Jerry Calamidad

29 Sep

Como representante de la vulgar realidad, el individuo común es un cuerpo extraño que, al no respetar los glamourosos códigos y convenciones del cine, siembra el caos en Hollywood. Para el especial póstumo en honor de Jerry Lewis en Cinearchivo.

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Año: 1964.

Director: Jerry Lewis.

Reparto: Jerry Lewis, Ina Balin, Everett Sloane, Phil Harris, Keenan Wynn, Peter Lorre, John Carradine.

Tráiler

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          The show(business) must go on. En 1964, Jerry Lewis ya había entregado El profesor chiflado, la obra que, en su función de director, grabaría su nombre en la posteridad del séptimo arte. Su cine, no obstante, seguía depurándose formal y conceptualmente, todavía solo reivindicado, como recuerda siempre el tópico sobre su vida, por la crítica francesa, deslumbrada por la originalidad y el talento de cintas como El terror de las chicas, que entremezclaban el slapstick de los años veinte con un notable atrevimiento a la hora de jugar con los códigos conceptuales y formales de la comedia, que desembocaban en este caso una osada ruptura con la suspensión de la credulidad al encajonar toda la trama en una casa de muñecas abierta a la observación del público, como un plató de teatro o de televisión donde la función se desarrolla en vivo y en directo.

El elemento metalingüistico, al igual que en otras de sus realizaciones, también es un elemento que se erigirá en capital en el transcurso de Jerry Calamidad, que como su anterior Un espía en Hollywood se ambienta en las bambalinas de La Meca del cine y que, por descontado, entrega el protagonismo al personaje tradicional de Lewis: el niño-hombre sometido a pruebas que desafían su torpeza innata, que es tal que acaba cambiando las tornas de la situación a su favor.

Aquí, como en El botonesJerry Calamidad originalmente estuvo concebida como una especie de prolongación de esta- es un azorado y sobreexplotado chico para todo de un hotel, de nuevo llamado Stanley -a pesar de la rebautización española que pretende rentabilizar desde el título el carisma del cinesta, una estrategia que se cebaba especialmente con los admirados cómicos mudos de Lewis, como Charles Chaplin o Buster Keaton, y que, con él mismo, los distribuidores repetirían en la tardía El loco mundo de Jerry-.

Así pues, Stanley es don nadie que resulta escogido casi al azar, aunque podríamos decir que premonitoriamente, por un grupo de profesionales de Hollywood para sustituir al actor estrella sobre el que gravitaba sus respectivas carreras, fallecido en trágico accidente de aviación. Es decir, el concepto de industria del cine en un sentido literal, la cual ha de facturar nuevos productos para mantener en activo los engranajes económicos y laborales de todo un microcosmos.

          Lewis, crítico con el sistema que dominaba la fábrica de los sueños, establece un esquema no demasiado diferente al que vertebraba precisamente El profesor chiflado -y que, aparte desdoblamientos caracterizados como Las joyas de la familia o Tres en un sofá, incluso podría situarse en el espacio que media hasta la venidera La otra cara del gángster, otro relato donde el personaje principal ha de asumir, al menos parcialmente, una identidad que es y no es la suya al mismo tiempo-. Al fin y al cabo, el equipo de productores, directores, escritores y representantes pretende impulsar sobre el ingenuo botones una suerte de transformación con la que pase de ser un profesor Julius Kelp cualquiera a un inefable y seductor Buddy Love.

La idea, filtrada por tanto por el mito de Pigmalión, entronca en paralelo con un concepto muy capriano, como es el de la intromisión del ciudadano común, ingenuo y puro en su bondad natural, en los grandes escenarios dominados y trampeados por los poderes fácticos y el status quo, que trata de manejarlo y servirse de él a su antojo, premisa que encuentra su máximo exponente en Juan Nadie. Son las bases de una sociedad, la estadounidense, en la que la propaganda desempeña un papel fundamental en su su historia, su política y su idiosincrasia, potenciada exponencialmente además por la evolución de los medios de comunicación de masas.

