«Ten cuidado con la bestia Hombre, pues es el peón del diablo. De todos los primates de Dios matará por deporte, lujuria o codicia. Sí, matará a su hermano para poseer la tierra de su hermano. Evítalo, que no se propague en gran número, porque hará un desierto de su hogar y el tuyo. Échalo a su nido en la jungla, porque es el precursor de la muerte.»
El legislador (El planeta de los simios)
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El planeta de los simios
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Año: 1969.
Director: Franklin J. Schaffner.
Reparto: Charlton Heston, Kim Hunter, Roddy McDowall, Maurice Evans, Linda Harrison, Robert Gunner, Lou Wagner, James Withmore.
Tráiler
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De imponente altura, con el porte cincelado en mármol, la quijada esculpida en acero y la mandíbula eternamente prieta, anclada en una mueca de confianza y desdén; rubio de mirada aquilina e impetuosa, de voz resonante e imperativa. La figura de Charlton Heston fue modelada para la épica, para el heroísmo. Suyo es el rostro de Buffalo Bill, de Moisés, de Judah Ben-Hur, de El Cid, de Thomas Jefferson, de Juan el Bautista, de Miguel Ángel, de Marco Antonio, de Tomás Moro, de Enrique VIII, de Long John Silver. El perfecto héroe americano, hecho a sí mismo con la fuerza de su brazo y, bien es sabido, el apoyo inestimable del arma. Actor físico y rotundo, no hubo desafío cinematográfico que se le resistiera, por titánico que fuese. Ni siquiera el Apocalipsis, al cual se enfrentó a lo largo de tres producciones de ciencia ficción: El planeta de los simios -con el epílogo de Regreso al planeta de los simios-, El último hombre… vivo y Cuando el destino nos alcance.
A finales de los años sesenta, la ciencia ficción entraba en su edad adulta en el séptimo arte. Del mismo modo que en su versión literaria, las fantasías científicas se revelaban como una excelente forma de exponer debates filosóficos y trascendentales –2001: Una odisea del espacio– o de diseccionar el rabioso presente desde un punto de vista futuro y, casi de manera unánime, distópico. Y, por aquel entonces, el presente distaba de ser un lugar plácido. Estados Unidos había perdido su presunta inocencia con el magnicidio de John Fitzgerald Kennedy. Convulsa, al borde del estallido, la sociedad norteamericana vería caer también a Malcolm X, activista en favor de los derechos de los afroamericanos, y a Martin Luther King, el adalid del diálogo, el entendimiento racial y la defensa de la justicia para las minorías étnicas de un país de aluvión que amenazaba con reventar en mil pedazos de fuego, asolado por una fuente de conflictos sociales y violentos disturbios que manaban de su palmaria incapacidad para aplicar los principios de libertad e igualdad que, en teoría, coronaban sus ideales como nación. También caería brutalmente asesinado Bobby Kennedy, a quien se auguraba continuador de su hermano. La Guerra de Vietnam, absurdo conflicto en un olvidado rincón del mundo, explosión ardiente de la Guerra Fría, saciaba su sed de sangre a costa de la juventud, que en casa también yacía reprimida y con escasa perspectiva de porvenir. La primavera del amor pronto se emponzoñaría en un marasmo de drogas, convertidas en pesadilla lisérgica por las atrocidades perpetradas por Charles Manson y La Familia. La llegada del conservadurismo duro de Richard Nixon firmaría su acta de defunción.
El cine, fiel cronista de su tiempo, se cubriría paulatinamente de este cieno de desencanto, exteriorizado sobre todo en la década de los setenta, que nacería ya cansada. La ciencia ficción, decíamos, espejo deformante a través del cual desnudar la realidad del instante, formulaba su veredicto con El planeta de los simios. Su alegato comienza incluso antes de los títulos de crédito, ya que el prólogo en el que se ha de presentar al héroe del filme no puede ser más agrio y destemplado: un auténtico misántropo que, ante la completa perversión de la raza humana, ha decidido huir del planeta para no volver. Abandonarse en la soledad del espacio, donde el ego humano se diluye en la inmensidad. De hecho, ni se inmutará cuando, tras el catastrófico naufragio en un planeta desconocido, la nave espacial desaparezca en la nada y, con ella, cualquier posibilidad remota de retorno. La muerte en ella de la doctora Stewart, llamada a ser la Eva de un mundo mejor, es otra de las negaciones de una esperanza que, vox populi, no está destinada a aparecer en el filme.
