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Estoy pensando en dejarlo

9 Oct

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Año: 2020.

Director: Charlie Kaufman.

Reparto: Jesse Plemons, Jessie Buckley, Toni Collette, David Thewlis, Guy Bond.

Tráiler

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          Los sueños acostumbran a tener una lógica que emula la realidad lo más fielmente posible. Introducir al soñador en un espacio demasiado aberrante o confuso puede tener como consecuencia la desactivación de ese estado de suspensión de la consciencia, la autodestrucción del sueño y, por tanto, la ineficacia de su función -sea cual sea esta-.

En Estoy pensando en dejarlo, el viaje de una pareja para visitar a los padres de él parece atenerse a las convenciones de la realidad, por más que determinadas fugas -la voz en off que parece provenir de un hombre mayor asomado a una ventana que es, a la vez, el protagonista de espaldas- van avanzando las grietas por donde se filtra lo onírico. Son apenas detalles que rompen con la sensación de cotidianeidad, que ponen a prueba o perturban la percepción del espectador, ya desafiada por la extensión de ese recorrido por carretera que se diría desgajado del mundo exterior, con el paisaje prácticamente anulado por la ventisca, con una conversación encerrada en un espacio de fotografía cenicienta y luz mortecina donde, en ocasiones, ni siquiera hay cuarta pared y los personajes miran fugazmente a los ojos, como interpelando furtivamente a quien los observa.

          En su debut, Cabeza borradora, David Lynch había plasmado que la tensión que provoca conocer a los suegros, máxime si su hija está secretamente embarazada, puede degenerar en pesadilla sudorosa, de una febrilidad tan supurante como el presunto pollo que ha de trinchar el azorado novio. En un primer instante, algo de ese terror psicológico y surrealista se desliza en Estoy pensando en dejarlo. La invasión de la burbuja de confort se manifiesta en unos pies pútridos, en una risa penetrante, en la inclinación de un cuerpo sobre el otro, en el implosivo nerviosismo de la pareja. Charlie Kaufman construye un agujero negro en el que, a pesar de mudar de repende desde la pátina de colores gélidos a otra más cálida y acogedora, la incomodidad es constante. Hay una violencia soterrada pero que se presiente a punto de estallar, rincones siniestros a donde se nos conduce. Desde la llegada a la granja, lo ha sumergido todo bajo el halo pringoso, fétido y oscuro de la muerte.

          En Estoy pensando en dejarlo se palpan miedos cervales. La soledad, las relaciones posesivas, la inseguridad, la degradación física y psicológica del envejecimiento, la angustia sin consuelo por la corrupción de la vida, las frustraciones de nuestras esperanzas… Todas ellas azuzadas por el inmisericorde paso del tiempo. Las sensaciones son mareantes, puestas a girar por medio del manejo del punto de vista y de la interconexión de una miriada de pistas explícitas o disimuladas por la escena. Porque, ¿a quién corresponde verdaderamente este punto de vista? La mujer ostenta de primeras la voz interior del relato, pero ni siquiera podemos referirnos a ella con certidumbre: Lucy, Lucia, Louisa, Ames… En cierto momento, la cámara parece adoptar su mirada mediante un plano subjetivo, pero sin embargo ella de repente aparece de espaldas, en otra habitación.

En paralelo, hay una contaminación por parte de esos susurros masculinos insistentes, que, como se decía antes, brotan tras la imagen de un tipo de espaldas que puede ser tanto un conserje como el protagonista -un tipo que, como revelarán sus allegados, sujeta su existencia y sus deseos a férreas normas difíciles de cumplir por terceros implicados-. La identificación de ambos hombres se refuerza con el decorado doméstico compartido, con cierto estado emocional, con una inconcreta vinculación hacia la mujer, con esa recopilación de ideales femeninos que podrían conformar precisamente el frankensteiniano retrato en el que encierra a la amada… La ficción -literaria, cinematográfica… artística en definitiva- como vaso comunicante de la realidad, como sibilino -y no pocas veces tóxico- muñidor de expectativas fabulosas en el erial de una vida rutinaria, corriente y acaso desoladora. Al comienzo, se insinúa que él es capaz de conocer qué le pasa a ella por la cabeza.

