMack Swain, Georgia Hale, Tom Murray, Malcom Waite, Henry Bergman.

Filme

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         Durante un tramo de La quimera del oro, un minero enfebrecido por el hambre persigue con un hacha a Charlot para devorarlo. El humor de Charles Chaplin, que no había tenido una vida fácil, nace de la consciencia de la crueldad de la existencia humana. Aparte de la irreparable condición penosa y marginal del propio Charlot, su sentido cómico puede apuntar al abandono infantil, al asesinato en serie, a la guerra, al nazismoY, a partir de estos horrores, extrae ternura. Depura los sentimientos más limpios y cristalinos que también puede albergar el alma humana para, con ellos, redimir a la especie.

Las miserias del ser humano, no obstante, operan asimismo a menor escala. Georgia, el objetivo romántico del pequeño vagabundo en esta película, demuestra ser una harpía poco recomendable que usa a Charlot bien para dar celos a su recio galán, bien para divertirse a su costa. Hasta entonces, de hecho, el recién llegado era literalmente invisible a sus ojos.

         Encadenada a esta premisa de redención última, una noción kármica domina La quimera del oro, si bien desde la perspectiva de una diosa Fortuna que goza igualmente manipulando a sus títeres, como en un teatrillo de pueblo. La lucha de Charlot es contra el universo. Todo está dispuesto en su contra, todos los personajes están por encima suyo: el buscador Big Jack, el forajido Black Larsen, el seductor Jack… Machos alfa contra los que Charlot, síntesis de las virtudes y defectos del hombre corriente, se enfrenta solo con el arrojo de su dignidad y de sus pasiones, alimento de un optimismo casi inconsciente, que por esa bendita ignorancia es capaz de obviar los peligros de su odisea -la desolación del desierto de nieve, el oso a su espalda…-.

Puro sentido romántico y puro heroísmo en acción, sometidos al absurdo a causa de la sordidez y la roñosidad -física y moral- del mundo que lo rodea. Un juego de contrastes que Chaplin emplea como material humorístico. Como poner civilizadamente la mesa para zamparse una bota.

         Probablemente esta sea una de las cintas donde el personaje demuestra menos dobleces, donde su sombra de mezquindad, también tan reconocible, está menos presente. En La quimera del oro, Charlot es casi exclusivamente un soñador que sueña con enriquecerse en la fiebre del oro, pero sobre todo con conquistar la verdadera riqueza que en el mundo hay. Los sueños, en este sentido, ofrecen en cierta escena la única posibilidad de realización que parece darse, la fantasiosa válvula de escape donde conseguir el éxito amoroso frente a una realidad que lo muestra triste y solo, en comparación con una eufórica celebración de Año Nuevo.

En La quimera del oro, todo golpe de humor tiene su reverso trágico: uno sabe que el entrañable baile de los panecillos es simple fábula, los vaivenes de una casa en vilo al borde del precipicio oprimen con el angustioso sello de la muerte. El equilibrio entre contrarios, la exacta medición de la risa y de la lágrima, son el secreto de la mina de Chaplin.

         El propio autor proclamaría en cierta ocasión que La quimera del oro era la obra por la que quería ser recordado. La película fue reestrenada en 1942 con una reedición del montaje y una narración en off escrita y locutada por Chaplin. Sin embargo, esta voz no hace sino constatar la capacidad expresiva de las imágenes del cine mundo, lo prescindible -e incluso molesto- que puede llegar a ser la palabra en el séptimo arte.

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Nota IMDB: 8,2.

Nota FilmAffinity: 8,4.

Nota del blog: 8.

Los espías

8 Nov

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Año: 1928.

Director: Fritz Lang.

Reparto: Willy FritschRudolph Klein-RoggeGerda Maurus, Lupu Pick, Lien Deyers, Paul Hörbiger, Fritz Rasp, Louis Ralph.

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         Si El doctor Mabuse es una de las películas que contribuyen a dar forma al cine policíaco, Los espías, obra seis años posterior y de nuevo firmada por Fritz Lang y Thea von Harbou, ayudará en cambio a poner los cimientos del cine de espionaje.

         Como en la primera, en Los espías habrá un extravagante archivillano -encarnado además por el mismo actor, Rudolph Klein-Rogge-, que pretende dominar el mundo -sabe Dios para qué- al estilo del Fantômas de Louis Feuillade, cuyos seriales basados en literatura criminal pulp suelen apuntarse como influencia del filme. Su argumento también está empapado de la paranoia del periodo entreguerras y de la potencial expansión del comunismo bajo la órbita de la Unión Soviética.

