Tag Archives: Psicología

Recuerda

15 Jul

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Año: 1945.

Director: Alfred Hitchcock.

Reparto: Ingrid Bergman, Gregory Peck, Michael Chekhov, Leo G. Carroll, John Emery, Rhonda Fleming, Bill Goodwin.

Tráiler

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          «Querida, es solo una película». La sentencia la empleaba Alfred Hitchcock para burlar las frecuentes intromisiones de la doctora May Romm, la que había sido la terapeuta del productor David O. Selznick, quien, complacido por la experiencia, la había contratado como consejera técnica para la realización de una de las primeras películas de Hollywood en adentrarse en el psicoanálisis: Recuerda. El director inglés, menos entusiasta, calificaría el proyecto como «otra historia de caza del hombre envuelta en pseudopsicoanálisis».

          En efecto, toda la teoría psicológica que aparece en el libreto -firmado por una pluma de talento como la de Ben Hecht, que al parecer había hecho un profuso trabajo de documentación- puede considerarse una nota de exotismo destinada a otorgar distinción a la intriga y poco más. Primero por su tópico tratamiento, que abarca también la célebre escena del sueño concebida por Salvador Dalí, bastante postiza de por sí -habría que empezar a hablar seriamente de lo poco que se parecen las obras surrealistas a los sueños- y empleada con evidente brusquedad en lo argumental, si bien, con todo, cuenta con el beneficio de la duda porque había sido mutilada posteriormente por Selznick, con William Cameron Menzies a cargo de la realización. Y, en segundo lugar, porque, además, Recuerda maneja conceptos que, con el progresivo avance de la ciencia, han quedado ya bastante obsoletos o incluso desacreditados. Nada, en cualquier caso, que le importe demasiado al cine, que sigue perseverando en mostrar a los velociraptores como monstruos de dos metros de longitud desnudos de plumas.

          Pero Hitchcock es un autor que ha firmado un puñado de sus grandes obras, con Vértigo (De entre los muertos) y Psicosis a la cabeza, adentrándose en las distorsiones de la mente humana y extrayendo de ella un turbio sentido del deseo, de la amenaza, del peligro. En cierta manera, Recuerda es una especie de inversión de Sospecha -vaso de leche incluido, que aquí deja un curioso e intrigante fundido a blanco-, de ahí que no sea extraño que Hitchcock quisiera a Cary Grant para el papel protagonista. Si en aquella el suspense nacía de una sombra de maldad que parecía aflorar tras la mirada de un marido de ensueño, en la presente, la búsqueda de la mujer enamorada -una psicoanalista en el deshielo de sus emociones, concepto representado también con la tremenda brusquedad simbólica de unas puertas que se abren- rastrea la idea de bondad que entrevé en un personaje dudoso hasta lo siniestro -un enfermo mental que se hace pasar por un eminente terapeuta desaparecido sin dejar rastro-.

          Siguiendo esta línea, Recuerda está estructurada como una bien engrasada investigación policíaca -una muerte sin resolver con elementos tan hitchcockianos como los del aparente falso culpable y el individuo corriente que se ve arrastrado por una trama extraordinaria- en la que confluye asimismo una exploración romántica en la que se erige al sentimiento como una fuerza intuitiva todavía más poderosa que la razón. Y, más aún, a la intuición femenina, acosada por el simple despecho de sus salaces colegas de profesión o por la otra forma de machismo que esgrime su maestro -un estereotipo de viejo genio con bináculos, perilla de chivo y acento centroeuropeo interpretado por el sobrino de Anton Chejov– cuando reduce esta agudeza a las típicas fantasías femeninas.

La convicción de Ingrid Bergman, que en buena medida ayuda a sostener la tambaleante credibilidad del filme, contrasta con un Gregory Peck que fuerza la mueca y los tics de malvado. No obstante, hay notas de solapado humor que aguijonean toda pretensión de impostada solemnidad -el detective de hotel como psicólogo alternativo, el cuestionamiento del amor poético, las invectivas contra el matrimonio como fuente de neurosis-.

