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El dilema

28 Feb

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Año: 1999.

Director: Michael Mann.

Reparto: Al Pacino, Russell Crowe, Diane Venora, Christopher Plummer, Philip Baker Hall, Lindsay Crouse, Debi Mazar, Colm Feore, Bruce McGill, Gina Gershon, Stephen Tobolowsky, Michael Gambon, Rip Torn, Cliff Curtis, Renee Olstead, Hallie Kate Eisenberg.

Tráiler

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         El protagonista, inquieto y desconfiado, entra en un despacho forrado de maderas nobles, a cuyo fondo le aguarda, repanchingado y condescendiente, el hombre poderoso que, a medida que avanza la conversación, va inclinándose sobre él, pronunciando veladas amenazas contra su persona y contra los suyos. Con el contraplano, el protagonista queda atrapado por ambos flancos, ya que a sus espaldas se ve un lugarteniente que no le quita ojo y, además, refrenda las advertencias de su superior. A pesar de cómo está planteada y planificada la escena, El dilema no es uno de esos filmes criminales -o al menos no en un sentido estricto como género- que jalonan la filmografía de Michael Mann, sino la reconstrucción del acto de integridad, idealismo y servicio público llevado a cabo por el bioquímico Jeffrey Wigand y el periodista Lowell Bergman, quienes desvelaron los procedimientos químicos de Brown & Williamson, una de las siete principales tabacaleras estadounidenses, para aumentar la capacidad adictiva de sus productos.

         De partida, Wigand -familiar y metódico, tan contenido como explosivo- y Bergman -despeinado y desastrado, en constante movimiento pero siempre en control- parecen encarnar personalidades opuestas, si bien igualadas por su compromiso hacia sus códigos morales. A Bergman se lo presenta en una peligrosa misión donde se juega el tipo frente al Mal con mayúsculas, de acuerdo con las convenciones políticas del país -una asimilación entre la pelea contra el fundamentalismo islámico y contra la industria del tabaco-, pero incluso a pesar de encontrarse con los ojos vendados, semeja husmearlo todo, rastrear toda la información en liza. Wigand, en cambio, surge entre una fotografía gélida y sombría, gris y taciturno, apartado de las celebraciones, de la sociedad.

El dilema es, en definitiva, una historia de capitalismo. «No necesitan el derecho, tienen dinero», sentencian los consejeros legales de la cadena de televisión a la hora de estudiar la estrategia periodística y judicial con la que conseguir burlar la censura de las grandes compañías, basada en los privilegios que les garantizan sus colosales fondos. «Lo ganan todo porque te matan a gastos», apostilla otro. En buena medida, el conflicto del relato procede de ese enfrentamiento desproporcionado contra un sistema que, a pesar de fundarse sobre derechos universales que asisten por igual a cada ser humano por el hecho de haber nacido, favorece indisimuladamente al acaudalado. Lo que no puedo vencer, lo compro. El juego amañado. Una forma socialmente aceptada de corrupción. El rigor político, la imparcialidad judicial, la libertad de prensa son poderes nominales que se cuestionan bajo el verdadero poder. Esta pluralidad de facetas se manifiesta en un relato de información prolija, de múltiples actores que intervienen en una batalla complicada. Desde la veracidad y el rigor, el libreto de Eric Roth y el propio Mann respeta la complejidad del asunto.

Enfrente, queda la gente corriente sometida a una presión anormal, lo que, según observa Bergman, no ayuda a que uno luzca precisamente como un dechado de encanto y fortaleza. Son personajes con relieve, naturalistas, que no se encierran en un molde convencional de la ficción. Neurótico y contradictorio, con los tics interpretativos de un Russell Crowe avejentado por la caracterización, Wigand no es el prototipo de héroe cinematográfico. Aunque, en cualquier caso, Mann, experto en adentrarse en individuos atenazados por descomunales enemigos e incluso por estadios existenciales que los dejan abandonados en el vacío -los dos personajes que comparten la soledad de la noche, empequeñecidos por una toma en picado-, traza desde la narración cierto crescendo épico en los esfuerzos de ambos. Un ascenso de tensión con el que tratar de engrasar los más de 250 minutos que dura el drama, como si se tratase de una intriga conspiranoica y comprometida de los años setenta.