          Kaufman juega con ambos planos, interconectados a través de manifestaciones mentales -la música en el salón con los bailarines en el profundo pasillo de la escuela, igualmente imperfecto incluso tratándose de un potencial efluvio de la imaginación-, y su relación se vuelve más inestable a medida que avanza el metraje y el arraigo que la película pudiera tener con la realidad se desconcha más y más, decantando la narración hacia la fantasía de una mente torturada. Porque, en verdad, Estoy pensando en dejarlo no semeja tanto un sueño como un viaje inesperado en el tiempo -¿hacia atrás? ¿hacia adelante?- emprendido en una noche de atmósfera tormentosa. Cargada de esa electricidad estática, previa a que revienten los rayos en el cielo encapotado, y que da dolor de cabeza y angustia.

Autor experto en diseccionar los mecanismos y los pliegues de la identidad humana, el de Kaufman es un rompecabezas tan exuberante como enigmático. El diablo está en los detalles. El director y guionista desarrolla una miríada de capas superpuestas, trufadas de inacabables referencias. Un abrumador conglomerado que puede resultan indigesto o absorbente, según los ojos que lo miren y que lo piensen.

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Nota IMDB: 6,7.

Nota FilmAffinity: 6.

Nota del blog: 8.

Abismos de pasión

6 May

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Año: 1953.

Director: Luis Buñuel.

Reparto: Jorge Mistral, Irasema Dilián, Lilia Prado, Ernesto Alonso, Luis Aceves Castañeda, Hortensia Santoveña, Francisco Reiguera, Jaime González Quiñones.

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        Comencé a leer Cumbres borrascosas durante el confinamiento por el coronavirus, más por no hacerle un feo al vecino que dejó una colección de libros en el portal que por convicción propia. Era de lo más admisible de entre los ejemplares que cedía para el disfrute del resto del bloque, todos ellos ediciones más pensadas para decorar el salón que para leer. Desde el desconocimiento y el prejuicio, la tenía por la típica novela decimonónica de campiña inglesa, conflictos de clases, modales atildados y amores imposibles. En Cumbres borrascosas, amores imposibles hay. También conflictos de clase. Pero no puede ser una obra más violenta y febril, dominada por unas tonalidades virulentas que manan del comportamiento, prácticamente instintivo, de unas criaturas rotas en pedazos, que se mueven más por la revancha, por un odio que bulle desde profundidades viscerales, que por el amor. El romanticismo, en el mejor de los casos, estalla, desquiciado, feroz y delirante, a partir de la colisión entre seres enfermizos.

        Entiendo que un texto semejante captara el interés de Luis Buñuel. En sus memorias, cuenta que esa expresión del ‘amour fou’, del amor loco o irracional, le había arrebatado durante su periodo surrealista, hasta el punto que escribiría un guion junto a Pierre Unik a principios de los años treinta que, sin embargo, no se materializaría hasta dos décadas después, cuando, aseguraba, su interés por el proyecto era ya menor, con lo que apenas alteraría esa concepción original. Buñuel, pues, adaptará Cumbres borrascosas en México, con un libreto que toma no el relato al completo, sino que se centra precisamente en lo más parecido a una manifestación romántica que se puede leer en él: el reencuentro entre Catherine y Heathcliff, aquí rebautizados con los más latinos Catalina y Alejandro. De hecho, para cerrar la historia de forma concluyente, idea su propio desenlace, el cual consigue conservar ese espíritu fatalista y casi alucinado del original formulándolo como si tratase de un enlace sacrílego y pagano, a tono con el personaje sobre el que orbita la tragedia, que es prácticamente una aparición infernal. El amor y la muerte igualados.