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Nota IMDB: 7,7.

Nota FilmAffinity: 7,6.

Nota del blog: 6,5.

Un blanco, blanco día

1 Jun

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Año: 2019.

Director: Hlynur Palmason.

Reparto: Ingvar Eggert Sigurdsson, Ída Mekkín Hlynsdóttir, Hilmir Snær Guðnason, Björn Ingi Hilmarsson, Elma Stefania Agustsdottir, Haraldur Ari Stefánsson, Þór Hrafnsson Tulinius, Sara Dögg Ásgeirsdóttir.

Tráiler

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         Una escultura sobre la mesa del salón, una piedra en un prado, un guardarraíles arrancado, un paisaje nebuloso, un parabrisas con los vidrios reventados, un cristal de roca. Hlynur Palmason desliza un puñado de disgresiones mientras Ingimundur, el protagonista de Un blanco, blanco día lidia con el duelo por su esposa fallecida y, en paralelo, investiga la corazonada sobre una posible infidelidad suya. El director islandés dedica un buen tiempo a capturar el recorrido de un peñasco que, tras atravesarse en el camino, rueda ladera abajo hasta reposar en el fondo del mar. También a fugarse a un programa presuntamente infantil que lanza advertencias sobre la muerte y el desastre por venir desde una realización tan patética como estridente y profundamente inquietante. Tras el plano introductorio de un accidente en mitad de la nada, entrega imágenes fijas de una casa en construcción, sobre la que pasan los días y las estaciones. Son escenas que bien parecen adentrarse en los revueltos interiores de Ingimundur -también se recurrirá el zoom para acercarse a instantes desasosegantes-, bien parecen distanciarse de su drama y abandonarlo en la indiferencia de un paisaje y un mundo sobrecogedores, que prosiguen su curso al margen de las cuitas humanas. Esto último puede generar igualmente cierto desapego hacia lo que le pueda ocurrir al personaje.

         Ingimundur es un hombre, un padre, un abuelo, un policía, un viudo. Y pocas palabras más arranca para autodefinirse mientras el psicólogo trata de hurgar en su herida íntima. En ello, Ingimundur es tan impenetrable como la piedra que se despeña. Hlynur monitoriza su evolución a través de un argumento prácticamente anecdótico -probablemente demasiado, con independencia de la calma con la que se le aborde- que da lugar a una indagación de la que apenas se van concediendo pistas a cuentagotas. Este es el hilo a partir del cual rastrea cómo, por determinadas circunstancias y en medio de un cúmulo de dolor, ese autorretrato se descompone y termina de llevárselo por delante, por más que trate de marcar territorio embistiendo como un carnero.

         Es significativo que este pretendido paradigma de héroe silencioso -aquel por el que clamaba Tony Soprano después de derrumbarse ante los patos que emigraban cumpliendo con el ciclo de las migraciones y de la vida- llegue a una especie de catársis a través del grito. El primero, visceral, que acontece en un punto climático del relato, queda seccionado por el cinesta, en contraste con esas mencionadas disgresiones a las que dedica tanta atención. El segundo, voluntario, muestra cierto carácter terapéutico, también relacionado con que, en el fondo, se trate de un grito compartido. La compañía cuenta, sobre todo estando ante un drama de ausencias, ante una película de fantasmas.

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Nota IMDB: 7.

Nota FilmAffinity: 6,4.

Nota del blog: 6,5.

Vértigo (De entre los muertos)

3 Abr

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Año: 1958.

Director: Alfred Hitchcock.

Reparto: James Sewart, Kim Novak, Barbara Bel Geddes, Tom Helmore.

Tráiler

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         Uno, que sigue amando el cine como vehículo para contar historias, detecta en Alfred Hitchcock una tendencia que resulta irritante: su confesada indiferencia a caer en trampas de guion. Vértigo (De entre los muertos) es un ejemplo flagrante de ello. Pero, aun así, es una de mis películas favoritas del maestro británico.