El guion de Von Harbou plantea un relato maniqueo en el que el héroe, el espía número 326 (Willy Fritsch), es un galán enfrentado conspirador oculto, de apariencia omnipresente y omnipotente, con aspecto estrafalario y que se guarece en un cuartel general de geometrías escherianas -comedida muestra de las ambiciones de Lang de grandes escenarios negadas a causa del fracaso comercial de Metrópolis-, a los mandos de una cohorte de asesinos enmascarados, sabandijas sudorosas y mataharis salaces, todos de amenazadores nombres eslavos y en pugna contra la integridad germánica -apoyada por el estoico y honorable Japón-. 

Por otro lado, que el siniestro malvado emplee un banco como tapadera de sus ambiciones totalitarias, unido a la ascendencia euroasiática de su entramado, podría entenderse quizás como una nueva reivindicación de la vía alemana frente a las imposiciones del capitalismo y del comunismo que Von Harbou había expuesto precisamente en Metrópolis.

         El de Los espías es, además, un villano impotente y dependiente de los cuidados de una intimidante enfermera sordomuda. Porque, en concordancia con esta ingenuidad consustancial, el enfrentamiento entre el Bien y el Mal se lleva al apartado romántico con la disputa de los servicios y el amor de la agente rusa Sonya Baranilkowa (la interesante Gerda Maurus).

En la cinta comparece el imaginario de este universo de gadgets insólitos, hombría caballeresca, sociedades secretas y planes retorcidos. Esquemática en su fondo, Lang impulsa las imágenes dotándolas de una textura adecuadamente fantasiosa, desasosegante en la sensación de peligro constante, opresiva en el uso de la arquitectura y, por momentos, sugerentemente exótica y surrealista. Lírica incluso en la subtrama nipona y en su particular desenlace, violento y patético a la par. Y todo ello ensamblado en un montaje enérgico, que aporta dinamismo a la narración y virulencia a la acción, rebajando la oxidación producida por el paso del tiempo.

         En paralelo, de la filmación de Los espías quedan anécdotas acerca de la controvertida personalidad del cineasta, como la afirmación de que disparó un arma de fuego con munición real para estimular la reacción asustada de los protagonistas.

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Nota IMDB: 7,7.

Nota FilmAffinity: 7,3.

Nota del blog: 6,5.

He nacido, pero…

31 May

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Año: 1932.

Director: Yasujirô Ozu.

Reparto: Tomio Aoki, Hideo Sugawara, Tatsuo Saitô, Mitsuko Yoshikawa, Seiichi Katô, Takeshi Sakamoto, Shôichi Kofujita, Seiji Nishimura.

Tráiler

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            En 1933, una película, King Kong, elevaba el cine a la categoría de octava maravilla del mundo; le proclamaba como el arte de lo extraordinario. En 1932, otra película, He nacido, pero… demostraba, casi en paralelo y sin contradicción alguna, que los episodios corrientes y universales de la existencia de un individuo común también pueden erigirse en un sujeto extraordinariamente cinematográfico. La capacidad de observación, la madurez reflexiva y la sensibilidad humanística del cineasta Yasujirô Ozu así lo hace posible. Desde el espectáculo de la fantasía hasta la exploración silente del interior humano, todo es cine.

            Autor particularísimo que se resistía a abandonar el cine mudo, Ozu se amolda humildemente a la categoría del «cuento para adultos», asimilado a la perspectiva de los niños protagonistas -prolongada por la posición de la cámara a baja altura-, para narrar desde una cálida y lírica sencillez formal uno de los grandes cataclismos que toda persona experimenta a lo largo de su vida: el traumático descubrimiento de que nuestro padre no es el mejor del mundo y que, por añadidura, nosotros tampoco conquistaremos el universo, tal y como habíamos creído en nuestra infantil inocencia.

            El director y guionista conduce el argumento desde la excusa de la adaptación de estos dos hermanos al pueblo suburbial de Tokio al que se han trasladado junto a sus progenitores, lo que implica dificultades como su inserción en los grupos de chavales nativos y en el nuevo colegio en el que están matriculados. Este contexto temático, que de por sí entraña conflictos peliagudos e igualmente decisivos para el futuro existencial de sus actores, le permite a Ozu establecer un juego entre las jerarquías que se conforman en el microcosmos de los niños -los abusones, los secuaces, los vasallos, los cobardes, los pícaros, los líderes colectivos…- y las jerarquías que dominan el microcosmos adulto, esta vez vinculadas a la actividad laboral. Una conexión que, de hecho, Ozu evidencia en algunas elipsis concretas, las cuales consolidan una correspondencia entre las injusticias que subyacen en cada una de estas estratificaciones, con atropellos y humillaciones análogas.

La coexistencia en sociedad, pues, conlleva asumir que las derrotas, las decepciones y los sacrificios forman parte de del hecho de estar vivo.

