“Vivimos en una sociedad profundamente dependiente de la ciencia y la tecnología y en la que nadie sabe nada de estos temas. Ello constituye una fórmula segura para el desastre.”
Carl Sagan
.
.
Cuando el destino nos alcance
.
.
Año: 1974.
Director: Richard Fleischer.
Reparto: Charlton Heston, Edward G. Robinson, Leigh Taylor-Young, Chuck Connors, Brock Peters, Joseph Cotten.
.
Walter Seltzer lo tenía claro. Ya había observado cómo Charlton Heston podía dar debida cuenta del apocalipsis humano y de un mundo dominado por los primates en El planeta de los simios y Regreso al planeta de los simios. Y, sobre todo, había comprobado desde la silla de productor que el bueno de Charlton, solitario superviviente del holocausto biológico, tampoco se iba a achantar por la horda de mutantes luditas y fundamentalistas resultante de la devastadora catástrofe que sobrevenía en El último hombre… vivo. Por esta razón, no dudaría en contar con su quijada esculpida en mármol, su cuerpo tonificado de estatua clásica y su tupé cada vez más ralo para encarnar al protagonista de otro duelo frente a los funestos designios de la especie: Cuando el destino nos alcance.
Esta versión española del título original, Soylent Green, funciona como perfecta admonición y sintetiza las intenciones proféticas de una cinta de ciencia ficción ambientada en la Nueva York de 2022: un escenario distópico en el que sus moradores viven en su mayor parte hacinados en plena calle y bajo una nube de un insalubre color amarillento, víctimas de la superpoblación, la contaminación y la falta de recursos alimenticios y económicos. Un erial reseco donde las diferentes variaciones del ‘soylent’ ofrecen el único soporte vital para las masas al borde de la rebelión y el caos, sometidas por un frágil poder político y empresarial fundamentado en las corruptelas y una estratificación social que se define a través de la riqueza y hasta de la arquitectura de la hipertrofiada megalópolis americana, donde incluso parecen existir calles con el tránsito privatizado.
Al igual que en El planeta de los simios el antagonista se encuentra identificado en una representación concreta: allí los primates dominantes, aquí los perpetradores en la sombra del turbio asesinato de un alto ejecutivo (nada menos que Joseph Cotten, concentrado a la perfección pese a la brevedad de su trabajo) de esta omnipresente compañía alimenticia, Soylent, único soporte en medio de una Tierra de naturaleza diezmada -uno diría que se erige prácticamente en Estado-. Pero también de idéntica manera a El planeta de los simios, el enemigo auténtico se encuentra en realidad difuminado y se refiere en último término a toda la raza humana, responsable directa de una destrucción que, en uno y otro caso, respectiva y contradictoriamente -dada la cronología en la que se ambienta cada relato-, se manifiesta en tiempo presente o se intuye en un futuro en absoluto lejano.
Basada en la novela ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! de Harry Harrison –quien aprobaría “al 50%” los resultados del filme-, la ambientación futurística de Cuando el destino nos alcance es producto de unos tiempos en los que el autoproclamado mundo libre veía con recelo la tumultuosa expansión demográfica del bloque comunista, aparejada a la República Popular China y a la extensión de la influencia soviética en países con elevados índices de natalidad; así como, por otro lado, a la populosidad de las naciones no alineadas surgidas del desmoronamiento del colonialismo occidental, tales como India, Indonesia y los Estados del África subsahariana, en su mayoría recelosos de nuevas injerencias políticas exteriores. De hecho, un año antes, la británica Edicto Siglo XXI: Prohibido tener hijos ya indagaba en los terrores de esta pesadilla malthusiana. Y, aunque fallida a causa de su evidente descompensación, hasta se revela más valiente que la aquí comentada a la hora de señalar a los culpables: el descontrol empresarial, coaligado o enseñoreado de las autoridades políticas y religiosas. En cambio, la soflama del anciano y nostálgico Sol contra “los científicos” por la que apuesta Cuando el destino nos alcance, descerrajada así con trazo grueso, suena a idea mal vendida por los poderes fácticos y peor comprada por un pueblo llano ignorante o crédulo en el mejor de los casos. Bien es cierto que en Hollywood no imperan los mismos cánones de tolerancia pública que en la vieja y descreída Europa. Y que, por fortuna, el guion logrará salvarlo con una sentencia inclemente: “No, la gente siempre fue asquerosa”.
No obstante, en sentido estricto, dejando de lado toda esta parafernalia futura –o más bien agregándola como factor potenciador de los códigos característicos del género-, la adscripción cinematográfica a la que más parece ajustarse Cuando el destino nos alcance es la del cine negro.
La gran urbe de hormigón y chatarra es más mugrienta y claustrofóbica que nunca, el campo se halla vedado como opción de futuro en libertad y los valores morales están licuados por un sistema enviciado, tramposo y opresivo que, como decíamos, propugna la deshonestidad y el sálvese quien pueda como medio inevitable de supervivencia en plena la jungla humana. El argumento desarrolla detalles de una encomiable sugerencia metafórica, caso del empleo de camiones de la basura para retirar los cadáveres, las palas excavadoras como principal herramienta antidisturbios o esas chicas reducidas a algo poco más elevado que las robotizadas mujeres de Stepford y a las que siempre se alude como “mobiliario”, parte de los artículos domésticos de las viviendas de lujo como la nevera, la ducha o los viedojuegos. Aparte, destacan asimismo otros detalles que reflejan un notable trabajo de diseño de producción y de creación de la atmósfera del filme, con ejemplos como el cuadro de pobreza medieval que dibujan las manadas de pobres hacinados o las citadas barreras arquitectónicas y las nieblas de polución ocre. Quizás hubiera podido ser aún más asfixiante, pero el resultado es cuanto menos realista y pegajoso. Se palpa el sudor, la hediondez del aire, el insoportable calor climatológico y humano. Su filmación es física y directa, como la década en la que se elabora.