Esta postura inicial resulta cuanto menos desconcertante –y a la vez esclarecedora-, dado que quien pronuncia tamaño soliloquio es Charlton Heston, la sublimación del hombre (estadounidense). En este sentido, el comienzo de la aventura de George Taylor, su personaje, comienza dejando clara su posición desarraigada y descreída por activa y por pasiva, del modo más crudo, antipático e hiriente. El antagonismo hacia su compañero Taylor, a quien desprecia como “ciudadano modelo americano”, es total. Incluso, en un cinismo rayano en lo nihilista, se atreve a reírse a mandíbula batiente de la bandera americana que éste planta en el suelo ‘conquistado’. La realización de Franklin J. Schaffner le da la razón: no son más que piltrafas a merced primero de los elementos –los planos generales y cenitales que sobrevuelan un paisaje desolado, las pavorosas tormentas, las avalanchas de rocas,…- y, segundo, de unas criaturas monstruosas: primates que cabalgan y hablan como hombres y que tienen sometido bajo su cruel yugo a los restos de una humanidad animalizada, muda e irracional.
La película da un vuelvo delirante por medio de un primer plano raudo, feroz, que encuadra el rostro de un gorila a caballo, armado con un rifle. Punteado por la primitiva y experimental banda sonora de Jerry Goldmith, poblada de sonidos guturales y percusiones primitivas, el caótico y veloz montaje confirma la sensación que, desde un principio, durante la secuencia del naufragio, el espectador parecía intuir: no hay un norte, ni se sabe si uno está cabeza abajo o del derecho. La sociedad, el orden natural, está invertido, enajenado. Posteriormente, en una conversación entre Taylor y el Doctor Zaius, el orangután que en el filme ostenta el mayor poder político, se subraya esta idea. “¡La sociedad está al revés!”, exclama Taylor sin comprender la locura en la que se encuentra. “Solo desde tu punto de vista como parte del escalafón más bajo”, replica Zaius a fuerza de pura lógica.
No obstante, la sociedad simia a la que se enfrenta Taylor, apresado como una bestia inmunda, no es más que una reproducción a escala de la sociedad humana que Taylor ha dejado atrás. A pesar de que la novela original del francés Pierre Boulle imaginaba un entorno tecnológicamente avanzado, el desarrollo de la producción descartó la idea por cuestiones presupuestarias para sustituirla, en cambio, por una cultura de rasgos medievales. Concentrada en un teocentrismo incuestionable y un aislamiento sin fisuras frente al exterior, la sociedad simia imita los males que acuciaban a su homóloga sapiens: el clasismo –se distinguen tres estamentos, con los orangutanes como clase dominante aristocrática, los gorilas como fuerza de trabajo y casta militar, y los chimpancés como segmento intelectual y liberal-, la desigualdad, el prejuicio frente al Otro, la falta de misericordia y empatía, la negación de la verdad empírica.
Los paralelismos con la historia pasada y reciente son evidentes. Los retratos de caza bien podrían estar sacados del álbum de un explorador colonial británico. El negacionismo frente a las teorías de la evolución es todavía cuestión candente en algunas regiones del sur de los Estados Unidos. El compañero de Taylor, disecado y expuesto en un museo, a más de uno le recordará al bochornoso caso del negro de Banyoles. El juicio inquisitorial al que el consejo político orangután somete a Taylor posee mucho de las experiencias personales del guionista Michael Wilson, procesado en su día en la caza de brujas hollywoodiense del infame senador Joseph McCarthy. Zaius deja un par de enunciados idénticos a los pronunciados por Taylor fotogramas atrás.