          Pero, volviendo a Jerry Calamidad, al igual que ese Morty S. Tashman de Un espía en Hollywood o incluso, en esa misma década, que el icónico Hrundi V. Bakshi de El guateque, estos individuos suponen cuerpos extraños que no se ajustan a las leyes y convenciones del cine y, por ello, terminan convirtiéndose en agentes del caos, como un virus que el organismo de Hollywood trata de repeler con sus defensas -o asimilar, en el mejor de los casos- aunque para encontrarse con que ese aún mayor contraste únicamente refuerza al enemigo. Es la (caricaturizada) realidad -esto es, usted o servidor-, feúcha, torpe, aintiépica, humillada e imperfecta en definitiva, y que, por la influencia de esos mismos defectos naturales, destruye el artificioso glamour del cine.

Hasta el final feliz de Jerry Calamidad, rasgo peliculero por excelencia, es fingido, puesto que Lewis revela el truco de inmediato mostrando el set de rodaje y aclarando al espectador a través de la cuarta pared que, obviamente -y pese a que podía haber repetido el gag con el que daba paso a los títulos de crédito- el protagonista no iba a despeñarse por el balcón justo cuando había resuelto su conflicto personal y amoroso por extensión -la reivindicación de su personalidad imperfecta, análoga otra vez, por ende, al discurso de El profesor chiflado-. Es la exploración metalingüística previamente mencionada, una de las armas cómicas predilectas de Lewis y que, en este sentido, antes de este abrupto desenlace ya se presentía en la misma apertura -que reaprovechaba una escena de La montaña siniestra para simular la catástrofe aérea- y en la presencia de celebridades reales haciendo de sí mismas en pantalla –George Raft que repite cameo tras El terror de las chicas; Hedda Hopper, Ed Sullivan…- o, en una divertida travesura, por alusión -la referencia de Sullivan a su invitación a su programa de televisión del dúo de Dean Martin y… Jerry Lewis-.

          Por otro lado, Lewis se lanza a homenajear directamente al cine silente con la incorporación de una secuencia mamada de Chaplin -la tierna reivindicación romántica de dos almas marginales que se encuentran, reconocen y aman al instante-, y con otro número de auténtica pantomima que es el que, no por casualidad, conduce a Stanley definitivamente al éxito. Este último es una representación dentro de la representación; el primero, un flashback insertado a la fuerza, un tanto desligado del desarrollo de la narración.

Pero, por lo demás, el Lewis guionista continúa puliendo su labor de escritura para componer argumentos más fluidos, que no consistan en el mero encadenamiento de sketches ocurrentes. Sí permanecen en Jerry Calamidad elementos característicos de su filmografía, como el colorismo heredado de sus antiguas colaboraciones con Frank Tashlin, que dota a la acción de un aspecto cartoonesco acorde a la capacidad gestual del histrión norteamericano, siempre desatada, y que parece deslizar una cierta mirada sátira hacia la estética definitoria del American Way of Life y su estudiada idealización naif. En este apartado se ensaya asimismo con los efectos del contraste: el rojo contra el verde, los tonos brillantes frente al negro de las vestimentas de una cohorte que se cierne agorera sobre el indefenso protagonista, como si fuese un filme de terror. No en vano, dentro del espectacular elenco de secundarios del que se rodea Lewis se hallan los rasgos de grandes secundarios de Hollywood como John Carradine y Peter Lorre -en la que sería su último trabajo antes de fallecer a los 59 años-, así como de Everett Sloane, que ya había encarnado a un agente cinematográfico en apuros en La podadora (El gran cuchillo). Y, entre tanto rostro dudoso, Ina Balin sabe cómo aportar el necesario contrapunto de dulzura.

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Nota IMDB: 6,3.

Nota FilmAffinity: 6,3.

Nota del blog: 7.

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