         El dilema decepcionaría en taquilla, quizás por ofrecer un giro más dramático frente a ese Heat con el que Mann venía de encumbrarse como gran director de thrillers. Con todo, cosechó siete nominaciones a los Óscar, si bien no ganó ninguna estatuilla.

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Nota IMDB: 7,8.

Nota FilmAffinity: 7,2.

Nota del blog: 7,5.

El juicio de los 7 de Chicago

14 Feb

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Año: 2020.

Director: Aaron Sorkin.

Reparto: Eddie Redmayne, Sacha Baron Cohen, Mark Rylance, Joseph Gordon-Levitt, Jeremy Strong, John Carroll Lynch, Alex Sharp, Yahya Abdul-Mateen II, Frank Langella, Michael Keaton, Ben Shenkman, J.C. MacKenzie, Noah Robbins, Danny Flaherty, Alice Kremelberg, Kelvin Harrion Jr., Caitlin FitzGerald, John Doman.

Tráiler

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          Dos de los últimos estrenos ‘de prestigio’ de Netflix, Da 5 Bloods: Hermanos de armas y El juicio de los 7 de Chicago, a cargo de creadores de robusta conciencia crítica como Spike Lee y Aaron Sorkin, coinciden en mirar a un periodo reciente de los Estados Unidos, los tiempos de guerra en Vietnam, marcado por una abrupta y violenta polarización política y social que no se había igualado jamás hasta el momento presente, convulso por el populismo de ultraderecha encarnado por la administración Trump y el resurgir de los movimientos antiracistas con el Black Lives Matter. «¿Puedes respirar?», le pregunta el abogado William Kunstler al confundador de las Panteras Negras Bobby Seale, amordazado a consecuencia de sus infructuosos intentos de hacer valer sus garantías legales en un juicio que, afirma, lo utiliza tan solo para asustar al jurado aportando un acusado afroamericano.

          Después de Molly’s Game, Sorkin continúa labrando su carrera de cineasta combinando el guion, apartado en el que está consagrado como uno de los principales referentes de las últimas décadas, con la dirección de su propio texto, sin intermediarios. Y, en El juicio de los 7 de Chicago, deja más dudas que en su debut, paradójicamente, merced a una formulación que abunda en el lugar común -en especial en cuanto a la integración de la banda sonora, que da lugar incluso a un sorprendentemente sobado clímax dramático con crescendo musical a juego- que va incluso en perjuicio del libreto -esos arcos tan convencionales que desarrollan la relación entre personajes antitéticos, desde la confrontación hasta el entendimiento-. Con todo, consigue mantener su característico dinamismo del diálogo, patente de primeras en esa presentación que encadena escenarios y personajes prácticamente sin rupturas ni en la conversación ni en el movimiento.

          En cualquier caso, El juicio de los 7 de Chicago contiene temas fundamentales en la obra del neoyorkino, como el éxito que es capaz de lograr un grupo de personas inteligentes que trabaja en coordinación y entendimiento. Sorkin no esconde su posicionamiento -no es que hiciera falta, es de sobra conocido- al enfrentar a los activistas antibelicistas y pro derechos civiles contra un nuevo Gobierno -la entusiasta sustitución del retrato de Lyndon B. Johnson por el de Richard Nixon en la oficina del fiscal general- que, representado por la conexión del Ejecutivo con el poder judicial, queda marcada por la nostalgia rancia y la arrogancia machirula. La deplorable farsa en la que se convierte el juicio, con individuos rídiculos y unas maniobras grotescas, prolonga esta fractura en la que, no obstante, el fiscal Richard Schultz ejerce como contrapunto para matizar el maniqueismo y abrir una puerta a una reconciliación basada en una mirada crítica y desprejuiciada -si bien el personaje termina por dejarse progresivamente en un segundo plano-.