         En Vértigo, la capacidad de Hitchcock para transformar el trauma psicológico del protagonista en una pesadilla recurrente otorga validez a una obra que induce un profundo estado de hipnosis mientras John ‘Scottie’ Ferguson persigue fantasmas por San Francisco, una ciudad fascinante de por sí, laberíntica y alucinada ya todavía antes de la primavera hippie. Primero voyeur, luego ser encantado, por último obseso enfermizo, los ojos de James Stewart -el actor que encarnaba la idealización del ciudadano medio- son los del propio espectador, también voyeur, ser encantado y obseso enfermizo. De tan exagerados, el color y la iluminación dinamitan cualquier ilusión de naturalidad e invocan el misterio. Trasladado el relato al otro lado del espejo, Scottie queda atrapado en una espiral en rojo y verde, de luz y oscuridad, de deseo y peligro, de romanticismo y obsesión, de vida y muerte. Antagonismos como el contrazoom mirando al vacío que sirve para expresar su mente asediada.

         A Stewart, como personaje de ética inmaculada, ya lo había trastocado Anthony Mann en una serie de westerns que exhacerbaban esa turbia sombra que se le había quedado en la mirada después de la Segunda Guerra Mundial. Aquí, interpreta a un personaje que, pese a su apariencia afable, es verdaderamente dudoso. La escena introductoria, que lo presentaba como persona de autoridad -un detective de la policía con brillante porvenir- lo deja impotente o, como mínimo, antiheroico. Su estrecha relación con una amiga de los años de universidad, antigua prometida y esposa presumiblemente perfecta -por lo convencional-, encierra una serie de miradas, anhelos y rechazos que acrecientan ese perfil resbaladizo del bueno de Scottie. La tortura a la que se le somete después agravará las consecuencias de esta base con la que, cruel y sarcástico, trabaja Hitchcock.

De hecho, la trama criminal, el suspense paradigmático del autor, es mucho menos interesante que el tercer acto, donde explota ese cóctel, cada vez más fuerte, más intenso, de aguijonazos eróticos, subversiones y coqueteos, con un abismo que siempre parece estar ahí, aguardando la caída. Con Scottie sacado directamente del psiquiátrico, sin escenas intermedias que acomoden o expliquen su nuevo estado, Vértigo se adentra entonces, descosiendo el progresivo cambio de tornas en este juego entre personajes, en un patológico y monomaníaco tour de force. En él, los valores que impulsaban la existencia del personaje/espectador -la belleza y el amor sublimados- se terminan por desquiciar hasta desbocarse en pulsiones desesperadas, frustrantes, tóxicas. Irreales. Scottie ansía a Madeleine, no a Judy, y no digamos ya a Midge. Y la persigue no en una ensoñación, sino en una pesadilla. Una pesadilla recuerrente.

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Nota IMDB: 8,3.

Nota FilmAffinity: 8,2.

Nota del blog: 9.

El mensajero del miedo

22 Ene

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Año: 1962.

Director: John Frankenheimer.

Reparto: Frank Sinatra, Laurence Harvey, Angela Lansbury, James Gregory, Janet Leigh, Leslie Parrish, John McGiver, Khig Dhiegh, Henry Silva, Albert Paulsen.

Tráiler

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         «Un poco de humor, Zilkov, siempre un poco de humor», aconseja constantemente el psiquiatra Yen Lo a su atribulado enlace soviético en Nueva York mientras afinan los cables de su arma humana definitiva: un veterano de la Guerra de Corea, condecorado con las máximas distinciones, que, después de un intenso lavado de cerebro, se convierte en un títere en sus manos comunistas.

El humor convierte al monstruo en un ser de carne y hueso, y por tanto lo hace más terrible. También desnuda el trágico patetismo que se esconde detrás de las acciones humanas, envueltas en un devenir de los acontecimientos en el cual los intentos de ordenar el caos mediante razones, ideas y valores son simples lazos que tratan de atrapar un absurdo inasible.

