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Año: 2017.
Director: Armando Ianucci.
Reparto: Steve Buscemi, Simon Russell Beale, Jeffrey Tambor, Michael Palin, Andrea Riseborough, Jason Isaacs, Dermot Crowley, Paul Whitehouse, Paul Chahidi, Rupert Friend, Olga Kurylenko, Paddy Considine, Adrian McLoughlin.
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La epopeya gloriosa la escriben los vencedores; la épica lírica y romántica, los perdedores. La comedia, los bufones, que somos todos. Es decir, aquellos que no protagonizamos las mentiras anteriores. Hacen falta redaños y un frustrante ejercicio de madurez para asimilar que lo más probable es que nuestra existencia no sea suficiente para que los aedos canten los milagros de nuestros días, ni que miles de espectadores se conmuevan o inspiren contemplando la película de nuestra vida, como en cambio sí puede ocurrirles a quienes detentaron o detentan el poder y los privilegios, ya que son quienes se encargan -o al menos tratan- de escribir la Historia. Frente a ellos -que en su mayoría están hechos de la misma carne, los mismos huesos y la misma mierda que nosotros-, la sátira y parodia es nuestra primera línea de defensa y la principal arma de contraataque.
El escocés Armando Ianucci lo tiene bien asumido, pues lleva años trabajando en un campo de batalla que ha tenido en la política su trinchera prioritaria. Ahí se encuadran el falso documental Clinton: His Struggle with Dirt, las series The Thick of It y Veep, y el largometraje In the Loop, una especie de prolongación del universo de The Thick of It. Así, después de someter a escarnio a las altas esferas británicas y estadounidenses, se lanza ahora a devorar a la Unión Soviética.
La diferencia salta a la vista respecto a las anteriores: este es un cadáver putrefacto y las detonaciones explosivas de su material cómico se oyen desde lejanos ecos del pasado. Resulta cómodo y sencillo ridiculizar a un leviatán al que se le conoce fundamentalmente por los tópicos, sean estos propagandísticos, verídicos o ambas cosas a la vez. La mordiente de la parodia, en consecuencia, es menor. E incluso no demasiado original, puesto que la esencia humorística de La muerte de Stalin puede equipararse a otras numerosas parodias acerca del totalitarismo. Del nazismo, por ejemplo, son legión, e incluso han contribuido a frivolizar a Adolf Hitler, las SS o la Whermacht hasta convertirlos en una especie de arquetipo de la cultura popular. En España puede citarse como muestra el perfil de twitter Norcoreano, ya fuera del cine, obviamente, pero emparentado con esta veta humorística -y puede que aquí con el mérito de su coexistencia con su caricaturizado, si bien queda el factor de la tremenda lejanía, que impone todavía una evidente barrera de fantasía exótica-.
En resumen, no es complicado revertir regímenes tan excesivos. En este sentido, a través del hilo narrativo -un tanto deslavazado-, un buen puñado de los chistes de La muerte de Stalin son bastante previsibles. Por ello, algunos de ellos se quedan sin punch y otros son hasta repetitivos. Aunque, con todo y ello, muchos otros no dejan de ser medianamente resultones.
Lo que sí es más complicado, y este es uno de los méritos de la obra de Ianucci -arropado además por notables actores de comedia-, es conseguir desvelar que el terrible mago es, en realidad, un tipo corriente astutamente oculto detrás de una cortina. Que el torturador y el dictador son funcionarios y no monstruos extraordinarios; burócratas armados que pierden su empleo si no cumplen con eficiencia su tarea, tal y como los describía, con tono bastante más pesaroso, Eduardo Galeano. La muerte de Stalin logra, pues, que se perciba la esencia humana, miserable y cainita en base a sus impulsos primarios -la supervivencia, la avaricia, la maldad retorcida en ciertos casos-, pero también carismática, de este esperpéntico politburó soviético, aun y cuando se le enfrenta puntualmente, pero sin paños calientes y dejando congelada toda sonrisa, contra las consecuencias del desaconsejable poder que acumulan en sus manos. Que son manos como las de cualquier hijo de vecino.
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Nota IMDB: 7,2.
Nota FilmAffinity: 6,4.
Nota del blog: 6,5.
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