        Abismos de pasión imprime sus créditos iniciales sobre unas raíces retorcidas, entrelazadas las unas a la otra en un abrazo asfixiante. Suenan las notas de una ópera romántica, que narra otro amor trágico. Es Tristán e Isolda, de Richard Wagner, una partitura que rompía con los cánones armónicos de la época. No obstante, el primer sonido diegético de la película son disparos de escopeta. De inmediato, equivaldrán al restallido de los truenos de una tormenta. Por momentos, Buñuel sumerge los fotogramas en el terror gótico, con la sordidez de las estancias -incluso la más apacible Granja de los Tordos está poblada de naturaleza muerta que colecciona cruelmente su apocado dueño-, la incidencia de la sombra y la influencia simbólica de los elementos -la tempestad, el rayo, el trueno-. Bajo esta cúpula atmosférica, hay besos que son de auténtico vampiro. La conexión sobrenatural entre Catalina y Alejandro, sugerida por el diálogo, se materializa en el empuje incontenible del viento, el cual, como antes había hecho el agresivo huérfano, revienta las ventanas en busca de su amada. Todo ello conduce con coherencia hacia esa resolución espectral y desesperada.

Libres de las cadenas convencionales de Hollywood, Catalina y Alejandro conservan en buena medida la hostilidad de la que les había dotado Emily Brontë, salvajes e impulsivos. No se logra al completo, como ocurre con esa selección de un pasaje específico del libro, que inevitablemente rebaja el total de la obra. Tampoco le favorecen interpretaciones tan afectadas como la de Irasema Dilián. El reparto lo había impuesto el productor, Óscar Dancingers, y Buñuel no quedaría conforme con sus prestaciones.

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Nota IMDB: 6,7.

Nota FilmAffinity: 6,6.

Nota del blog: 7.

Corazones indomables

24 Feb

corazones-indomables

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Año: 1939.

Director: John Ford.

Reparto: Henry Fonda, Claudette Colbert, Edna May Oliver, Ward BondEddie Collins, Arthur Shields, Roger Imhof, Jefe John Big Tree, John Carradine.

Tráiler

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            Es interesante como John Ford rueda en Corazones indomables la batalla de Oriskany, uno de los enfrentamientos decisivos de la campaña de Saratoga que, a su vez, comenzaría a inclinar la balanza de la Guerra de la independencia de los Estados Unidos en favor de los colonos americanos. Acuciado por el ambicioso mandamás Darryl F. Zanuck y por el retraso acumulado ya durante la filmación, el cineasta concentraría su cámara en Henry Fonda -por aquellos años representación de su particular arquetipo heroico- y en la narración que el actor hace de los hechos bélicos, que se intercalan con los preparativos para la amputación de una pierna al general Nicholas Herkimer mientras afuera arrecia la tormenta -ecos de cuando el cielo atronaba durante la desalentadora llegada del granjero y su esposa al valle Mohawk-. La batalla, en definitiva, nunca aparece en pantalla. No hay espectáculo. Solo un relato trágico, desgarrador, de sucesos terribles y vergonzosos para el ser humano; todo dolor, muerte y miseria.

Esa es la mirada que Ford arroja sobre una victoria nacional, que de esta manera se convierte en la escena más poderosa del filme.

            Corazones indomables sobresale sobre aparentes tópicos genéricos acerca de la villanía del indio -la confederación iroquesa era aliada de los lealistas y del Imperio británico, si bien existían disensiones entre las tribus en cuanto a la forja de alianzas- o del canto épico del nacimiento del país, bajo cuya bandera de barras y estrellas prosperan en libertad las distintas gentes que conforman su pueblo -el izado conjunto del desenlace-. Humanista esquinado, la reconstrucción que Ford hace de este pasaje histórico se funde en la epopeya de la conquista del territorio -la perseverancia y el coraje de los colonos, bendecidos por el amor y por Dios para vencer a las vicisitudes que plantee el destino-; sólida en la plasmación de su espíritu aventurero y la excitación por el peligro constante, elementos que contribuyen a afianzar el sentido de la comunidad que se canaliza asimismo a través de la solidaridad colectiva, de los bailes, las borracheras, las comilonas y las bromas.

Pero, al mismo tiempo, arroja un buen puñado de sombras sobre su vertiente marcial -la definición del conflicto como un asunto de impuestos, el absurdo de la masacre, la contraposición del destructivo belicismo masculino frente a la actividad creadora del batallón de mujeres organizado para asistir un parto, la desconcertante y tragicómica necedad del incendio de la casa colonial-. Eran tiempos, recordemos, en los que se palpaba la tensión de la guerra -la película se estrena apenas dos meses después de la invasión alemana de Polonia, fecha de inicio de la Segunda Guerra Mundial-.