Así pues, el antihéroe protagonista, el detective Thorn (Heston), es un policía supernumerario que capea la carestía haciendo botín de las casas de los finados. Cínico, gorrón e insolente, apenas se vislumbran rasgos elogiables en su carácter, aunque estos luchan enconadamente por salir a la superficie en situaciones como la protección del serrallo propiedad de las comunidades pudientes y, en especial, a través de la entrañable amistad que mantiene con el anciano Sol. La excelente química entre Heston y el crepuscular coloso Edward G. Robinson exprime un jugoso partido a escenas improvisadas como la del almuerzo en común donde uno descubre y el otro rememora, presos de idéntica excitación.
El carisma de Heston se combina con las explosiones de talento de Robinson, quien rodaría la cinta con grandes dificultades debido a su avanzada sordera. Precisamente, su pobre estado de salud le había impedido someterse a las extenuantes sesiones de maquillaje de El planeta de los simios. Sin embargo, profesional hasta sus últimas consecuencias, Robinson volcaría sus propios sentimientos ante cáncer terminal que padecía en una de las más recordadas secuencias del filme: la de la eutanasia, el único reducto donde, precedido por angelicales señoritas y celestiales estancias de un blanco refulgente, se advierte amabilidad y cercanía humana. Amabilidad, por supuesto, diseñada estratégicamente por la Soylent. De este modo, summum de la interpretación del actor de origen rumano, esta escena de ‘vuelta a casa’ se convierte en una excepcional y conmovedora confluencia entre una muerte de ficción y una muerte auténtica. Cuenta la leyenda que incluso Heston no pudo contener las lágrimas al intuir tal circunstancia durante en la filmación. Robinson fallecería apenas 12 días después de concluir la película.
Volviendo a la atribución genérica del filme, opinaba el propio Richard Fleischer que poco había de ciencia en Cuando el destino nos alcance. Que era una película en la que se denuncia sin tapujos que el mundo del futuro está totalmente corrompido. Que la corrupción es tan grande que se da por supuesta y que, por tanto, no se considera como tal. Escarmentado por la idiosincrasia humana, el cineasta no aventuraba mal sus disparos. Fleischer, un aplicado narrador de historias, mantiene con solvencia el pulso del relato durante su zambullida en las repulsivas entrañas de un mundo de por sí agónico, a medio pudrir, en un estadio de descomposición tan solo ligeramente más avanzado que el actual. No conviene olvidar que la función está al servicio del entretenimiento, tampoco reñida con ese terror filosófico tan típico de tiempos de la Guerra Fría acerca de la supresión de la esencia humana a causa de la desbordada tecnificación y/o la burocratización de la sociedad –otras lo analizarán en mayor profundidad, también es cierto-.
De ahí que el despertar del protagonista a (y no de) la pesadilla, su toma de conciencia lúcida y definitiva de encontrarse sumido en una horripilante distopía, juegue con la última y definitiva barrera moral del ser humano. Aunque plasmada de manera un tanto abrupta a mi parecer –sensación que aparecía ya en su inmediato “descubrimiento” por el consejo de sabios del Intercambiador-, destaca como remate la desencantada sugerencia irónica que aporta una banda sonora en contraste con el desagarrado alarido de Heston, hundido hasta el fondo en las siniestras tinieblas de ese mal sueño del que acaba de tener conocimiento.
A modo de colofón, merece la pena apuntar que, según ha aparecido recientemente en medios de comunicación, el soylent ya existe: en forma de bebida con los 35 nutrientes esenciales para una dieta sana, desarrollada por tres tipos de San Francisco a finales de 2012. Los artífices lo presentan como el producto “más sencillo con el que podemos sobrevivir” en comparación con un sistema de alimentación convencional “demasiado complejo, demasiado caro y demasiado frágil”. El destino nos alcanza.
.
Nota IMDB: 7,1.
Nota FilmAffinity: 6,8.
Nota del blog: 7,5.
Gran película y muy buen Post. Una historia terriblemente adelantada a su epoca, y aún vigente por mucho que nos duela. Como dice el director, poco de ciencia ficción y mucho de analisis profético.
Las catástrofes maltusianas siempre están ahí… Me gusta mucho ese tono de cine negro y ese compadreo entre Heston y Robinson, que hacen que la peli aguante bien el paso de los años.
Reconsiderar la naturaleza de los alimentos, como pretenden esos tipos con ese brebaje hipernutritivo, se me antoja una propuesta tan absurda como peligrosa, pero bueno… La película siempre me ha parecido una parábola ecologista admirable. Por cierto, curiosamente el otro día vi un documental sobre la historia de los videojuegos en el que mostraban imágenes del film, pues utilizaba como atrezzo uno de las máquinas recreativas más famosas de la historia, la mítica «Computer space», que, al parecer, también aparecía en «Tiburón» de Spielberg y «El dormilón» de Woody Allen.
Por lo menos parece que este soylent no lleva señores muertos en su composición… Y sí, en la película aparece ese videojuego clásico. Un enternecedor detalle de esa perspectiva de futuro setentera.