            No significa esto que He nacido, pero… desarrolle una visión pesimista del asunto, y desde luego tampoco trágica o melodramática, sin explotar y plastificar las emociones de manera exhibicionista, en busca de la identificación obvia, inmediata y superficial. El filme asume este aspecto negativo aunque ineludible con la misma naturalidad, incluso más cómica que dramática, con la que disfruta de las distracciones, las perrerías, las bromas, las rabietas, el compañerismo, los hallazgos y los aprendizajes de los niños, que están retratados con una sabiduría y una autenticidad insólita en un entorno habituado al tópico, al amoldamiento deformante de la mirada adulta, sea esta idealizadora o paternalista. Desde el desengaño hasta la ilusión, todo es vida. Todo es cine.

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Nota IMDB: 8.

Nota FilmAffinity: 7,9.

Nota del blog: 9.

El circo

29 Mar

Maestro de maestros, Charles Chaplin concita bajo la carpa de El circo lo trágico y lo cómico, lo bello y lo terrible, lo trascendente y lo humano. De la miseria puede brotar una obra luminosa. La película que Ingmar Bergman veía invariablemente cada cumpleaños, la película que elevaba al éxtasis a Pier Paolo Pasolini, para la sección de cine clásico de Bandeja de Plata.

 

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El hombre que ríe

12 May

“Confío en el poder de una sonrisa.”

Will Smith

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El hombre que ríe

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El hombre que ríe

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Año: 1928.

Director: Paul Leni.

Reparto: Conrad Veidt, Mary Philbin, Olga Baclanova, Cesare Gravina, Brandon Hurst, George Siegmann, Stuart Holmes, Josephine Crowell.

Filme 

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           Es curiosa la querencia del cine mudo por el Extraño, por el fenómeno como encarnación melodramática de las emociones humanas. El payaso triste, el bufón enamorado, el histrión que mora en un circo cuya carpa abarca el mundo al completo, con sus esperanzas y desilusiones, sus alegrías y sus tormentos; arrollados todos ellos por el Destino caprichoso. Valgan como muestra las colaboraciones circenses entre Tod Browning y Lon Chaney, o la elección del estudio Metro Goldwyn Mayer de El que recibe el bofetón para constituir su primera producción de prestigio con la que comenzar a cosechar laureles en el séptimo arte.

           El hombre que ríe sigue esta misma línea de obra de altura, basada en un relato de Víctor Hugo y ambientada en la Inglaterra a caballo entre los siglos XVII y XVIII donde un hombre, brutalmente desfigurado para mostrar una sonrisa de burla permanente –inspiración para el Joker que diseñaron Bill Finger, Bob Kane, y Jerry Robinson como archivillano para hacer frente a Batman-, lucha por recobrar el respeto y la dignidad patrimonio de toda persona. Una batalla plasmada, cómo no, por medio de la conquista romántica, redentora en su pureza e inocencia. Los puntos de encuentro con otra creación del literato francés, Nuestra señora de París, son así manifiestos.

           De orígenes expresionistas, Paul Leni impone un arranque de poderosas imágenes, conformando un cuento grotesco desbordado de crueldad y muerte –la dama de hierro, la mutilación de un niño, madres muertas bajo árboles de ahorcados, los cuervos que todo lo dominan,…-. A continuación, se oponen contra ello las imágenes apacibles, incluso idílicas, de una familia encontrada –el protagonista aceptado por marginales como él, un filósofo metido a dramaturgo, la doncella ciega capaz de ver lo que los demás ignoran al percibir desde el corazón-.

A pesar de ser una cinta predominantemente silente, aparece ya la irrupción primaria del sonido que, voluntaria o involuntariamente, ayuda a componer un entorno que resulta igualmente perturbador en su caos abarrotado e ininteligible. No obstante, los fotogramas, como evidenciaba esa citada apertura, son todavía los que llevan la batuta expositiva, lo que quedará de nuevo patente en la presentación de la duquesa Josiana, toda lubricidad desinhibida bajo el cuerpo y la mirada insinuante de la Olga Baclanova más madonniana.

En este universo, la tiranía, el sadismo, la tortura, el engaño y la lujuria son las monedas con las que se negociará la tragedia, y contra las que se enfrenta este Gwynplaine dotado con la expresividad, esta vez clavada con la fuerza de una prótesis, de uno de los iconos del periodo: el alemán Conrad Veidt.

           El hombre que ríe, no obstante, muestra cierta descompensación narrativa, evidente por ejemplo en el peso inicial que se le concede a Baclanova, que termina por parecer una simple estratagema para explotar comercialmente la sexualidad que irradia la actriz. Quizás Leni trate de compensar ese estancamiento o de ese desequilibrio a través una media hora final que es puro frenesí, donde la desesperación de los personajes se exuda con ese estilo tan físico y emocionante que solo se lograba alcanzar en el cine mudo.

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Nota IMDB: 7,8.

Nota FilmAffinity: 7,5.

Nota del blog: 7.