         El mensajero del miedo es un thriller de una nueva era, en la que John Fitzgerald Kennedy construía un Camelot prometido para limpiar la corrupción con la que el macarthismo había mancillado al autoproclamado país de la Libertad. Pero es un tiempo, no obstante, en el que la Guerra Fría se agitaba con virulencia y la inquietud por el enemigo quintacolumnista, aunque no tan exacerbada, continuaba vigente en la psicología colectiva. Haciendo palanca en esta tensión solapada, el filme apunta como ese antagonista encubierto a un héroe de historial aparentemente intachable para, según arrecia la paranoia, desvelar cuáles son los verdaderos detractores de las libertades sociodemocráticas. El tono abiertamente satírico con el que Richard Condon escribía su novela reaviva hoy sus llamas cuando en Estados Unidos intentan dilucidar las conexiones de su palurdo presidente, Donald Trump, con la Rusia del no menos tosco Vladimir Putin.

Con independencia de lo grave o superficial que sea esta relación entre ultranacionalistas alfa, merece la pena revisar los vínculos que comparte el trumpismo con el iselinismo, que es el estilo político que, en El mensajero del miedo, abandera ‘Big John’ Iselin, estridente senador con aspiraciones vicepresidenciales que, aún por entonces, emulaba los desafueros anticomunistas, chabacanos y etílicos del inefable Joseph McCarthy. La campechana e inepta vulgaridad que desprende James Gregory es magnífica.

         Iselin es otra de las piezas que convergen en una trama verdaderamente enrevesada, con algunos principios y cabos tan forzados como ese flechazo de una atractiva pasajera por un compañero de cabina neurasténico y sudoroso, aunque bien vale darlo por bueno solo con tal de llegar a una delirante conversación entre vagones, con un insólita partenaire femenina rebosante de ingenio -no recuerdo demasiados ejemplos de este arquetipo con semejante agudeza en el manejo a bocajarro del comentario absurdo- en la que la Janet Leigh demuestra, además, una extraordinaria capacidad cómica -e interpretativa-.

Este sentido del humor, que tanto defiende el doctor Yen Lo, contribuye a acrecentar la sensación de delirio que envuelven las pesadillas del comandante Marco (Frank Sinatra), que se van tornando desconcertantemente ciertas. Tan ciertas y probables, tan absurdas, como la vida real, donde las imágenes son todavía más torcidas, sombrías y borrosas que las que compone John Frankenheimer.

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Nota IMDB: 7,9.

Nota FilmAffinity: 7,2.

Nota del blog: 8.

Joker

14 Oct

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Año: 2019.

Director: Todd Phillips.

Reparto: Joaquin Phoenix, Robert De Niro, Zazie Beetz, Frances Conroy, Brett Cullen, Shea Whigham, Bill Camp, Glenn Fleshler, Leigh Hill, Josh Pais, Sharon Washington, Brian Tyree Henry, Douglas Hodge, Dante Pereira-Olson.

Tráiler

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          El Gwynplaine de El hombre que ríe procuraba llevar el rostro embozado. Así ocultaba la mueca que le desfiguraba la faz con una perpetua y exagerada sonrisa que se contraponía frontalmente a la constante desgracia que asolaba su existencia, azotada por el sadismo, la tiranía y el engaño. Al Arthur Fleck de Joker le revienta la risa a borbotones cuando le golpea la crueldad de una sociedad enajenada. Es una carcajada que humilla, que repugna, que asfixia. La grotesca e impactante estampa que imaginaba la película de Paul Leni sería el germen de uno de los principales rivales de Batman, consagrado como personaje trágico por cómics como La broma asesina, de Alan Moore, y solemnemente inscrito en la mitología popular del cine por El caballero oscuro, de Christopher Nolan.

