La hechicera blanca: en misión de martirio y redención hacia el corazón de las tinieblas. 1953, un año de aventuras exóticas para la primera parte del especial que Cine Archivo dedica al compositor Bernard Herrman.
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La hechicera blanca: en misión de martirio y redención hacia el corazón de las tinieblas. 1953, un año de aventuras exóticas para la primera parte del especial que Cine Archivo dedica al compositor Bernard Herrman.
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Año: 2016.
Director: James Gray.
Reparto: Charlie Hunnam, Sienna Miller, Robert Pattinson, Tom Holland, Edward Ashley, Angus Mcfayden, Ian McDiarmid.
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El oficial Percival Fawcett observa que el venado que ha cobrado momentos antes, en la partida de caza, preside la mesa de los prohombres militares y civiles, quienes lo dejan al margen. Mientras abandonan la sala, los potentados de los que depende su carrera comentan entre susurros la infamia que el padre del soldado ha vertido sobre su apellido familiar, justificación suficiente para mantenerlo fuera de su lado. Fawcett contempla como cierran la puerta delante suyo, delante de su figura reflejada infinitamente en el espejo, hacia el pasado y hacia el futuro.
Si bien el relato de Z. La ciudad perdida es una biografía, Fawcett es un personaje digno de una novela de Joseph Conrad. «Uno de los nuestros» que se encuentra atormentado por una mácula que es a la vez personal -el estancamiento de su progreso en el Ejército, su falta de condecoraciones aun cuando encara la recta final del periodo servicio- y heredada -el desprestigio de su progenitor-, esta última una constante temática en el corpus de James Gray. Un oprobio invisible para ojos ajenos pero que arde en las entrañas propias y que trata de lavar azarosamente en la itinerancia, en una búsqueda interior que se canaliza hacia una búsqueda exterior -el viaje incesante- que raya en lo obsesivo, que se torna en cuestión de vida o muerte por encima de otras consideraciones que, quizás, hubieran bastado para colmar su desaliento existencial -el amor de la familia-.
La más célebre adaptación al cine de los textos de Conrad es Apocalypse Now, donde la ruta de Francis Ford Coppola seguía el curso marcado por El corazón de las tinieblas y, al mismo tiempo, tomaba tonalidades y atmósferas de Aguirre, la cólera de Dios, la traducción en fotogramas que Werner Herzog había realizado de la antiepopeya amazónica del conquistador Lope de Aguirre y sus marañones, según el estudio de Ramón J. Sender. Gray admite haber acudido a ambas fuentes, entre otras, para dar cuerpo a Z. La ciudad perdida, proyecto que el director llevaba madurando durante cerca de una década, con un recorrido que resulta casi paralelo a las sucesivas expediciones de Fawcett en pos de su El Dorado olvidado en las recónditas junglas disputadas por Brasil y Bolivia, henchidas de poderosas esperanzas y todavía más terribles frustraciones.
Sin embargo, Fawcett parece emparentarse más estrechamente con el Lord Jim incapaz de alejar a los demonios de sus actos pretéritos –personaje también adoptado para el séptimo arte por Richard Brooks– que con el Charlie Marlow que remontaba el río Congo para encontrarse con Kurtz y el horror. Y, más que al airado Lope de Aguirre que se alza en rebeldía para construir un reino a su medida, donde sea él quien determine los privilegios antes vedados, Fawcett recuerda al Francisco Manoel da Silva ‘Cobra Verde’ insubordinado contra su marginalidad de bandido y que anhela llegar a la tierra fantástica de la nieve para, acaso, hallar un mundo que lo reconozca y respete como ser humano.
Puede que de esta contradicción de referentes provengan las ambiguas sensaciones que deja el filme de Gray, que muestra con delicadeza a un individuo desorientado en una Inglaterra de luz trémula y ambientes cerrados pero que, en cambio, echa en falta un punto de intensidad, de locura, de delirio, de visceralidad o de magnificiencia incluso -esto es, de Herzog, de Coppola- en la repetida persecución que este hombre que brinda por la muerte hace de El Dorado, Z o la ciudad soñada en la inmensidad impenetrable del Amazonas. Una mayor fisicidad de las imágenes, más correosas y viscerales -al menos en determinados pasajes-, en contraste con la pátina nebulosa que atenúa los fotogramas de las escenas inglesas, bañándolas de melancolía y hasta de desidia. El protagonismo de un actor de aspecto apolíneo e impecable como Charlie Hunnam también contribuye a que no se transmitan esas pulsiones monomaníacas, irracionales o trascendentales que, a mi juicio, podría haber beneficiado a la narración.
