Las aventuras del príncipe Achmed

15 Ene

“El cine reúne en sí mismo otras muchas artes. Posee características de la literatura, así como connotaciones propias del teatro, un aspecto filosófico y rasgos extraídos de la pintura, de la escultura y de la música.”

Akira Kurosawa

 

 

Las aventuras del príncipe Achmed

 

 

Año: 1926.

Directora: Lotte Reiniger.

Tráiler

 

 

            La práctica totalidad del ocio humano se divide en dos facetas: la actividad física que no sirve a objetivos de supervivencia, semillero de juegos y deportes, y la evocación y relato de hechos memorables o ejemplarizantes, de donde surgen artes como la literatura, el teatro y, por supuesto, el cine.

Esa narrativa, cuando recibe su calificativo de arte auténtico, atraviesa los siglos y las culturas permaneciendo invariable en su fondo, universal, imperecedero, que apela a emociones y sentimientos comunes a toda la raza humana. Mutan en cambio sus formas, generalmente accesorias, sin necesidad de grandilocuencia alguna más allá de conservar la capacidad de sugerencia, de hechizar la atención y la imaginación del oyente, que posee intrínseco el relato.

            Las aventuras del príncipe Achmed demuestra cómo unas formas sencillas pueden albergar, magnificando incluso, una historia apasionante desde su clasicismo: el bien y el mal en lucha eterna por la hegemonía del mundo; la aventura del héroe, su viaje iniciático de madurez y amor a través de la resolución, gracias al ingenio y el valor, de todo tipo de problemas y peligros temibles, misterios asombrosos y recompensas inmortales.

Lotte Reiniger impregna el encanto de las fábulas de Las mil y unas noches, como ya había logrado y logrará con cuentos clásicos de la tradición occidental –Cenicienta, La bella durmiente, Pulgarcita, Hansel y Gretel,…-, a unas siluetas recortadas en cartón y plomo, influjo del antiquísimo arte de las sombras chinescas y el teatro de marionetas orientales. Figuras minuciosamente talladas a partir de formas estereotipadas de la literatura infantil –el príncipe, el hechicero, la princesa,… con sus rasgos fisiológicos característicos- dotadas de una expresividad sorprendente, capaces de trasladar a su audiencia a mundos remotos y exóticos mediante instrumentos sencillos como la apabullante música de Wolfgang Zeller y la escenografía y fondos de colores pastel creados por Walter Ruttmann, pintor de profesión que, por su parte, impondría poco después con Berlín: Sinfonía de una ciudad una revolución artística en el documental.

            Una sencillez que lo convierte en una obra eterna, independiente de su formato cinematográfico. Mágica, hipnótica, emocionante. Inigualable.

 

Nota IMDB: 7,9.

Nota FilmAffinity: 7,6.

Nota del blog: 9.

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