Cabe decir que, aunque parezca que se toma licencias exageradas, la crónica es relativamente fiel a la realidad de los hechos y del proceso. Eran días en los que un ‘destroyer’ como Peter Watkins podía imaginarse perfectamente un sistema judicial como el de Punishment Park, cinta en la que sus integrantes, haciendo gala de la libertad que les concedía el director británico, descerrajaban opiniones no demasiado diferentes a las que podían sostener en su vida cotidiana.

          La aguda escritura del guionista va entresacando la raíz reaccionaria que se esconde detrás de unos movimientos políticos que encuentran su reflejo en análogas tendencias contemporáneas y desnudando las estrategias que emplea el poder para perpetuar los privilegios de una clase dominante y retrógrada, recurriendo para ello distintas a distintas coartadas -no necesariamente disimuladas, puesto que también pueden ser brutales, miopes y aparatosamente ilegales, perfectamente desgranables en un monólogo cómico como el que practica Abbie Hoffman-. Uno de los elementos de impacto del filme consiste, pues, en trazar similitudes entre los hechos de este pasado que se denuncia con un presente en el que se reproducen, aspecto en el que Sorkin se maneja con habilidad.

Al mismo tiempo, el drama plantea dilemas -la pertinencia de las medias tintas conciliadoras de Tom Hayden o del anarquismo rupturista de Abbie Hoffman, el conflicto entre las convicciones personales y las exigencias políticas, la efectiva separación de los tres poderes…- que se lanzan contra el espectador, agitándolo para que ese cotejo con la actualidad suscite una reacción.

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Nota IMDB: 7,8.

Nota FilmAffinity: 7,1.

Nota del blog: 6,5.

Enrique V

28 Ene

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Año: 1944.

Director: Laurence Olivier.

Reparto: Laurence Olivier, Robert Newton, Leslie Banks, Felix Aylmer, Robert Helpmann, Renée Asherson, Max Adrian, Leo Genn, Ralph Truman.

Tráiler

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        La patria de Laurence Olivier es el teatro. El teatro shakesperiano, en concreto, a quien llevaba entregando su talento desde los diez años. En coherencia con ello, su primera película como director, Enrique V, se adentra ya en la obra del dramaturgo inglés, el pilar fundamental de su filmografía en este apartado. De esta manera, una cinta concebida desde la producción para enardecer la moral de victoria de las tropas británicas durante la Segunda Guerra Mundial -se cuenta que con instrucciones del mismísimo Winston Churchill– es, sobre todo, una declaración de amor por The Globe. Por ese universo mágico donde, en apenas unos metros cuadrados de tablas, el espectador puede transportarse a un mundo donde comparecen las grandezas y las miserias de la humanidad, la épica y las emociones. Para este lugar prodigioso es el primer plano de Enrique V.

        Enrique V es, literalmente, teatro filmado. No en su acepción despectiva, esa que se refiere a dejar la cámara delante del decorado y limitarse a rodar lo que declaman los actores. Hay una creatividad formal Enrique V. De hecho, desde ese comienzo en The Globe -que recorre el escenario, la platea y las bambalinas, con las reacciones del público, los apuros de los actores y la transformación que se invoca entre ambas partes-, Olivier traza una hermosa elipsis para, a través del decorado, materializar ese acto de imaginación -sobre el que no obstante se insiste demasiado desde la voz en off, rompiendo en parte el encantamiento- en una puesta en escena puramente cinematográfica, lo que permite engrandecer la espectacularidad de los escenarios y los movimientos de masas, si bien manteniendo sin prejuicios la artificialidad propia del teatro. Esto es, su maquillaje exagerado, su colorido impactante, sus interpretaciones histriónicas, sus arquetipos conocidos de antemano. También su narrativa engolada y plúmbea. Siguiendo en el Reino Unido, apenas unos años después Michael Powell y Emeric Pressburger emprenderán un proyecto semejante, aunque por su parte centrado en la ópera, con Los cuentos de Hoffmann, todavía más decidida en estas premisas.

        Bajo esta concepción artística, el relato sigue a Enrique V en su reivindicación de los ducados franceses de Aquitania, Guyena, Gascuña y Normandía, con clímax en la batalla de Azincourt y su conocida e influyente -el cine da precisamente buena muestra de ello- arenga a sus ejércitos en inferioridad numérica. Entre tanto, hay momentos donde se combinan las cuitas monárquicas con las plebeyas, dejando también tras de sí un puñado de secundarios difusos. Casi como un postizo queda, en último término, la seducción de la princesa Catalina de Valois, a la que no consigue integrarse con naturalidad en el conjunto.