La apertura de Z. La ciudad perdida es una llama que alumbra la oscuridad, revelando un destino. El descubrimiento, la iluminación. En su plasmación de las odiseas de Fawcett, Gray apuesta por una poética melancólica de menores revoluciones, elegante, con un vaporoso toque de misterio, pero que tampoco se sumerge en la abstracción. La formulación estética evoluciona además a cada capítulo, en paralelo a la vida del explorador: la tensión y el asombro del accidentado primer periplo; el placer aventurero del segundo, solo lastrado por la intromisión de herejes ajenos al hechizo ancestral del lugar -aunque sin alcanzar el mayestático grado de romanticismo y vitalismo que le conferiría un bardo legendario como John Huston, tótem absoluto en estos lares-, y la mirada más calmada, más reflexiva acerca de la belleza y la singularidad del espacio, del tercero. Son sus pasos en una trayectoria que avanza a tientas, o puede que a ciegas, haciendo equilibrio entre la perdición y la realización, entre lo que aprende y lo que se le escapa, hacia la llama.
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Nota IMDB: 7,1.
Nota FilmAffinity: 6,4.
Nota del blog: 7.
“Nada ha cambiado; nuestras fijaciones dogmáticas, nuestra indiferencia hacia sufrimientos y genocidios reales y cercanos, nuestros silencios cobardes… persisten.”
Constantin Costa-Gavras
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Año: 2015.
Director: Ciro Guerra.
Reparto: Nilbio Torres, Jan Bijvoet, Antonio Bolívar, Brionne Davis, Yauenkü Migue.
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El abrazo de la serpiente es una odisea mística enmarcada en una frontera absurda, plantada por el hombre en medio de la selva amazónica indomeñable. Pero la verdadera frontera, a través de la cual evoluciona el relato, es la que se traza entre el hombre blanco y el indígena. Dos mundos que colisionan y se transforman, parasitados o hibridados, nunca mutualizados.
El colombiano Ciro Guerra plantea la obra entrelazando dos tiempos –tres, si se incluye pertinentemente el presente del espectador, al que interpela el discurso-, fundidos entre sí por medio de un personaje nativo trascendental, de dos búsquedas distintas por un explorador foráneo y de dos estilos de fotografía, el primero un blanco y negro que emula los retratos de principios de siglo, de majestuoso contraste, y el segundo con una escala de grises con mayor definición que emula a la de los años cuarenta.
Pero, a pesar de que el chamán Karamakate ejerce el mismo rol en ambos y que el botánico es percibido por su guía como una proyección reencarnada de su antecesor, ninguno de los dos es idéntico a su imagen del pasado: uno, consumido por la decepción, la duda y el remordimiento, es la sombra de sí mismo –su chullachaqui-; el otro, ha tornado una a priori búsqueda de vida en a priori una búsqueda de muerte. El escenario que les envuelve ha mutado en consecuencia, degrado por el entendimiento imposible –o peor, por el apareamiento forzoso y malinterpretado- entre dos concepciones opuestas de la existencia, del universo y de lo sagrado.
Inspirado por los diarios del etnólogo alemán Theodor Koch-Grünberg y del biólogo estadounidense Richard Evans Schultes, El abrazo de la serpiente es una historia de extinción y olvido pero sobre el que, a través del aprendizaje y de los clarividentes esfuerzos de Karamakate, último de los suyos, se trata de sembrar la última semilla de creación, de esperanza. Sus fotogramas despiertan una hipnosis repleta de lirismo, ora sobrecogedor por las emanaciones telúricas de la Naturaleza, ora desolado por la huella de las acciones del hombre –del hombre colonial se entiende; ávido depredador de los de su especie, paternalista hacia perspectivas que no son la suya en el mejor de los casos-. La potencia visual conquistada -y que se convierte en el armazón expresivo del argumento, parte de su fondo y de su huella-, es el principal triunfo del filme.
La película conecta asimismo con las aventuras amazónicas y congoleñas del diplomático Roger Casement en su lucha contra la barbarie de las explotaciones de caucho, figura histórica que serviría de semilla a Joseph Conrad, con quien coincidió en vida, para escribir El corazón de las tinieblas, luego plasmada en celuloide en la inconmensurable Apocalypse Now, una de las citas recurrentes que se han empleado para describir precisamente la aquí comentada.