Reflejos que continuarán en las venideras secuelas de manera aún menos disimulada, como las protestas antibélicas de los chimpancés en Regreso al planeta de los simios, clara alusión a las manifestaciones contra la Guerra de Vietnam; o la revuelta de los esclavos primates en La rebelión de los simios, calco temático y estético de los traumáticos disturbios de Watts de 1965. Las referencias culturales, sociales y políticas son asimismo abundantes en esta película inaugural de la saga, desde Rebelión en la Granja, de George Orwell, novelista británico alérgico a los totalitarismos del siglo XX, hasta una versión bastante bufa de la leyenda china de los tres monos sabios, que no ve, no oyen y no hablan pero su misión es delatar los males del hombre ante los dioses.
En definitiva, el inconcebible y risible absurdo de su sociedad es el inconcebible y risible absurdo de la nuestra.
Por otro lado, centrándonos en un plano más narrativo, la situación que sufre Taylor, enjaulado, vejado y juzgado como un amenazador fenómeno de feria, encuentra su analogía directa en el viaje de los chimpancés Zira y Aurelio (Cornelius en el original) a los Estados Unidos actuales en Huida del planeta de los simios o hasta a la de César en la reciente El origen del planeta de los simios.
La excelente labor de maquillaje de John Chambers, que dota de una incomparable expresividad a las prótesis animadas por un selecto grupo de actores –Kim Hunter, Roddy McDowall, el shakesperiano Maurice Evans-, permite que la narración no se convierta en una burda farsa y se mantenga, todavía hoy, estrepitosamente ácido, dueño de una fuerza colosal que no ha disminuido un ápice más de cuatro décadas después. También contribuye que, si bien aquí se destaca su lectura sociopolítica, El planeta de los simios es una aventura de primera magnitud, sorprendente, carismática, rodada con un envidiable pulso y muy, muy entretenida. Por supuesto, gran parte del mérito recae en la composición interior de personajes y contextos dramáticos, tarea en la que había profundizado Michael Wilson –partícipe en otra adaptación de Boulle, El puente sobre el río Kwai– a partir del borrador inicial de Rod Serling, guionista curtido en la legendaria serie de ciencia ficción La dimensión desconocida.
Durante el desarrollo del relato, la percepción de estas injusticias repetidas, que además afectan especialmente en sus iguales, y el arduo camino que le supone probar su humanidad –o su ‘simiedad’, en este caso-, servirá como catalizador del renacer ‘humano’ de Taylor, erigido poco menos que en salvador improvisado de su especie junto a una nueva Eva elegida por sus virtudes, Nova (Linda Harrison). Con matices. El recorrido psicológico de Taylor -y, como se verá, también geográfico-, es circular, y la dicotomía que se alienta progresivamente en su interior se resuelve con un despiadado y desconsolador retorno al punto de partida. Él mismo lo expresa al comienzo del filme: es más importante el cuándo que el dónde se hallan. La celebérrima escena con la que concluye El planeta de los simios no es sino la reafirmación de su bien fundado escepticismo hacia las capacidades del hombre. Estaba en lo cierto al maldecirnos.
Heston predecía el Apocalipsis y el tiempo le otorga la razón. El descomunal éxito del filme en la taquilla, convertido en un auténtico fenómeno cultural, sentaría las bases de una secuela –esta primera parte de la saga contaría con un total de cinco cintas a la que seguiría una serie de televisión y abundantísimo merchandising-, Regreso al planeta de los simios, la cual, de nuevo, contará con el apoyo de Heston en un papel minúsculo, tan solo aceptado como devolución de favor por favor a Richard Zanuck, cabeza de la Fox, única productora en creer en un proyecto alentado por la visionaria fe del productor Arthur P. Jacobs –el propio Boulle consideraba a su texto “menor” y “poco apto para llevar a pantalla”-, y que anduvo vagando por los grandes estudios desde principios de la década. En esta secuela inmediata, decíamos, y a pesar de su mínimo rol, Heston será el encargado de sembrar el Apocalipsis pulsando el botón de la bomba atómica que reventará de una vez por todas esta casa de locos. Una acción que, paradójicamente, condensa la sinrazón de la cual que él mismo huía y, al mismo tiempo, cumple con las profecías de los simios y justifica su ansia de exterminio del hombre como medida ineludible de supervivencia.
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Nota IMDB: 8.
Nota FilmAffinity: 7,5.
Nota del blog: 10.
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