“En los momentos de crisis, sólo la imaginación es más importante que el conocimiento.”
Albert Einstein
The Navigator: Una odisea en el tiempo
Año: 1988.
Director: Vincent Ward.
Reparto: Hamish McFarlane, Bruce Lyons, Marshall Napier, Noel Appleby, Chris Haywood, Paul Livingston.
A tiempos desesperados, medidas desesperadas. La aterradora crisis, ente casi metafísico, suele ser la excusa favorita para que los poderes fácticos y sus lacayos desaten medidas draconianas contra quienes se encuentran a sus pies. Disposiciones que suelen tener mucho de pragmatismo (para quienes las emiten directa o indirectamente) y poco de humanistas. Suelen ser voluntariamente ciegas y de una efectividad probada, de nuevo, para los intereses de estos mismos sujetos, a los que no les hace falta inventar nada porque ya está todo inventado a su favor desde la noche de los tiempos, desde la primera crisis.
The Navigator: Una odisea en el tiempo ofrece, a tiempos de penurias, miserias y muerte acechante –el apocalíptico siglo XIV de la peste, el hambre y la guerra; el final de los ochenta del siglo XX de decadencia económica y últimos e inquietantes coletazos de Guerra Fría-, una solución que parte de una base diametralmente opuesta: la florida imaginación de un niño, el paradigma de lo ingenuo, de la bondad humana natural no corrompida.
Un chiquillo de un poblado minero del norte de Inglaterra que encuentra, a través de sueños premonitorios, la salvación ante la inminente llegada de la peste negra. Son imágenes y alucinaciones de futuros improbables que, sin embargo, representan la posible apertura de una ventana en color frente al blanco y negro de grano grueso, grave, bergmaniano, de un presente funesto.
Lo que propone el filme es la salvación a través de un viaje simbólico, místico e iniciático del niño y un grupo de escogidos delegados del pueblo en busca de coronar una lejana y legendaria catedral con una cruz hecha del cobre extraído de las entrañas de su pueblo, de su corazón, internándose en esas ensoñaciones que en realidad son el Auckland de 1988 y que impregnan la estructura del relato, con una línea temporal quebrada, confusa, de sueño febril cortado y retomado confundido con pasajes de realidad.
No juega Ward la baza del cómico choque cultural entre el medioevo y la modernidad ya que, al fin y al cabo, para un habitante de una remota aldea que nunca ha pisado suelo más allá de sus lindes, cualquier cosa es extraña y mágica, sea una gran urbe de la época, sea una caótica metrópolis contemporánea.
No es sino que el marco accesorio de la odisea que proporciona las pruebas y rituales a superar por el aventurero, las necesarias etapas de transformación interna en ese rito de paso a la madurez o de esa salvación que han de ser superadas por medio del conocimiento y la práctica de virtudes tales como la valentía, la solidaridad, la amistad, el ingenio, la imaginación y la generosidad.
Idealismo y valores altruistas que comienzan en lo personal y van destinados al bien colectivo, con especial sacrificio a favor de quien más lo necesita, del débil.
Una película realizada con honestidad, encanto y talento, original, especial; de visión recomendable para especuladores, banqueros, concejales de urbanismo, potentados y similar calaña.
Nota IMDB: 6,9.
Nota FilmAffinity: 6,3.
Nota del blog: 7,5.
Una película espléndida. A recuperar. Llena de valores e inteligencia. Lástima que un tipo tan personal como Ward se perdiera tan pronto.
Un cuento clásico transmutado en aventura en el tiempo. Bien narrada, hecha con pasión y talento y, como dices, con sus estimables y bien entendidas e integradas moralejas.
Cuanto menos, injustamente olvidada.