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Nota IMDB: 7,1.

Nota FilmAffinity: 7.

Nota del blog: 6.

Dersu Uzala (El cazador)

2 Dic

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Año: 1975.

Director: Akira Kurosawa.

Reparto: Yury Solomin, Maxim Munzuk, Svetlana Danilchenko, Dmitriy Korshikov, Alexander Pyatkov, Vladimir Kremena.

Filme

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           El fracaso de Dodes ‘Ka-Den, su primera película en color, dejó destrozado a Akira Kurosawa, hasta el punto de que trataría de suicidarse un año después. Pero, a la postre, el cine regresaría para su salvación artística y personal trayéndole, por azares de la vida, la posibilidad de realizar un proyecto que había acariciado tiempo atrás pero al que no conseguía encontrar encaje para su traslación a un escenario japonés: la adaptación de las memorias del explorador Vladimir Arsenyev sobre su amistad con Dersu Uzala, el nativo hezhen que ejercería de guía en su incursión por la indómita taiga en torno al curso del río Usuri, en la frontera entre China y uno de los confines orientales de Rusia.

           Dersu Uzala resultaría en una de las obras más profundamente sentimentales del autor tokiota, un conmovedor canto a la amistad y a la vida enarbolado por uno de los personajes más carismáticos, inspiradores y entrañables del séptimo arte. Es también una cautivadora elegía a un mundo que se extingue, a una conexión elemental con la naturaleza que se pierde, contaminada o directamente arrollada ante el avance de los modos de vida que trae consigo la modernidad, organizada en ostentosas cajas, con el poderoso fuego domado y encerrado en humillantes estufas; ciego y sordo ante las nubes pasajeras o el canto de los pájaros. Bajo el asentamiento colonial, avanzadilla de una civilización contemporánea que todo lo devora, el discreto sepulcro del viejo sabio es ya un pedazo de tierra olvidado al que incluso se ha despojado de los árboles centenarios que la guardaban.

           Dersu Uzala entra en el relato surgido de la nada, en una noche insondable y encantada. Es un vestigio de tiempos remotos que se aparece para iluminar al contingente de exploradores, para enseñar a esos hombres modernos, en verdad niños malcriados y arrogantes, a ver, a oler, a conocer, a sentir. Pero Dersu Uzala es un maestro noble, que educa desde la paciencia, desde la sencillez y la practicidad medular, desde la modestia absoluta. Hay una dignidad esencial y venerable en su figura, que encarna con preciosa naturalidad Maxim Munzuk, con sus piernas arqueadas, su firmeza apoyada en el bastón, su expresividad clara y precisa.

Kurosawa expone su ancestral espiritualidad animista sin enfatizar grandes lecciones morales; sin reñir y, por tanto, sin caer en un empachoso misticismo new age. Transmite la dimensión inmaterial del paisaje tal como la perciben tanto el occidental como el nativo, sumidos los dos en la inmensidad de un bosque boreal fascinante y terrible -esos ocasos de oscuridad siniestra, los cromatismos imposibles, el lago desolado de altas hierbas, los reflejos espectrales del tigre; también los encuadres que parecen pinturas impresionistas en el lado de la belleza, igualmente sobrecogedora-. Porque, en puridad, lo exacto es hablar de unos elementos sobrehumanos, no sobrenaturales.

           El cineasta se muestra delicadamente pudoroso, pero extremadamente sensible. No hay planos cortos que invadan los sentimientos que van creándose y evolucionando en los personajes; la cámara mantiene una distancia tan cortés como el respetuoso hermanamiento entre el capitán Arsenyev y el guía. La imagen más cercana a ellos es interpuesta, a través de una fotografía que se nos lega para inmortalizar esta felicidad pletórica pero, a la vez, como advertía un comienzo in extremis, efímera. Es una manifestación gramatical que convierte al espectador en parte de la expedición, que permite experimentar las mismas sensaciones que despertó en el cartógrafo este encuentro trascendente y transformador, desarrollado sobre la hermosura de la vida y la melancolía de la muerte inexorable, ambas partes de un ciclo emocionante y cruel.