            En lugar de desplegar en la batalla las posibilidades de la generosa producción, Ford prefiere hacer uso de ellas, en especial de la lujosa fotografía en color -que aparece por primera vez en su obra-, para potenciar la belleza estética de secuencias como la carrera al alba. Además, reúne en el reparto a varios de sus habituales, como Ward Bond o John Carradine, para modelar la historia a su gusto, dotándola de su característico catálogo de personajes secundarios carismáticos; un matiz dionisíaco respecto de sus apolíneos protagonistas -Henry Fonda y Claudette Colbert en un género poco habitual en su carrera-. Ahí comparecen el bárbaro bonachón, el borracho bufonesco, el párroco de iluminada fiereza, el indio occidentalizado solo a medias y, destacando entre ellos, la impetuosa matriarca que encarna Edna May Oliver.

Pinceladas de color que refuerzan la vitalidad de un western también ambientado en un periodo atípico, pues la frontera aún no superaba los límites del actual estado de Nueva York, y que resulta por tanto una atractiva curiosidad.

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Nota IMDB: 7,1.

Nota FilmAffinity: 6,9.

Nota del blog: 7.

La nueva tierra

1 Jul

“Una película donde todo es maravilloso para mí no es cine.”

François Ozon

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La nueva tierra

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La nueva tierra.

Año: 1972.

Director: Jan Troell.

Reparto: Max von Sydow, Liv Ullmann, Eddie Axberg, Pierre Lindstedt, Allan Edwall, Monica Zetterlund.

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            En Los emigrantes, una de las hijas del matrimonio protagonista ingiere una sustancia que destroza su estómago. Una vecina del lugar, investida como improvisada autoridad médica, certifica que su vida o muerte depende de que logre superar la noche. Por medio de una elipsis, Jan Troell, director de la cinta, muestra un bulto oculto por una sábana al pie del fotograma, en primer plano, mientras que, al fondo del escenario, el padre se afana en el taller carpintero, dando forma lo que luego se descubrirá que es un pequeño ataúd. La pérdida de un hijo, una de las tragedias más devastadoras que puede conocer el hombre, queda expresada con una delicadeza dolorosa y una sencillez conmovedora, a la vez que, además, sitúa el hecho en cuestión en su justo contexto –la primera mitad del siglo XIX, aún aquejado por una notable mortandad infantil, sobre todo en áreas rurales y empobrecidas-.

En cierta escena de La nueva tierra, prolongación necesaria de Los emigrantes, un feroz ataque se salda con la masacre de una familia, entre cuyos miembros hay una mujer embarazada. Aparte de mostrar impactos de bala en primer plano, la secuencia se remata con un puñado de moscas revoloteando bulliciosas sobre una cabeza que, en el siguiente plano, resulta ser la del feto de la joven, extraído a golpe de puñal y ensartado en una pica a las afueras de la casa. En este caso, la imagen es burdamente gráfica, epatante e innecesaria.

            Si bien ambos ejemplos no componen los elementos más relevantes de Los emigrantes y La nueva tierra, sí servirían en cambio para ilustrar las principales diferencias que el espectador puede hallar entre ambas. La distancia que separa a un soberbio filme que escribe la odisea de una familia sueca en su emigración a América en busca de oportunidades de futuro, relatada desde un punto de vista universal y eterno, de una buena película que retrata desde una óptica más particular y perecedera los avatares de esa misma familia para sobrevivir y prosperar en la tierra prometida –la formación de una renovada comunidad, los nuevos desafíos del lugar, la repetición de alegrías y desalientos cotidianos-.

            Jan Troell firmaba la segunda parte del díptico inspirado por las novelas de Vilhelm Moberg un año y cinco nominaciones a los Óscar más tarde -curiosamente, coincidirán ambas en la gala de 1973, ésta nominada al premio de mejor película de habla no inglesa-. El cineasta sueco reencuentra así a los Nilsson donde los había dejado: a los pies de un lago, rodeados de feraces terrenos por explotar y con la felicidad presuntamente al alcance de su mano.