Joker es una obra alejada de la espectacularidad -sombría o luminosa- propia del cine de superhéroes, uno de los grandes filones comerciales del cine contemporáneo. Joker es fundamentalmente una tragedia construida sobre la incomodidad. Los fotogramas y el libreto de Todd Phillips -escrito este último junto a Scott Silverconvierten a Arthur en una presencia tremendamente incómoda en la pantalla, de la misma manera que su compañía y su naturaleza como enfermo mental incomoda a aquellos que lo rodean. El bufón que da vergüenza ajena, el desgraciado cuya miseria repele. Es imprescindible para ello la actuación de Joaquin Phoenix, dueño de un aura asociado a criaturas torturadas. Su característico y anticanónico estilo, tan ausente como intenso según la ocasión, se combina con una anatomía que es puro escombro retorcido. Phoenix interpreta hasta con la escápula.

          De esa constante incomodidad, Joker extrae poder perturbador, pero también una profunda tristeza. Porque el personaje sufre situaciones que se comprenden, desoladoras maldades cotidianas -la mezquindad, la falta de empatía, el desprecio, el clasismo…-. Cualquiera puede estallar el día menos pensado, sugiere. Antitético de la épica y el glamour del archivillano, el martirio de Arthur, parejo a su definitivo despeñamiento hacia una locura irreparable, va dibujando un retrato social decididamente tenebroso. La oscuridad, la soledad y la tortuosidad que ofrecen las composiciones visuales -esa figura siempre sola o rechazada, envuelta en trances penosos, crispados y tétricos, cercada de mugre y fealdad- es la semblanza moral de una Gotham en crisis que surge como una ciudad asediada por la basura, por las ratas, por la suciedad, la pobreza y la desesperación.

          La estética del filme se remite a los años setenta, una de las décadas más turbulentas y volátiles de la historia reciente de los Estados Unidos, que se manifestaría en el séptimo arte a través de un Nuevo Hollywood poblado de antihéroes atormentados y dudosos. Joker trata de dialogar con esas cintas de obsesión reconcentrada y sangrienta, de rebeliones a sangre y fuego emprendidas desde los márgenes abandonados de la megalópolis, con ejemplos manifiestos como Taxi Driver y El rey de la comedia. Robert De Niro, protagonista de ambas, surge como catalizador evidente de estas referencias, pero también con un puñado de guiños sembrados por el camino.

A través de esta guía espiritual, Joker habla de un sistema diseñado para que el pez grande se coma al pez chico, así como de los monstruos abisales que engendra esta injusticia flagrante, egoísta y homicida. Los privilegiados, satisfechos con su caridad purificadora, ríen mientras contemplan las desdichas de Charlot, el eterno vagabundo que, al mismo tiempo, podría transmutarse en el pérfido Adenoid Hynkel, dictador de Tomania. Curiosamente, el guionista Konrad Bercovici demandaría a Charles Chaplin acusándole de que El gran dictador era un plagio del filme King, Queen and Joker, donde el hermanastro del genial cineasta, Sydney, encarnaba por igual al primero y al último de los personajes. Rey y bufón, bufón y rey. Todo uno. Siniestramente intercambiable.

          En Joker se empatiza con Arthur Fleck, pese a que su mente se aboca cada vez más al delirio psicótico. Con todo, hay detalles de lenguaje que lo muestran más ajeno que grandioso. El primer asesinato del yuppie o el seguimiento obsesivo de la vecina están filmados con tomas relativamente alejadas del personaje. Relativamente frías, objetivas, dentro de una función en la que abundan los primeros planos.

          Esa cercanía se percibe asimismo en cuestiones bastante menos positivas. Phillips insiste por momentos en subrayar líneas conceptuales -«esta gente no nos quiere», remacha la funcionaria del servicio de salud tras mencionar los recortes presupuestarios- o elementos del relato -el narrador poco fiable-, al igual que abusa de recursos de impacto cargados de significado -esa carcajada tan simbólica-.

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Nota IMDB: 8,9.

Nota FilmAffinity: 8,5.

Nota del blog: 7,5.

Instinto básico

17 Jul

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Año: 1992.

Director: Paul Verhoeven.

