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Harry, el sucio

30 Oct

“Sé lo que estás pensando. Si disparé las seis balas o sólo cinco. La verdad es que con todo este ajetreo también yo he perdido la cuenta. Pero siendo este un Magnum .44, el mejor revólver del mundo, capaz de volarte los sesos de un tiro… ¿no crees que debieras pensar que eres afortunado? ¿Verdad que sí, vago?”

Harry Callahan (Harry, el sucio)

 

 

Harry, el sucio

 

Año: 1971.

Director: Don Siegel.

Reparto: Clint Eastwood, Andrew Robinson, Reni Santoni, Harry Guardino, John Vernon.

Tráiler

 

 

            El espejismo de los años de la paz universal y el amor libre proclamados por los hippies se desvanecían a pasos agigantados a principios de los setenta, una década que nacía ya cansada. La escalada de violencia en un Vietnam que desde 1968 comenzaba a plantearse en el salón de cada casa, vía televisión, como una guerra perdida; el asesinato de Martin Luther King como respuesta a las acciones antisegregacionistas y sociales, la irrupción de Charles Manson y La Familia como perversión satanizada del movimiento hippie, la inseguridad ciudadana, la decepción y la pervivencia inexpugnable del mismo sistema anquilosado e ineficaz que se quiso derribar,…

Harry, el sucio se incardina dentro de un contexto de desesperanza. Incluso el villano adopta rasgos del famoso asesino del zodíaco, que había actuado en San Francisco durante finales de la década precedente. El sufrido inspector Harry Callahan constituye así el paradigma de antihéroe producto de las circunstancias, una de las mayores figuras del cine policíaco, una de las cimas en la trayectoria de Don Siegel y la consagración en la cumbre del star-system de su actor fetiche y alumno Clint Eastwood en un papel que pese a que su versión novelesca estaba concebida a partir de John Wayne -quien trataría más tarde de remendar con torpeza la oportunidad perdida en Brannigan– y a haber sido rechazado por diversos motivos por Sinatra, Lancaster o Newman, siempre se ligará a la silueta del californiano, adusta y tiesa como la mojama.

            Siegel, realizador directo, conciso y habilidoso, presenta de un plumazo contexto y personajes. De la lista de oficiales de policía fallecidos –el sacrificio, el peligro de la época-, a la mira telescópica del rifle del asesino en serie -reflejo de esos tiempos de desconcierto y anarquía- y de ahí a un policía intuitivo, sagaz, implacable y encomendado a una justicia que parece emanar tan solo de su percepción, sin admisión de intercesiones políticas –el alcalde-, de rango –el comisario- o de convenciones profesionales y civiles –la resolución de un atraco en el que Callahan aparece casi como fuerza del caos dados los destrozos que provoca con sus métodos, o la celebérrima escena con el atracador-. Sin embargo, es también la viva imagen de la entrega, acometiendo con eficacia, aunque con procedimientos más que cuestionables, las tareas más sucias que las impolutas gentes de bien del cuerpo y la ciudad no aciertan o quieren resolver desde sus altas torres de marfil.

            Así pues, Callahan es la solución antisistema para mantener el sistema. Un policía de métodos expeditivos, equiparables al crimen. Observa, juzga (no precisamente con misericordia) y actúa, es decir, ejecuta, más que detiene. Unos rasgos de donde surge para muchos un poso de reminiscencias fascistas –concretado a lo largo de la década con la glorificación del justiciero, con Bronson como rostro arquetípico-, con la acción y la apología de la violencia como seña de identidad pero que, repetimos, se inscriben en un contexto histórico determinado -con todo y ello, menos justificada aparece la escena en la que aborda con chantajes emocionales efectistas y simples los matices y las aparentes contradicciones de la Ley-.