La nueva tierra propone una obra más ambiciosa en el aspecto formal, en el que se abandona en parte con el sobrio e imponente naturalismo que caracterizaba a la anterior para introducir episodios, como los flashbacks de Robert durante su búsqueda de oro en California y algún otro segmento de idéntico horror moral, en el que el estilo adopta la forma de una pesadilla febril, sin voz humana, marcado por música barbárica e imágenes sudorosas y terribles. La principal objeción al respecto es que esta ruptura cede espacio a la aparición de unos cuantos convencionalismos y subrayados visuales y dramáticos, menos eficaces que la sencillez sin contemplaciones ni concesiones que exhibía Los emigrantes –la comparación que encabeza el artículo-.

Por su lado, la narración explora aspectos más íntimos del relato, tan solo apuntados en la anterior, como un tibio conflicto entre hermanos, la discordancia entre el mirar siempre más allá de Robert y las ligaduras de lo que se deja atrás de Kristine y, sobre todo, de la mano del antagonismo en este caso entre Karl-Oskar y Kristine -representación del contraste abrupto entre la tangible experiencia terrenal y el impreciso anhelo espiritual-, el tema de la necesidad de la creencia y los conflictos de fe entre Dios y el hombre.

            Permanecen como mayor mérito de este fresco monumental, de detallista y excelente ambientación, la plasmación de los sentimientos y las vivencias más humanas y universales, alejadas de una inserción histórica concreta –que cuando aparece, lo hace no obstante de manera madura, crítica y matizada-. La inquietud permanente de su desconocido entorno, las dudas, las esperanzas, los arrepentimientos, las decepciones y las ilusiones.

Uno, al repasar la biografía de los personajes, tampoco acierta a saber si simbolizan o desmienten el sueño americano; es decir, una vida plena, dichosa, perfecta –los saldos individuales que se extraen de la pequeña comunidad tampoco son uniformes-. Se distinguen complejidades, estados de ánimo contradictorios, requiebros fácilmente equiparables a la vida de uno mismo. Y es ahí donde, de nuevo, la secuela halla la discreta y pura grandeza de su predecesora.

 

Nota IMDB: 8.

Nota FilmAffinity: 7,1.

Nota del blog: 7,5.

Ordet (La palabra)

20 Abr

“Temas como la fe, la esperanza, el amor y el perdón son tan importantes ahora como lo eran en tiempos de Jesucristo.”

Mel Gibson

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Ordet (La palabra)

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Ordet (La palabra).

Año: 1955.

Director: Carl Theodor Dreyer.

Reparto: Henrik Malberg, Preber Lerdorff Rye, Emil Hass Christensen, Sylvia Eckhausen, Cay Kristiansen, Ejner Federsp, Ove Rud, Henry Skjaer.

Filme

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            En cierta manera, el cine de Carl Theodor Dreyer transcurre hacia la depuración progresiva de su estilo artístico en aras de una mayor abstracción psicológica, filosófica y trascendental de las imágenes. Eliminar lo superfluo para incrementar la complejidad del todo.

            Ordet (La palabra) propone una indagación en la naturaleza de la fe a través del desacuerdo entre las certezas de la razón empírica y las incertidumbres del misterio religioso, entre las materiales apetencias terrenales y las inmateriales promesas celestiales, entre las distintas maneras de acercarse a un hecho místico que, en realidad, es todo uno.

Dreyer establece un análisis profundamente introspectivo y sinceramente religioso, si bien abierto a la interpretación –el significado del gesto de sorpresa del médico antes de la manifestación del clímax-; escrito a la desafiante velocidad de un plano por minuto, sin apenas cortes de montaje, con sus escasos escenarios recorridos por trávelins y panorámicas. Pero no es el montaje lo que marca la cadencia del filme, sino la electrizada tensión interior de los personajes.