La ley del hampa

7 Mar

“Las historias de gánsteres son un vehículo perfecto para esa particular tragedia moderna que es el cine negro, que nace de las novelas de detectives americanas. Es un género muy flexible. Puedes volcar en ellas todo lo que quieras, bueno o malo. Resulta sencillo emplearlas para narrar historias sobre libertad individual, amistad o, mejor aún, relaciones humanas, que no siempre son amistosas. O sobre traición, una de las principales fuerzas que actúa en estas novelas criminales.”

Jean-Pierre Melville

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La ley del hampa

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La ley del hampa

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Año: 1927.

Director: Josef von Sternberg.

Reparto: Clive Brook, Evelyn Brent, George Bancroft, Fred Kohler, Larry Semon.

Filme

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            Con ustedes, una pionera. Por consenso mayoritario, los historiadores de cine consideran a La ley del hampa como la película fundacional de uno de los géneros más populares jamás gestados por el séptimo arte: el cine de gánsteres, que también derivaría con el tiempo en el cine negro. Su camino, no obstante, no sería fácil. Arrinconado por los ejecutivos de la Paramount, que lo consideraban un fracaso en ciernes, el filme solo se estrenaría en una sala de Nueva York. Sería entonces el boca a boca de los espectadores, anonadados por esta espiral de violencia marginal, realismo sucio y pasiones desatadas, el que impulsara el éxito de la obra por todo el país. Quedaba así inoculado el virus que arrasaría las taquillas del mundo entero a partir de la década siguiente, con la fuerza redoblada de películas como Hampa dorada.

            En efecto, concurren en La ley del hampa símbolos patrimoniales de este universo furibundo –“La ciudad es tuya”, que le gritan los neones al hampón de turno-, las andanadas críticas propias de este reflejo crudo y desencantado de la sociedad norteamericana –la necesidad de aquellos a quienes se le ha negado el sueño americano de recurrir a subterfugios criminales para conquistar su pedazo de tierra en el país de las oportunidades-, la ascendencia inapelable de los hados –el fatalismo justiciero- e incluso cierta raigambre estilística centroeuropea –la tiniebla como recurso dramático-.

Sin embargo, con el terreno cinematográfico todavía sin solidificar, su argumento navega por aguas propias del melodrama, que en cualquier caso también pasarán a formar parte, debidamente transformadas, de este cosmos en formación. Nos referimos aquí al papel de la mujer como catalizador del destino, bien sea trágico, bien de salvación. Una dicotomía entre femme fatale y ángel redentor que, curiosamente, aquí se cristaliza en un mismo personaje, Plumas (Evelyn Brent), eje gravitacional de todos los conflictos que orbitan en el libreto: objeto de disputa entre los dos monstruos de la ciudad y fundamento del dilema existencial entre un hombre bueno que se debate entre la debida fidelidad a su benefactor o a su corazón.

La intriga de la función, por tanto, pertenece al ámbito sentimental y no al delictivo.

            Ben Hecht, escritor y periodista con interés natural por los bajos fondos –de su pluma será otro título clave, Scarface, el terror del hampa-, se inspira en los convulsos Estados Unidos sucesivos a la proclamación de la Ley Volstead –más conocida como la Ley Seca, iniciativa puritana que abriría las puertas del infierno a todo pelaje de contrabandistas, asesinos y mafiosos- y extrae de ellos una maraña de criaturas terroríficas, pero también románticas y humanas.

En este sentido, uno de los tres vértices del triángulo principal, el trasunto de Jim Colosimo y Tommy O’Connor que encarna el expansivo George Bancroft –como su antagonista, florero de profesión, parecerá emular por su parte al legendario Dean O’Banion-, representará a través de sus acciones tanto la brutalidad del gánster –sus asaltos contra la propiedad privada, las agallas para matar al prójimo- como los supuestos valores sublimados del criminal honorable –su traviesa tendencia filantrópica-.

            Las bondades del texto, acreditadas con uno de los dos Óscares que vencerá su artífice a lo largo de su fructífera trayectoria –y que es el primero de la historia al mejor guion original-, son potenciadas por el vigor visual de un realizador aún bisoño, Josef von Sternberg –no sin previas discusiones con Hecht acerca de unas variaciones temáticas mediante las cuales el temperamental cineasta austríaco deseaba inclinar hacia un mayor moralismo del discurso-. Sea como fuere, de esta confluencia nacen fotogramas que resisten con sorprendente viveza y energía el paso de las décadas y los imitadores, hábiles para desnudar con la fuerza de las imágenes la intimidad de los personajes –la mirada disimulada, el libro del revés, la sombra del juez que se cierne sobre ellos- y el decorado que los circunda –el hombre que, con disimulo, recoge diez dólares de una escupidera-.

Una piedra angular del cine, en definitiva.

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Nota IMDB: 7,7.

Nota FilmAffinity: 7,2.

Nota del blog: 8.

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