Reparto: Michael Douglas, Sharon Stone, Jeanne Tripplehorn, George Dzundza, Denis Arndt, Leilani Sarelle, Bruce A. Young, Dorothy Malone, Daniel von Bargen, Wayne Knight.

Tráiler

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         El thriller erótico -esas producciones que explotaban crimen, sexo y dominación, en especial durante la década de los noventa y bajo unas formas en buena medida inadmisibles en la era del ‘me too’- tiene un nombre propio: Instinto básico. O más todavía: Sharon Stone. Un cruce de piernas que se graba a fuego en un género y en la historia del cine.

El alto voltaje sexual de las imágenes de Instinto básico fundiría su huella en la memoria colectiva de unas cuantas generaciones. En realidad, el efecto es exactamente idéntico al que Catherine Tramell, literata envuelta en una densísima niebla de misterio homicida, suscita al grupo de machos que se enfrenta a ella en la escena. El peso de la autoridad policial, legal, moral y patriarcal que intenta empujar contra la pared a la sospechosa termina subvertido por la simple y arrolladora potencia de la carne; de la tentación y la lujuria. El deseo, apenas entrevisto, es capaz de derribar cualquier convención construida por la sociedad, tal es la fuerza primaria que alberga.

         Catherine Tramell es un símbolo. La femme fatale explícita. La devoradora de hombres. La diosa ancestral que somete a los mortales ofuscando su razón a través de una llamada animal. El eros y el tánatos colisionando bajo una mirada insinuante, bajo la provocación incesante. La investigación que emprende Nick Curran, policía de la ciudad de San Francisco, es una carrera de resistencia contra ese impulso prácticamente irrefrenable, dada la magnitud de los cantos de sirena que, cree, envenenan sus oídos.

Pero Paul Verhoeven, un agitador holandés que había conseguido infiltrarse en los cuarteles de Hollywood como si fuese un agente doble, un cineasta al que le apasiona hurgar en las relaciones de poder que se establecen por medio de la sexualidad desatada, no se detiene en las evocaciones atávicas de la guerra de sexos. A partir de la novela original de Joe Eszterhas, Verhoeven empareja las pulsiones de violencia sexual y criminal de la presunta asesina con las del presunto garante de la ley, de manera que va desnudando la hipocresía que la sociedad trata de ocultar bajo ropajes de falsa dignidad. La mirada provocativa de Tramell también sirve para aplicar dosis de corrosiva ironía a la hora de estimar la respetabilidad como asunto político o de trazar un retrato del policía como psicótico brazo ejecutor.

         Hay abundante sarcasmo en el juego del ratón y el gato que desarrolla Instinto básico, a pesar de los matices de duda que, en el desenlace, devuelven el personaje de Tramell desde la figura abstracta hacia cierto comportamiento humano, digno de un análisis psicológico que no le hacía falta y, peor aún, que tampoco le convenía demasiado. Hasta entonces, su estrategia para fustigar a sus perseguidores había sido enfrentarles a un espejo. Una imagen que, como reflejo contrario, evisceraba sus instintos más elementales. Y los arrojaba asimismo contra una reproducción mimética de sus actos y consecuencias, incluso puestas negro sobre blanco en textos literarios. La tensión de ese choque constante, sumado a la insoportable temperatura alcanzada por el caldeamiento erótico de la protagonista, es la que conduce a aquellos hombres que siguen su rastro al desquiciamiento, la locura y la muerte. En el caso de Curran, se plasma en resonancias autodestructivas. El eros y el tánatos.

Desde ese juego laberíntico de incertidumbres, perturbaciones y dualidades, Verhoeven consigue que uno se divierta tanto como la malintencionada Catherine Tramell. La electricidad erótica se transmite también febril a la intriga policíaca. La fusión de ambas, con ejemplos paradigmáticos como el celebérrimo y ya citado interrogatorio, convoca planos de una privilegiada energía expresiva. Incluso, al igual que la ayudante sexi del mago, puede distraer la atención respecto de unos procedimientos policiales harto cuestionables -no se practica ni una sola prueba de ADN en unos escenarios que desbordan fluidos de toda índole- o de que el desopilante enredo de la trama termine siendo excesivo por necesidad.