            Nos encontramos ante una película cuya planificación exuda una belleza humilde y contemplativa, y en la que la prodigiosa iluminación de la fotografía permite que el combate entre luz y oscuridad se plasme tanto simbólica como físicamente. Su austera puesta en escena queda así investida de una calidez y una capacidad conmovedora que surge de la innegociable sencillez de sus planteamientos y del apego por unos individuos perfilados al detalle y que, en contradicción con la quietud de los fotogramas, experimentan una violenta convulsión íntima.

            El reloj de arena de Ordet, por tanto, deja caer sus granos al ritmo de la vida, aclimatándose al día a día de una familia, representada por el anciano pater familias, que entiende la existencia a través de la religión. Una variante del cristianismo la cual, en este caso, defiende la devoción y la liturgia como una celebración del milagro de la vida; escisión irreconciliable frente al sentimiento de sus vecinos, en las que prima el recogimiento, la contrición y la escatología.

Seres humanos –ignorantes, frágiles y débiles a causa de su propia condición-, que son puestos a prueba en sus creencias por el simple hecho de vivir. El realismo de lo cotidiano se impregna en un argumento en el que, no obstante, irrumpe de vez en cuando el punteo de lo prodigioso, intermediado por la figura trágica y redentora del hermano Johannes, loco iluminado: un individuo dueño por una fe sin fisuras que, por ende, sabe desligada de cualquier tipo de razón o de leyes naturales. La fe como absurdo, en definitiva.

            En este discurso, heredero de la perspectiva fideísta de Søren Kierkegaard –citado de hecho como fuente de la locura de Johannes-, el cineasta danés sitúa a su vez la fe como un ente independiente del fervor ritual e intransigente del practicante –el cisma religioso de la pequeña comunidad cristiana-, de la bondad de corazón –el escéptico hijo Mikkel- o del amor y la piedad paternofilial –las cesiones del padre en relación con la posible boda de su hijo con una muchacha perteneciente a otro dogma-.

Una exigencia olvidada en el transcurso de los tiempos, el perdido Santo Grial de la religión; la herramienta imprescindible que da sentido a la existencia y reconcilia al hombre consigo mismo y con su prójimo.

            Único largometraje elaborado por Dreyer en la década de los cincuenta y penúltimo de su filmografía, Ordet representa uno de los escasos éxitos unánimes de crítica y público en de su carrera. Galardonada con el León de Oro en el Festival de Venecia.

 

Nota IMDB: 8.

Nota FilmAffinity: 8,3.

Nota del blog: 9.

Luz silenciosa

27 Ene

“El cine es el arte de esculpir en el tiempo.”

Andrei Tarkovsky

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Luz silenciosa

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Luz silenciosa.

Año: 2007.

Director: Carlos Reygadas.

Reparto: Cornelio Wall, Maria Pankratz, Miriam Toews, Peter Wall, Jacobo Klassen, Elizabeth Fehr.

Tráiler

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            El amor no entiende de fe, de leyes sociales o de hábitos de vida. Luz silenciosa narra los dilemas románticos de un hombre que, casualmente, es miembro de una comunidad menonita del estado mexicano de Chihuahua, descendiente directa del movimiento anabaptista fundado en Países Bajos en el siglo XVI.

            En consonancia con su cine de pronunciada autoría artística, Carlos Reygadas, director con amplio reconocimiento desde festivales y crítica especializada –Cámara de Oro en la Quincena de realizadores de Cannes por su opera prima Japón, premio del Jurado en el festival de Cannes por la presente, premio al Mejor Director con Post Tenebras Lux en el mismo certamen-, dibuja una película que destila su esencia poética de la milagrosa belleza de la naturaleza, desapercibida en medio del hecho cotidiano, y de la resonancia mística de las imágenes. El guion, sucinto y escaso de diálogos, es aquí por tanto un acompañamiento de la escritura visual.

En cierta manera, son lecturas y evocaciones que remiten a poetas del séptimo arte como Andrei Tarkovsky o Terrence Malick, además por supuesto de a Ingmar Bergman, al que cita directamente. Reygadas esgrime recursos estéticos y simbólicos similares a los que caracterizan el cine del segundo, como la conexión metafísica entre lo divino y lo creado -naturaleza y ser humano-, el empleo del trasluz y una notable cantidad de movimientos de cámara –más atemperada e inadvertida por su combinación por las tomas fijas y prolongadas en el tiempo-. Por el contrario, presenta a su vez otras tantas diferencias evidentes y personales: la exclusión de la banda sonora, la supresión de reflexiones en voz en off o la elección de actores no profesionales como garantía de frescura y espontaneidad –e interpretaciones mediocres, todo sea dicho-, en este caso escogidos entre auténticos menonitas que se expresan en su idioma particular, el plautdietsch.