Callahan es, en definitiva, un parche temporal autoconsciente –de ahí las frecuentes alusiones al sacrificio crístico, resueltas en el cierre-, decepcionado por el sistema, pero firme defensor del mismo, escudo de los inocentes, más desvalidos que nunca, y azote de los malhechores. No por nada, es él el primer damnificado por su injusticia y deformidad a causa de la muerte de su mujer, atropellada por un alcohólico, hecho que, no por mencionarse continuamente o de forma melodramática, no deja de imprimir su peso en la configuración de la personalidad del policía. Siegel, fiel a su estilo, plantea y apunta motivaciones dramáticas pero no se regodea en ellas, no las discute o analiza pretenciosa o ampulosamente, sino que las identifica como elementos que juegan en favor de la coherencia narrativa, de la acción que se desencadena en el transcurso del relato.

Callahan es, por si fuera poco, el demócrata total: odia a todas las razas, credos e ideologías de la misma manera, sin distinciones.

            En el otro rincón, Scorpio (Andy Robinson, buen contraste por su mezcla de inocencia infantil, perversidad y capacidad irritante) supone la sublimación todos los males de la sociedad post-Woodstock. Viste como un hippie, con una hebilla con el símbolo de la paz inclusive, pero representa la irracionalidad del odio sin motivo, la anarquía más pura que, como culmen de su depravación, emplea como escudo la misma ley que debería mantenerlo a raya. Si Callahan combate hombre a hombre, frontalmente y con un código propio e inquebrantable, Scorpio es una amenaza mutante y sibilina que no duda en abusar del indefenso, especialmente niños, retorciendo la bondad hasta usarla como arma. Es por tanto una alimaña –tiene la mirada perdida o que, en ocasiones, acecha desde las sombras, aúlla, ríe ante la muerte-, un loco a eliminar (con fuego).

No obstante, Scorpio, por exagerado y excepcional, representa desde luego un ejemplo con escasa validez para construir a partir de él una denuncia de los fallos de justicia del sistema pero, de nuevo, es el latido de unos años de desorientación, desilusión y furia.

            Una decepción que hace mella hasta en el más tajante servidor de la ley. Como punto máximo del proceso, estará el acto de desesperación que da lugar a una nueva muestra de habilidad en la dirección de Siegel: el primer cara a cara con un Scorpio herido, en el que Callahan, con el gesto desencajado, ya abocado a dejar de lado cualquier norma legal o moral e igualarse al asesino, hostiga y tortura al psicópata, acercándose a él retratado por una cámara que tiembla de tensión y rabia, entre imágenes nebulosas y alucinadas, al son de una música enfebrecida hasta que, cuando estalla la violencia criminal por parte del defensor de la ley, la cámara se aleja aterrada. Y todo en vano.

            Como sucedía en otro icono como Bullitt, y será norma común en el cine policíaco de la época, Harry, el sucio se vuelca a las calles de San Francisco en aras de una mayor verosimilitud, sin escatimar en revolver todos los bajos fondos –prostitutas, homosexuales, drogadictos, atracadores,…- paridos por una ciudad decadente y que se desmorona, todo ello acompañado de unos diálogos afilados y una violencia tan dura y seca como su protagonista, en la que tanto Siegel tras las cámaras, controlando los tiempos con mano de hierro, como Eastwood delante de ellas, con carisma de acero, dando cuerpo a un personaje destinado a formar parte de la cultura popular, se encuentran como pez en el agua.

Harry, el sucio funciona como un tiro a bocajarro: repentino, contundente, brutal. La película fluye llena de energía, acompasada a la perfección por la acertada banda sonora de Lalo Schifrin, avanzando con una colérica determinación que no impide sin embargo que se filtre e impregne por las fisuras y resquicios de la acción ese mencionado poso melancólico y contrariado de su tiempo.

            Tras este intenso impacto, sus posteriores secuelas se dedicarían a suavizar tontamente o reducir a su propio tópico el icono del inspector Callahan. Quizás los únicos matices interesantes sobre los principios de acción del personaje los arrojará la continuación inmediata, Harry, el fuerte, basada en un borrador escrito por Terrence Malick y desestimado para este primer encuentro.

 

Nota IMDB: 7,9.

Nota FilmAffinity: 7,3.

Nota del blog: 9.