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Caravana de paz

6 Mar

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Año: 1950.

Director: John Ford.

Reparto: Ben Johnson, Harry Carey Jr., Joanne Dru, Ward Bond, Charles Kemper, Alan Mowbray, Jane Darwell, Russell Simpson, Kathleen O’Malley, Ruth Clifford, James Arness, Hank Worden, Fred Libby, Mickey Simpson, Francis Ford, Jim Thorpe, Movita.

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           En su modestia o en su pose de autor refractario a su posible condición de artista elevado y a los elogios de los entendidos y los gustos masivos, John Ford solía escoger como las favoritas de su propia filmografía a películas pequeñas, realizadas en la intimidad o con cierto grado de fracaso, como El fugitivo, El sol siempre brilla en Kentucky o Caravana de paz.

           En cierta manera, Caravana de paz representa la antítesis de El caballo de hierro, un filme eufórico y monumental sobre la conquista del territorio norteamericano que había catapultado el nombre de Ford al estrellato. Este es también un filme sobre la colonización del Oeste y sobre la forja del país con sus valores fundacionales de libertad y prosperidad universales. Pero el punto de vista de esta producción prácticamente de serie B, sin estrellas que lideren un reparto compuesto no obstante por rostros reconocibles del habitual contingente fordiano, tiende a romper parte de su potencial épico no solo por estas minimalistas condiciones del rodaje, sino también por varias líneas argumentales y estilísticas que arrojan variaciones sobre un planteamiento sencillo, reconocible y breve, comenzando por ese estridente y desafinado cuerno con el que se da la orden de marcha a los peregrinos.

           En cualquier caso, Caravana de paz es un filme de profundo aliento lírico que traza numerosos paralelismos entre la aventura de un grupo de mormones en su ruta hacia los valles del río San Juan, en Utah, con el Éxodo bíblico. El destino de esta epopeya se antoja como un lugar providencial, un nuevo paraíso que requiere un esfuerzo titánico, moral y físicamente, para los creyentes que se dirigen a él, encabezados por un pastor que, en la tradición humorística de Ford, muestra un temperamento atronador y rabiosamente maledicente, para constante reprobación del genial Russell Simpson. El actor que lo encarna es Ward Bond, una de esas representaciones del gañán grandullón, llano e impetuoso por las que el cineasta mostraba tanta querencia y que aquí tendrá mayor protagonismo del que suele gozar. De hecho, el carisma del personaje propiciaría que Bond lo siguiera encarnando, hasta su muerte, en la serie Caravana.

           Esta composición atípica -aunque genuinamente fordiana, decíamos-, que dota de tridimensionalidad a los personajes y legitima y refuerza la potencia de sus emociones y sus apuros, termina por configurarse como una auténtica llamada a desprenderse de los prejuicios hacia el semejante -muchos de ellos, por cierto, consolidados por el cine, como expondrá el propio Ford en la posterior El gran combate y sus intenciones de hacer justicia, dentro de lo posible, al maltratado indio de las películas del Oeste-.

Porque esta concepción también se encuentra presente en el dúo que dirige oficialmente la caravana hasta la tierra prometida, que no son sino dos despreocupados buscavidas, poco menos que estafadores de caballos y que aceptan el trabajo prácticamente por la promesa de unos cabellos rojos mecidos por el viento, sin saber del todo bien por dónde llevar la partida. De igual manera, la protagonista romántica es una mujer que hace su primera aparición ebria como una cuba y que luego demostrará una interesante independencia que se revela en la poca usual estampa de un cigarrillo chulescamente sostenido en sus labios, lo que, respaldado por la mirada penetrante y la insinuante media sonrisa de Joanne Dru, propulsa su atractivo fuera de lo habitual. El charlatán puede exhibir un coraje y una nobleza inesperados bajo su fachada de vendedor de crecepelos. El enemigo, por su parte, lanzado como amenaza desde la misma irrupción de los fotogramas, es asimismo un hombre con un notable sentido de la protección y cariño hacia sus sobrinos y compañeros de correrías. Y el Indio, anticipando lo antes dicho acerca de la voluntad redentora de El gran combate, emerge como un hospitalario espíritu de estos parajes ancestrales, incluso frente a la probada iniquidad del invasor. Y está encarnado, en general, por auténticos nativos americanos.

Pero sobre todo, en una admisión anticonvencional en un western que todavía no se ha adentrado en los retorcidos vericuetos de su vertiente psicológica, los presuntos antihéroes demuestran un importante realismo humano en sus dudas, reticencias y confesados temores para enfrentarse a los malvados. Más aún, desprecian el uso de las armas -a no ser que las circunstancias lo impongan irremediablemente, matiz para ese pacifismo pleno que algunos le atribuyen a la cinta-.

           Por medio de estas herramientas, que derrochan encanto, calidez, sentido poético y fiabilidad narrativa, Ford reconstruye los peligros geográficos y humanos del camino al Oeste, enmarcados en el vasto desierto, imponente en las atávicas catedrales de piedra que se levantan en el paisaje, y a través del cual los romeros conforman una comunidad embarcada en una pasión repleta de penurias y polvo. Es decir, como si de un ritual de redención colectiva se tratase, con los correspondientes sacrificios personales y compartidos en favor del bien común, en los que el optimismo, la bondad y la humanidad en definitiva constituyen valores esenciales para llevar la empresa a buen puerto.

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Nota IMDB: 7,2.

Nota FilmAffinity: 7,1.

Nota del blog: 8.