También flota El abrazo de la serpiente cierto aire de pesadilla lisérgica, plasmado de forma evidente en los capítulos en la misión de La Churrera, aunque la alucinación no pervive durante la narración al completo –para su desgracia, pues su vigor estético e ideológico es notable-. Su recorrido es otro, más orientado hacia cierto despertar metafísico a la conciencia –simbolizado por la yakruna, flor de los dioses- y donde, pese a sus buenas intenciones –o quizás por la fuerte convicción de las mismas-, la vertiente espiritual-esotérica de la fábula ecologista e indigenista resulta bastante más convencional, simplista por su condición de herramienta para componer un mensaje un tanto plano y manido.
Primera nominación al Óscar a la mejor película de habla no inglesa para una producción colombiana –realizada en colaboración con otros países de la región y donde la ausencia de apoyo financiero europeo parece entroncar con la esencia de la propia cinta-.
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Nota IMDB: 8,2.
Nota FilmAffinity: 7,8.
Nota del blog: 7,5.
“No hay nada que pueda superar al diseño de la naturaleza, nada. Verla en su forma más pura, en esos lugares que no han sido tocados, que están tal y como eran hace miles y miles de años… Eso es algo muy poderoso. Yo paso mucho tiempo montando a caballo y hay algo muy especial al estar en la naturaleza en su estado puro, algo que tiene un efecto muy profundo en uno mismo: te pone la vida en perspectiva.”
Robert Redford
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Año: 2014.
Director: George Ovashvili.
Reparto: Ilyas Salman, Mariam Buturishvili, Irakli Samushia, Tamer Levent.
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Curiosidades de la cartelera española, han coincidido en las salas del país, casi simultáneamente, Mandarinas y Corn Island, dos coproducciones de esencia georgiana y enclavadas en la Guerra de Abjasia de 1992 y 1993, herida abierta tras el desmoronamiento del coloso soviético. Además, ambas películas proceden a desarmar con profunda humanidad la sinrazón de un conflicto perdido en un lugar recóndito el cual manifiesta su trascendencia y su eternidad a través de esa misma tierra generosa en frutos -como indican ya los propios títulos de las obras-. Un territorio donde la propiedad, si tal cosa existe, solo puede definirse a través de la creación, del trabajo. “Esta tierra pertenece a su creador”, zanja el hombre protagonista de Corn Island cuando su nieta le interroga si la fértil isla donde cultivan maíz se encuentra en los límites de Georgia o de la Abjasia.
Es este uno de los escasos diálogos que se testimoniarán a lo largo de una obra que no por ello habla con voz menos clara y estentórea. Corn Island expone su discurso por medio de elementos capaces de reducir al ser humano y sus conflictos a su justa dimensión. Siguiendo esta idea, el desarrollo del filme se acompasa al ciclo de la vida, manifestado en los ritmos de una cosecha de maíz que emerge de la Naturaleza, de una isla afortunada en mitad del río Enguri, en su curso desde el Cáucaso al Mar Negro, como uno más de sus magnánimos milagros, tan solo parejo a sus correspondientes e inexorables caprichos de destrucción.
Portentos, en definitiva, ante los que el hombre solo puede ejercer de espectador impotente o amoldar su breve circunstancia a aquello que le es concedido –el hogar, en definitiva, que puede ser representado por apenas un par de líneas de sombra sobre el suelo-.
En comparación con los puntuales e innecesarios movimientos de cámara, acometidos con menor elegancia, la realización de George Ovashvili alcanza su mayor grado de finura cuando se pliega al poderoso entorno que compone el escenario y se apresta a capturar con delicadeza estos pequeños y expresivos detalles que equivalen a conceptos absolutos.
Heredando el mitologema presente en la cosmovisión del ser humano –el mito de Osiris, por poner uno de sus primeros y más conocidos ejemplos-, la siembra, maduración y siega de los vegetales se transforman en Corn Island en una metáfora de la existencia universal. Una proyección simbólica que amplía con sutileza la perspectiva del relato, donde la perturbación producto de la terrible acción bélica, sita en una frontera puramente ilusoria y descabellada, queda enmarcada casi como un detalle anecdótico. Un ciclo que, además, también se hace carne en el crecimiento de la muchacha que ayuda al viejo en su tarea –la pérdida de la infancia, el descubrimiento de la sexualidad-, y que, en conjunto, desprende a su paso acentuadas sensaciones de melancolía y fugacidad, así como de una leve épica muy humana, poética y perecedera.
Con el majestuoso paisaje caucásico transformado en un personaje más, sobrecogedor, hermoso, lírico y omnipotente, la diosa naturaleza y la trascendencia metafísica reclaman pues su protagonismo en la cinta trazando poco a poco el círculo cósmico del eterno retorno; de la vida, la muerte y la resurrección.
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Nota IMDB: 8.
Nota FilmAffinity: 7,2.
Nota del blog: 8.
Contracrítica