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Nota IMDB: 8,3.

Nota FilmAffinity: 8,3.

Nota del blog: 10.

Ned Kelly

4 Nov

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Año: 1970.

Director: Tony Richardson.

Reparto: Mick Jagger, Clarissa Kaye-Mason, Mark McManus, Ken Goodlet, Diane Craig, Martyn Sanderson, David Copping, Bruce Barry, Tony Bazell, Frank Thring.

Tráiler

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         El forajido Ned Kelly constituye una figura principal en la mitología popular australiana, en cierta manera encarnación del espíritu forjador del país, en esta ocasión en alzamiento contra la autoridad colonial británica. Y es crucial no solo en su tradición histórica, sino también cultural, puesto que, en 1906, en The Story of the Kelly Gang, será el objeto de una de las películas fundacionales del cine de Australia, que curiosamente había obtenido su independencia cinco años antes, casi al mismo tiempo que el nacimiento del cinematógrafo.

         Equiparable en esencia a las leyendas del western estadounidense como Jesse James, enfrentadas enconadamente contra las injerencias de un poder opresor, Ned Kelly será recuperado a lo largo de los años en diversas producciones -la última, La verdadera historia de la banda Kelly, estrenada de prácticamente de soslayo este verano-. En el caso que aquí nos ocupa, se trata de una cinta dirigida por Tony Richardson, uno de los nombres propios del Free cinema británico que, después de encadenar una serie de fracasos, llegaba desde la metrópoli para releer el mito en clave pop y, además, coetánea, ya que la revuelta del fuera de la ley en el territorio de Victoria encuentra paralelismos -incluidas alusiones directas a los unionistas- con el comienzo de The Troubles en Irlanda del Norte.

En refuerzo de esta idea, será Mick Jagger quien encarne al bandido de ascendencia irlandesa, como equiparando esa rebeldía contra la Corona condenada de antemano a la horca -el filme comienza de hecho por el ‘The End’- al cautivador malditismo de la estrella rock. Los ídolos del pueblo. Hasta, de inicio, tenía cabida en el reparto Marianne Faithfull, por entonces pareja del ‘frontman’ de los Rolling Stones -quienes por lo visto renunciaron a participar en el festival de Woodstock a causa de este trabajo actoral de Jagger-, si bien hubo de ser reemplazada debido a sus problemas con la droga.

         Richardson, que en su día ya había entregado una relectura iconoclasta de Tom Jones, cuenta las andanzas de Kelly y su grupo desde un estilo cercano al western sucio que, por aquellas fechas, realizaban cineastas como Sam Peckinpah -hay un juego pretendidamente cómico con el ritmo de la imagen que se veía en La balada de Cabel Hogue, estrenada ese mismo 1970, aunque también con antecedentes precisamente en Tom Jones-. Una irreverencia que se traslada a una narración informal, de montaje anárquico, que a la postre sume el relato en un evidente caos en el que resulta desastrosamente complicado identificar qué ocurre, quiénes están implicados y qué es lo que se pretende.

A la par, de la mano de la presencia de un astro musical en el elenco y del empleo de cantantes a modo de bardos elegíacos en la banda sonora, Ned Kelly también se emparenta con esa sensibilidad contemporánea, pop como decíamos, que se abría paso en Dos hombres y un destino y que cuenta con ejemplos posteriores como Los vividores o, volviendo a Peckinpah, Pat Garrett y Billy the Kid, la cual tenía su propia estrella invitada, Bob Dylan. Sin embargo, la elección aquí de dos cantantes de country estadounidense, Shel Silverstein y Waylon Jennings, juega contra la idiosincrasia de la obra.

Asimismo, Ned Kelly asume ese aire lisérgico que flotaba en el ambiente de la época, desde la marciana interpretación de Jagger hasta, anclándose en la historia, ese desenlace alucinado donde el ‘bushranger’ y sus acompañantes combaten a la policía enfundados en armaduras metálicas de aspecto medieval, lo que al menos entrega una escena ciertamente singular.