            Tal y como se puede observar por medio del reloj de pared que preside el comedor familiar, las sigilosas elipsis que cabalgan a lo largo de las estaciones y en modo último por la estructura circular del filme, circundada por un amanecer y un atardecer –en su anterior Batalla en el cielo, el mecanismo de apertura y clausura había sido nada menos que una explícita felación-, Reygadas convierte el tiempo en una dimensión maleable, ajustada a la subjetividad del protagonista, a sus fantasías y anhelos. Un tiempo que se encuentra en directa relación con las pulsiones amorosas: la fidelidad sentimental a la esposa y la familia o la irrefrenable realización romántica del espíritu en brazos de una amante.

A través de su desafío contra las normas religiosas y sociales imperantes, el buen granjero –también bastante caradura, apoyado interesadamente en las férreas estructuras patriarcales de su sociedad- se pregunta si algo tan precioso como este amor irresistible, inesperado e incierto es obra de Dios, fuerza creadora, o del Diablo, fuerza destructora; si es justificable a ojos de la ley civil o, en cambio, abyecto y condenable. El metafórico y esotérico desenlace desnuda las claves y facilita las respuestas.

            Con el compás que marca la cadencia parsimoniosa de los fotogramas, emulación de los imperturbables ritmos naturales de la vida, Luz silenciosa no está exenta por otro lado de unos cuantos detalles de autocomplacencia autoral. La excesiva dilatación de ciertas escenas, que confirman que al filme no le hubiera sentado mal un podado de tijera, recarga por momentos la afectación lírica de la propuesta y exagera el desafío que plantean al espectador.

 

Nota IMDB: 7,2.

Nota FilmAffinity: 6,8.

Nota del blog: 7,5.

Días del cielo

25 May

“La tierra a la cual pasáis para poseerla, es tierra de montes y de vegas; de la lluvia del cielo ha de beber las aguas; tierra de la cual Jehová tu Dios cuida: siempre están sobre ella los ojos de Jehová tu Dios, desde el principio del año hasta el fin de él. Y será que, si obedeciereis cuidadosamente mis mandamientos que yo os prescribo hoy, amando a Jehová vuestro Dios, y sirviéndolo con todo vuestro corazón, y con toda vuestra alma, yo daré la lluvia de vuestra tierra en su tiempo, la temprana y la tardía; y cogerás tu grano, y tu vino, y tu aceite. Daré también hierba en tu campo para tus bestias; y comerás, y te hartarás. Guardaos, pues, que vuestro corazón no se infatúe, y os apartéis, y sirváis a dioses ajenos, y os inclinéis a ellos; y así se encienda el furor de Jehová sobre vosotros, y cierre los cielos, y no haya lluvia, ni la tierra dé su fruto, y perezcáis presto de la buena tierra que os da Jehová. Por tanto, pondréis estas mis palabras en vuestro corazón y en vuestra alma, y las ataréis por señal en vuestra mano, y serán por frontales entre vuestros ojos. Y las enseñaréis a vuestros hijos, hablando de ellas, ora sentado en tu casa, o andando por el camino, cuando te acuestes, y cuando te levantes: Y las escribirás en los postes de tu casa, y en tus portadas: Para que sean aumentados vuestros días, y los días de vuestros hijos, sobre la tierra que juró Jehová a vuestros padres que les había de dar, como los días de los cielos sobre la Tierra.”

Deuteronomio 11:11-21

 

 

Días del cielo

 

Año: 1978.

Director: Terrence Malick.

Reparto: Linda Manz, Richard Gere, Brooke Adams, Sam Shepard.