         Aunque, regresando otra vez a una perspectiva contemporánea, en la que el rol de la mujer dentro de la industria y dentro de la pantalla de cine ha tenido una transformación tan importante como indispensable, cabe preguntarse de nuevo si, en vista de la carrera de Sharon Stone, catapultada como icono sexual y objeto de deseo -esa elocuente expresión-, era ella quien dominaba la función a su antojo. Aun con las vueltas de tuerca que pueda tener, la sirena no deja de ser en el fondo una criatura mitológica construida desde un punto de vista muy concreto.

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Nota IMDB: 6,9.

Nota Filmaffinity: 6,5.

Nota del blog: 7,5.

La bestia humana

22 Mar

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Año: 1938.

Director: Jean Renoir.

Reparto: Jean Gabin, Simone Simon, Fernand Ledoux, Julien Carette, Jacques Berlioz, Blanchette Brunoy, Jean Renoir.

Tráiler

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          Jacques Lantier lleva la tragedia dentro; corre por su sangre corrompida. Irrumpe en pantalla en una larga secuencia que recorre la línea férrea a toda máquina, invadida por un ruido infernal. Desde un poderoso y vibrante naturalismo, Jean Renoir -que adapta la novela homónima de Émile Zola–  revela el estado psicológico del conductor de tren, con el destino marcado de antemano por unos terribles impulsos heredados.

Esta verosimilitud de la puesta en escena, sin énfasis épicos o líricos más allá de su fuerza visual innata, se propaga en el reflejo de situaciones cotidianas, pertenecientes a una intimidad doméstica aquí desarrollada paradójicamente en un no-hogar como son los aposentos donde reposan los ferroviarios en tránsito, y donde se muestran unas vivencias, unas relaciones y unos sentimientos corrientes -si bien no por ello carentes de intensidad-, propios de la clase trabajadora, del individuo de a pie. Pero el autor francés también ofrece una meridiana ruptura estilística durante el comienzo del romance entre dos amantes igualados en su herencia infortunada, que mutila cualquier tipo de porvenir amoroso -en tanto implique un componente sexual, parece abundar el relato-. Esta tendencia se exagerará incluso en una mirada conjunta que se pierde en la ensoñación del horizonte, de un futuro compartido que no puede ser sino tan manifiestamente irreal como la estampa que protagonizan.

          De esa imposibilidad de amar nace el melodrama de La bestia humana, la melancolía irreparable que domina los ojos de Jean Gabin, enseñoreándose de un papel que dominaba con rotundidad. La emoción perturbadora. La película es igualmente comprensiva hacia su locura; trata de explicarla y se apiada de ella, lo que refuerza el sentido trágico de las acciones en las que, voluntaria o involuntariamente, se embarca el personaje. Sobre todo cuando el retrato de la sociedad de su tiempo es profundamente crítico y pesimista. Los ciudadanos presuntamente normales, incluso respetables, también cargan con la tara de la brutalidad contra el prójimo -el clasismo, los abusos de diversa índole, la violencia homicida-, aunque ellos ni siquiera cuentan con la excusa de la influencia congénita. Hay por tanto pinceladas de cine negro en el argumento del filme, evidentes en ese apunte de femme fatale.

          Pero, en cualquier caso, la esencia de La bestia humana es dramática. Dentro de ese fresco social, la mujer aparece eternamente maltratada, siempre a merced de un dueño, zarandeada por las apetencias de los hombres. Esa bestial ausencia de amor, esa inhumanidad, es pues extensible a toda la especie. Así las cosas, la negrura de la cinta no está demasiado alejada de la posterior La regla del juego y la decadencia moral de una Francia ya decididamente contaminada por un pestilente clima prebélico.

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Nota IMDB: 7,7.

Nota FilmAffinity: 7,5.

Nota del blog: 8.

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