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Nota IMDB: 5,1.

Nota FilmAffinity: 4,3.

Nota del blog: 4,5.

Llanto por un bandido

5 Oct

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Año: 1964.

Director: Carlos Saura.

Reparto: Francisco Rabal, Lea Massari, Philippe Leroy, Lino Ventura, Antonio Prieto, Fernando Sánchez Polack, Manuel Zarzo, José Manuel Martín, Rafael Romero, Agustín González.

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           Llanto por un bandido es el primero de lo que Carlos Saura vendrá a llamar sus “ensayos sobre personajes”, obras que se aproximan a figuras como el bandolero José María ‘El Tempranillo’ en esta, Lope de Aguirre (El Dorado), San Juan de la Cruz (La noche oscura), Francisco de Goya (Goya en Burdeos), Luis Buñuel (Buñuel y la mesa del rey Salomón) o Wolfgang Amadeus Mozart (Io, don Giovanni).

Precisamente, el cineasta invita a participar a sus dos compatriotas aragoneses en el filme. El primero, simbólicamente, a través de una reproducción de su Duelo a garrotazos. El segundo, de cuerpo presente, ya que realiza aquí un cameo como verdugo en una introducción que sería cercenada por la censura franquista y luego recuperada en 2018, es decir, 44 años después del estreno del filme. Junto a él, leyendo solemnemente la sentencia, aparece Antonio Buero Vallejo, quien llegó a ser condenado a muerte en las postrimerías de la Guerra Civil española y sufrió presidio y censura bajo la dictadura.

           En Llanto por un bandido subyace una evidente carga política. Dentro de estas referencias podría aventurarse una muerte a manos de la caballería del absolutista Fernando VII que parece emular la Muerte de un miliciano, de Robert Capa. En este contexto, El Tempranillo, en busca de conquistar el tratamiento de ‘don’, trata de mantenerse ajeno a los vaivenes de una España volátil, encaramado en las cumbres de la Sierra Morena desde donde cree haberse adueñado de un paisaje romántico, todo ruinas de poderosos castillos y eternos olivares en lontananza. Pero el retrato épico que pretende encarnar el bandolero es pura apariencia. No está subido a un caballo, sino sentado sobre un mísero tronco. Todo es política y, aunque El Tempranillo la rehúya, esta le dará pronto alcance.

Si bien esta última transición dramática -una toma de conciencia traducida en sacrificio redentor- se desarrolla de forma precipitada -tanto como las tajantes elipsis que hacen avanzar el relato, confiriéndole un aire de precariedad a la obra que se refuerza en las escenas de batalla-, Saura ya había diseminado antes elementos discursivos como el planteamiento del bandolerismo a modo de lucha de clases entre los desposeídos labriegos y los señoritos de cortijo, o el imperativo de la rebeldía contra las traiciones del poder establecido -ese Rey Felón que ajusticia a aquellos que le habían devuelto el trono combatiendo contra el Francés en la Guerra de la Independencia española-. El libreto, firmado por Mario Camus y el propio director, contiene pasajes elocuentes en el retrato social y personal, como el de los comensales de la venta.

           En unos tiempos en el que las producciones europeas empezaban a convertir Andalucía en un salvaje oeste alimentado de spaghetti, Llanto por un bandido comparte ese gusto por los rostros sucios y sufridos, incluso para los papeles protagonistas, con la contundencia de Paco Rabal y, en un papel más breve, Lino Ventura. No obstante, luce a la par composiciones pictóricas -esa cita a Goya, la visión romántica de la serranía andaluza, la estancia nupcial, las tétricas plañideras y el Cristo velado de la ejecución a garrote vil…- y un sentido lírico que arraiga en el dibujo de este bandolero sentimental, cuya visceralidad se acompaña desde los temas de la banda sonora, que son lamento racial.

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Nota IMDB: 6.

Nota FilmAffinity: 5,8.

Nota del blog: 6,5.

Siete años en el Tíbet

31 Jul

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Año: 1997.

Director: Jean-Jacques Annaud.