Tráiler

 

 

              La irrupción de Terrence Malick en el panorama cinematográfico se enmarca dentro de la segunda generación de directores del Nuevo Hollywood, creadores más jóvenes, académicos y de profunda cinefilia como Martin Scorsese, Brian de Palma, William Friedkin o Steven Spielberg. Sin embargo, su particular forma de entender el Séptimo Arte, las características de su intermitente pero homogénea obra y su actitud independiente respecto de los medios de comunicación, la industria, y el mundo del cine en general, le convierten en una figura única, especial e irrepetible.

Profesor de filosofía, explorador de la condición humana, Malick buscará siempre, desde su labor compartida de director y guionista de sus películas, la confrontación del ser humano con lo trascendente: Dios, la Naturaleza, la muerte.

Su debut como director propone ya un indicio significativo: la reinterpretación de la mitología de la pareja de forajidos-amantes, uno de los elementos fundacionales y de mayor popularidad de ese Nuevo Hollywood tras el Bonnie & Clyde de Arthur Penn por el surgimiento de una nueva espectacularización de la violencia y el sexo.

El realizador tejano traducirá el desafío del rebelde en un relato en clave lírica sobre el desarraigo de una generación perdida y la pérdida de la inocencia.

            Su segunda obra, Días del cielo, muestra aún con mayor claridad estas constantes. De nuevo, la narración queda fijada por la mirada pura, inocente y, por tanto, limpia y lúcida de una niña. Un arquetipo que conforma el principal centro gravitatorio de los filmes de Malick, donde tampoco está de más señalar incluso el sorprendente pero nada casual parecido físico entre la joven Linda Manz en esta, Jim Caviezel en La delgada línea roja y el niño Hunter McCraken en El árbol de la vida. Personajes que son sabedores, desde esa ingenuidad y “desconocimiento” de la realidad equiparable al del buen salvaje, de lo verdaderamente valioso de la vida: el juego como modo de relación con el mundo, el sentimiento comunicado, la intimidad compartida.

Individuos que se mantienen positivos, símbolos de la esperanza futura pese a los embates de esa realidad emponzoñada por el hombre adulto, de moral deteriorada, incapaces de comprender la maldad, aptos para sobreponerse a ella.

Es ante sus ojos, ante su mente en perpetua reflexión, aprendizaje y duda –esa voz en off empleada de forma magistral como uno de los signos estilísticos distintivos de su obra- donde aparece lo prosaico de la existencia del hombre, el engaño, los celos, la decepción, la desigualdad, la injusticia, la traición, la muerte: la ambigua relación de su hermano Bill (Richard Gere) con su pareja (Brooke Adams), un romance disfrazado casi de incesto por egoísmo; la utilización de ella como amante del moribundo patrón de la vasta granja (Sam Shepard) para sobrevivir a un mundo feroz y unos tiempos desesperados por medio de un viciado y obligatoriamente trágico triángulo amoroso.

            Una corrupción que no parece consustancial a la Naturaleza, siempre presente en unos campos infinitos, bullentes de vida y belleza a modo de Edén redivivo donde se concitan mil lenguas y razas –opuesto a la ciudad, sucia y enferma, que condena al hombre a un trabajo industrial contaminante e ingrato-, o a un Dios al que se puede sentir en el crecimiento de las fértiles cosechas, en el castigo con la plaga de langostas como respuesta al mal producido por el ser humano.

Es el hombre el que, con sus pecados, desencadena el flameante Infierno en el Paraíso.

            Días del cielo es una historia narrada con suma delicadeza a través de conversaciones y escenas intimistas y sustanciosas –Malick sobresale además como excelente director de actores, capaz de sacar jugo y sentimiento a intérpretes tan sosos como Gere o Brooke Adams- y un ritmo lindante con lo contemplativo, dispuesto a saborear el milagro imperceptible y cotidiano, con la atención al detalle como fuente de poesía y a lo majestuoso del bucólico escenario natural como imagen de magnificencia, captado en todo su esplendor por la sublime fotografía de Néstor Almendros, acompañado de la buena partitura de un Morricone contenido, clásico.

Otra gran obra de un cineasta incomparable.

 

Nota IMDB: 8.

Nota FilmAffinity: 7,3.

Nota del blog: 9.

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