Reparto: Brad Pitt, Jamyang Jamtsho Wangchuk, David Thewlis, Lhakpa Tsamchoe, DB Wong, Mako, Danny Denzongpa, Victor Wong, Ingeborga Dapkunaite.

Tráiler

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         Es posible que el premio Nobel de la Paz al Dalái Lama en 1989 propulsara el interés de Occidente por el budismo tibetano y sus enseñanzas de paz interior y hacia el prójimo -o viceversa-. En lo posterior, estrellas de Hollywood como Richard Gere, Harrison Ford, Meg Ryan, Sharon Stone o Uma Thurman -no por nada hija del prestigioso profesor de estudios indotibetanos Robert A. F. Thurman– se pronunciarían a favor de la independencia del Tíbet, bajo dominio de la República Popular China, al tiempo que se organizaban conciertos solidarios bajo el cuño de Tibet Freedom. Centrándonos en la manifestación cinematográfica de este fenómeno, Pequeño Buda, del prestigioso Bernardo Bertolucci, abriría las puertas de otro par de películas a cargo de cineastas de renombre, como Kundun, de Martin Scorsese, y Siete años en el Tíbet, de Jean-Jacques Annaud.

         Curiosamente, Kundun y Siete años en el Tíbet se estrenan ambas a finales de 1997 y precisamente cuentan como figura central al decimocuarto Dalái Lama, Tenzin Gyatso, y su vida marcada por la ocupación del país y su exilio internacional. Pero si la primera le concede protagonismo absoluto, la segunda -que incluirá en el reparto a su hermana para interpretar el rol de su madre y cuyo guion estará hasta bendecido por el propio hombre santo después de que se lo hiciera llegar Gere, una de las primeras opciones para encabezar la producción- sitúa el principal punto de vista en el alpinista austríaco Heinrich Harrer, cuyo relato, basado en su libro de memorias homónimo -y ya objeto de un documental exhibido en 1956 en el festival de Cannes-, coincide con la infancia y entronización del líder espiritual y político del Tíbet.

         Así pues, Annaud asienta los fotogramas en el sobrecogedor paisaje himalayo -que en realidad son los Andes argentinos, a excepción de un breve trozo de metraje rodado en secreto- para evocar esa noción mística acerca de la existencia de fuerzas que superan y trascienden al terrenal ser humano. En este marco, la aventura de Harrer -un Brad Pitt con forzado acento germánico- se expresa como el involuntario peregrinaje de purificación de un hombre afectado por los males de la sociedad moderna -la intolerancia, el individualismo, la arrogancia- dentro de un retrato quizás algo plano, aunque estimulado por la espectacularidad de las imágenes y del choque cultural al que se enfrenta -si bien a la postre apenas se escruta más allá del pintoresquismo-.

En este sentido, su condición de campeón de escalada en tiempos del Anschluss nazi no deja de ser simbólica, puesto que el cine alemán del periodo tenía en el bergfilm, las películas de montaña, su equivalente al wéstern estadounidense, es decir, la plasmación mítica de la conquista del territorio, de la imposición de la voluntad de una nación sobre cualquier adversidad. En Siete años en el Tíbet, no es Harrier quien conquista la montaña, sino que la montaña lo conquista a él.

         Dentro de este fondo, la narración establece el conflicto paternofilial como una de sus principales vertientes, construída como el encuentro entre una infancia robada y una paternidad perdida. Sin embargo, a pesar de este planteamiento, consolidado por un montaje paralelo que había alternado la mirada del alpinista con la del joven elegido, el cineasta francés terminará por desmontar esta premisa dramática al vincularla a una concepción occidental, pero manteniéndola dentro del proceso de aprendizaje y redención de Harrer y dando lugar a una relación cálida y hermosa entre uno y otro partícipe.

Por su lado, la cuestión política está resuelta de forma bastante rutinaria, con lo que no alcanza demasiada fuerza. A causa de ello, el tercer acto -en el que debido a su relevancia histórica y biográfica se impone en detrimento de la profundización en el resto de asuntos- cotiza a la baja.

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Nota IMDB: 7,1.

Nota FilmAffinity: 6,1.

Nota del blog: 6.